Here the birth from an unbroken line
Born the healer, the seventh, his time
Unknowingly blessed and as his life unfolds
Slowly unveiling the power he holds
Iron Maiden — «Seventh Son of a Seventh Son»
El trío de sombras se deslizaba como almas rasgadas, a merced de un titiritero invisible oculto entre las copas de los árboles. La tierra vomitaba su aliento fétido mientras las lombrices removían montículos de carne, vísceras y huesos; la luna, único farol de la penumbra.
Las sombras cavaron con las uñas una fosa. Se tomaron de las manos, cerradas en círculo, y recitaron en lengua marchita durante infinitos latidos de corazón. Vino el silencio, mudez expectante. La contorsión de sus cuerpos informes avivó la nebulosa disparidad de sus extremidades; los espasmos fueron acompañados por arcadas antes de que un chorro amniótico brotara de sus bocas. La fosa se llenó de linfa hasta el tope. El burbujear parecía reírse como si celebrara el haberse liberado.
—Tráelo —dijeron—. Tráelo.
Tragué grueso. Esperaba que se hubiesen olvidado de mí. Agarré la jaulita de madera e intenté ignorar su interior. No pude. Sus manitas apretaban en vano los barrotes; no se romperían: el sortilegio atontaba sus fuerzas. Chilló, como solo chillan los duendes al ser capturados en medio de una travesura. Qué panzón era, rastro de banquetes y orgías con los grillos. Vestía hojas secas, lo único que le dejaron conservar.
—Perdón —susurré, a lo que me contestó con una maldición inaudible.
Pero esa maldición se volvió súplica. Al acercarme a la tríada de sombras, no paró de convulsionar dentro la jaulita, de lanzar puñetazos, de llamar a los suyos. Nadie acudió, y agradecí, porque no quería saber qué otras cosas vivían monte adentro.
Las sombras me arrancaron la jaulita. Se la turnaban como una pelota; recordé cuando jugaba a la papa caliente con mis amiguitos del colegio. Finalmente la abrieron y una de ellas tomó al duende por el pescuezo; pataleaba con esos piecitos de rama, con la rabia de un jardín incendiado. Otra de las sombras desembozó un cuchillo de hueso y mi cobardía me obligó a apartar la vista.
Algo en la espesura del mundo se ahogó.
Escuché un salpicar fragmentado y luego el chapuzón de un cuerpo hundiéndose. Volví a mirar. Las sombras se arrodillaban al borde de la fosa, ese cuenco nacido de la tierra al que le hablaban, al que le ordenaban; sentí que una puerta se abría contra toda advertencia. La Luna se fue opacando, como si se desangrara en el reflejo del charco de la fosa; allí estaba, brillante, hasta que las manos de las sombras se sumergieran y borronearan. Sacaran el cuerpo del duende, ahora hecho una masa parecida a un novillo recién nacido.
La luz se ocultó en ese cuerpecito.
Luna negra en el cielo.
Velas sin padre.
Todo fue oscuridad.
El peso del feto me fue depositado en brazos y empecé a mecerlo al canto de una nana.
***
Cuando regresé a Caracas llevaba tres días sin electricidad en aquel abril. Mi esposa seguía haciendo inventario de nuestros enlatados, y a pesar del calor y la incertidumbre, tarareaba en un humor que hacía años no le veía. Yo fumaba en la ventana para espantar a las guacamayas; las personas caminaban por la avenida infestada de basura, de regreso a sus casas antes de que la noche los agarrara.
Apagué el cigarro.
Desde el cuarto del fondo, escuché el llanto repentino de nuestro primer hijo y volvió la luz.