ALICIA EN EL PAÍS DE LA HIPOCONDRíA

—Tengo fibromialgia —Claudia pronunció cada sílaba con suavidad, como si acariciara la palabra luego de haberla esperado durante mucho tiempo y finalmente bajara de un tren hacia sus labios.

—¿Cómo te la diagnosticaron tan rápido? Apenas fuiste hoy, amor —dije preocupada, porque supuse que una hipótesis médica tan pronta para una enfermedad tan escurridiza seguramente suponía unos síntomas y un deterioro muy importantes.

—Él no me lo quiso decir, pero tú sabes cómo son los médicos: les gusta ocultar cosas…como si por no decirlas no van a ocurrir.

—Ya va, pero, ¿te lo diagnosticó o no?

—¿Hace falta, Alicia? Este dolor por todo el cuerpo, este cansancio. Esto es fibromialgia.

—Claudia, ¿te lo dijo el médico? –creo que algo de molestia se coló en mi tono de voz. Claudia se había atribuido el padecimiento de unas cinco enfermedades graves en los dos años que teníamos juntas. Cada autodiagnóstico había estado acompañado de cierta pompa y circunstancia que ensombrecía la vida en la casa: confinaba la conversación al detalle de los síntomas y a su probable evolución oscurísima, clausuraba el entusiasmo por las cosas que nos gustaban, desangraba al sexo y, sobre todo, se ofrecía como argumento final en cada discusión, como lente delatora de mi desconsideración hacia ella y su sufrimiento. Su dolor me hacía desconsiderada, inferior, estúpida. El advenimiento de otra supuesta enfermedad me repugnaba.

—¡Coño, por qué eres tan sorda, tan ciega! ¿¡No ves cómo estoy!? ¡Mira cómo me tiembla el labio!

El labio no temblaba, más bien se movía con el ritmo irregular del esfuerzo consciente, pero por primera vez noté alguna irregularidad física en sus manifestaciones enfermizas: la parte derecha del labio estaba visiblemente recrecida.

¿Habrá algo de cierto en la capacidad de presentir que se atribuye a los animales? ¿Cómo cantaban los pájaros de Hiroshima cuando se abrieron las compuertas del Enola Gay? En la casa los grillos y las ranitas no parecen tener grandes facultades clarividentes: comienzan a cantar normalmente poco antes de que Claudia llegue del trabajo, como si nada fuera a pasar, no presienten un carajo. Esos bichos no piensan, lo sé porque soy traductora; sé que si un hablante únicamente de cantonés escucha el monólogo de Hamlet en inglés, no va a saber de dudas ni de  sueño o muerte ni de reservas por el más allá, pero más o menos va a poder intuir que hay algo podrido en alguna parte. Los grillos y las ranitas no intuyen nada, cantan como si no va a llegar, como si no va a abrir la puerta en alguna de sus tres modalidades: arrasada, furiosa o anunciando el fin del mundo.

El fin del mundo iba ocurrir mañana cuando —“esta vez sí que es verdad”– le renunciara al imbécil de Arístides, “porque a Arístides ya no se le puede aguantar más su soberbia, su despotismo y su incompetencia. Porque ya está de sufrir por ese trabajo de mierda, o es que tú crees que este colon inflamado es por qué. ¡Ay, no, pasta! ¡¿Cómo vas a hacer pasta, Alicia, si yo ando con el colon así? Necesito una sopa…me va a tocar pedirla, que carajo.” Los cuarenta minutos que tardó en llegar la sopa fueron dedicados a la crónica de Arístides, a quien yo ya sentía como un habitante más de la casa, un tipo que estaba presente en todas las cenas, en todos los paseos, un carajo inevitable que se acostaba entre nosotras y nos hacía incómoda la cama. Arístides era el último de una serie de enemigos laborales que custodiaban los síntomas de Claudia; una casta que enervaba su fibromialgia, irritaba su colon, mortificaba su nervio ciático, organizaba tours corporales de dolores que migraban a varias partes de su cuerpo trasgrediendo cualquier barrera fisiológica y me hacía invisible.

—Iremos a pelar bolas, haré viajes al aeropuerto, ¡qué sé yo!, pero mañana lo mando al carajo.

—¿Por qué no lo evalúas con calma? —me atreví a sugerir.

—¡Calma, esa es tu receta universal! ¡Calma porque eres incapaz de ponerte en mi lugar!

—Solo quiero darte mi perspectiva.

—La conversación terminó! —dijo, arrojando la servilleta sobre la mesa y marchándose a la habitación. Lo que más aborrecía de las discusiones con Claudia era la colección de lugares comunes a los que me exponía. Unos quince años devotos de telenovelas se le habían asentado y afloraban en nuestros desencuentros: “La conversación ha terminado”, “Cómo puedes ser tan ciega”, “¿Sabes qué…?, “Ya basta, Claudia, ya basta”, precedían sus “cortes a negro” al final de cada discusión. Esos lugares comunes me dejaban muy claro que yo también pertenecía al reparto imprescindible para sus escenificaciones y que nada podría sacarme de ese rol.

Mi primer impulso fue intentar detenerla en su camino a la habitación, pero Arístides me tomo del brazo y me sirvió una copa de malbec. Tomé cuatro más.

Su decisión cambió la mañana siguiente. Argumentó que no iba a echar por la borda quince años de pasivos laborales con una renuncia, prometió indiferencia a su jefe y apego estricto a su función, “¡ni un ápice de compromiso adicional, carajo, que se joda todo el mundo!”  Anunció que no permanecería en la oficina ni un minuto más allá de su hora de salida y auguró sufrimientos terribles para la manada incompetentes cuyos signos vitales laborales dependen de su hasta ayer magnánima disposición a cooperar, “porque lo que es un dolor de cabeza como el que tengo ahora por culpa de esa gente, no lo voy a tener más nunca en mi vida”. Hizo una pausa, como esperando que un director imaginario ordenara el corte y el staff completo comenzara a aplaudir, dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Me llamó la atención su nalga derecha, que parecía agrandarse y acorralar a la izquierda. No era una ilusión, la nalga estaba creciendo frente a mis ojos, liberando un sismo de glúteo cada vez que la pierna que presidía daba un paso, era un temblor de cosa sólida y firme, pulsaba y crecía. Me asomé a la ventana de la casa para verificar mi percepción y vi cómo, justo antes de subir al carro, la nalga izquierda se reveló y se expandió de un solo golpe hasta lograr el mismo tamaño de su par haciéndola retroceder como si fuera una marejada. Alicia las acomodó como pudo en el asiento del conductor y se fue a no tener nunca más un dolor de cabeza como el que estaba teniendo por culpa de esa gente.

Esa noche llegó más tarde que nunca sin que ello introdujera novedad alguna en el canto de los grillos y las ranitas, tenía hambre, pero quería algo mucho más sustancioso que la sopa que le había preparado y ordenó pollo frito a un servicio de entregas.

Mientras esperábamos el pedido me comentó que Arístides seguramente se había dado cuenta de su descontento y calculó el costo que podría tener su renuncia, porque mostró una actitud conciliadora.

—Es la última que le aguanto, igual me amargó el día, me voy a dormir. Recibe tú el pollo. Si quieres te lo comes viendo algo en la televisión o lo que quieras.

—La verdad, me agradaría más que lo comiéramos juntas. ¿Por qué no esperas un poquito?

—Yo te voy a informar algo —dijo, con su recurrente expresión en la que ladeaba la cabeza y tensaba los labios que se le enmarcaban en medio de dos arruguitas verticales a los costados como a los personajes de animé —el mundo, Alicia, no siempre gira a tu alrededor —dijo, y subió las escaleras para concluir el último acto de la función de ese día.

Tomé cinco copas de malbec.

—Me está volviendo el dolor cervical —dijo a mitad del desayuno del sábado — y como tengo esta gripe que no se me quita desde hace semanas, sabrá dios qué será eso, es peor porque cuando estornudo siento el latigazo en la cintura.

—Deberías verte.

—¿Qué médico me falta por ver, Alicia? Ninguno da en el clavo.

—Bueno, quizá sea simplemente algo viral, yo también me he sentido mal — dije sin darme cuenta de que nuevamente cometía aquella tonta imprudencia: mencionar algún malestar físico de mi parte. Hacía ya varios años que los síntomas de mis muy eventuales malestares visitaban la casa como forasteros indeseables; Claudia protegía furiosamente el imperio de sus síntomas, los míos eran siempre ignorados, criticados o interpelados para desenmascarar cualquier intención fraudulenta, lo cual ella siempre sospechaba. Me vio con una mirada de reproche y dejó escapar una sonrisa.

—Ve tú al médico, si estás tan mal debes ir tú ¿quieres que te lleve a una emergencia? —Tosió y su cabeza creció más del triple de su tamaño. Me di cuenta de que con el aumento de las proporciones de los glúteos y de la cabeza apenas podría pasar por las puertas. De hecho, tuvo que forcejear mucho con el marco cuando se levantó molesta del comedor y se fue a la sala a ver la telenovela. Se echó en el sofá y lo convirtió en una cordillera con dos grandes picos conformados por su cabeza y las nalgas. Se quedó dormida ahí y yo me fui a la habitación. 

El día miércoles había comenzado espléndidamente: fui a entrevistarme con un cliente para acordar los detalles finales de la traducción de una novela. La mayoría de mis trabajos consisten en traducir artículos académicos que me resultan terriblemente aburridos, el último se titulaba: “Efecto de la percepción del estrato socioeconómico del conductor en la conducta de tocar la bocina en una esquina del este de Caracas durante las horas de mayor tránsito”; he aprendido que pretender tener certezas objetivas requiere fraccionar el mundo despiadadamente, picarlo en pedacitos de tiempo, de acciones, de lugares, de canallas y de síntomas. Hastío. Pero traducir una novela es algo maravilloso, es habitar un espacio imposible de conocer de otra manera, un terreno difuso entre el hábitat del autor y el de los lectores. Ese buen ánimo me acompañó hasta llegar a casa, Giré la llave de la puerta y esta me golpeó la cara al ser empujada por un pedazo del muslo de Claudia que se desparramaba por la sala, trepé sobre él y logré llegar hasta mi escritorio al final del comedor. Claudia estaba en una teleconferencia, volteo hacia mí con mirada severa y me hizo un gesto para que guardara silencio.

El paso de mi escritorio a la cocina estaba libre, así que podría sentarme a escribir bien provista de café.

Por fortuna, Claudia se fue a dormir temprano y yo pude trabajar toda la noche en la traducción, pero cuando intenté levantarme a buscar más café, me di cuenta de que ella ya ocupaba la mitad de la casa, incluida la cocina. Advertí que Claudia seguía el patrón de crecimiento del lirio acuático, capaz de duplicar su tamaño diariamente, también me di cuenta que la mitad de la casa que ocupo en este momento no tiene puerta alguna y que las ventanas tienen barrotes muy sólidos.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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