Esto tenía que ser real. Si bien lo había prefigurado en sueños muchas veces desde 1918, justo cuando terminó la guerra que logró evitar gracias a su fortuna, aquello era difuso e incomprensible. Pero las cosas que en sus avanzadas oníricas eran inexplicables, gozaban aquí de una lúcida identidad. Sabía que el enorme artefacto era un Panzer, sabía también qué eran las waffen S.S., sabía que estaba en las Ardenas, que la operación había sido un desastre en el que murieron todos sus hombres, y que luchaba voluntariamente porque algo lo había llamado a enlistarse, dejando a su esposa en su mansión de Chicago. Pero si algo le hacía estar seguro de su vigilia era el frío que le acuchillaba el cuerpo, la sensación de parálisis dolorosa que debía vencer mientras apuntaba la bazuka a la oruga del tanque que lideraba la columna. Si lograba atinarle justo a su paso por la cabecera del puente, podría demorarlos un poco; todo el tiempo que los suyos lograran ganar era decisivo para escapar de la tenaza que los amenazaba.
Era preciso contener el temblor en lo posible, permanecer quieto y en silencio, ignorar por completo el frio mientras la figura borrosa de la oruga en movimiento se enmarcaba en la mira. Contuvo la respiración antes de apretar el gatillo, intentó relajar los dedos para hacerlo con la mayor suavidad posible y sintió el golpe de la pala de campaña en su casco. Cayó boca arriba y trató de usar su 45, pero una patada le sacó la pistola de la mano. Se sorprendió al ver que su atacante vestía un uniforme estadounidense con insignias de sargento. “¡Vigesimoctava División!”, le advirtió enérgicamente. Su experiencia le había enseñado que los hombres muchas veces terminaban perdiendo el juicio momentáneamente en situaciones de combate, y que a veces la firme voz de mando podía traerlos de nuevo a la realidad. No fue ese el caso, el hombre volvió a patearlo, esta vez en los testículos, y calmadamente lo alzo del suelo levantándolo por la pechera y lo arrojó contra una roca. “¡Maldito pedófilo!”, lo insultó antes de hacerlo caer de rodillas con un golpe a las costillas. Levantó una roca con la intención de estrellarla en su cabeza, pero él logró golpear uno de sus tobillos con un madero que tuvo a su alcance y lo derribó. Ambos se pusieron pie al mismo tiempo y se vieron a los ojos. Solo entonces, el Capitán Albert Aldray reconoció a su enemigo.
—¡Grandchester!
— ¡Te enquistaste en su mente desde que era una niña, maldito! —le dijo Terry Grandchester mientras desenfundaba su cuchillo de combate.
—Suelta eso, eres un loco obsesionado, Grandchester. ¡Ella misma te explicó las cosas miles de veces: todo ocurrió mucho después que de que te fuiste!
Terry se arrojó sobre Albert, quien logró asir la mano que sostenía el cuchillo. Rodaron en la nieve intentando ganar el control sobre el arma. Finalmente, Terry Grandchester consiguió apuntar el filo hacia la garganta de Albert comenzando a vencer en el forcejeo. Una orden en alemán lo distrajo por un momento y Albert, con un movimiento de último recurso, consiguió hacer que arrojara el arma. Habían sido rodeados por un grupo de Waffen SS, a quien su teniente acababa de ordenar no disparar, permanecían inmóviles y solemnes ante la rarísima eventualidad de un odio personal en medio de una guerra.
Cada golpe era prácticamente indoloro, se sentían más bien como grandes enviones que los ponían al borde de la pérdida del sentido, del que regresaban a rastras obstinadamente. Un esfuerzo supremo de Albert, quien sintió que ponía todas las hilachas que aún lo ataban a la vida en un puñetazo, logró derribar a Terry. Se echó sobre él y sus pulgares alcanzaron sus órbitas oculares, rompieron dos burbujas de gelatina y se abrieron paso fluidamente hacia otras texturas blandas y viscosas que también se horadaron con facilidad. Terry dejó de resistirse. Albert tuvo la sensación de que la nieve era una nube mullida en la que la que flotaban hasta alejarse kilómetros del campo de batalla. Luego de haber asesinado a decenas de desconocidos, con quienes en otra circunstancia bien pudo haberse tomado un trago o comentado un libro, se creyó redimido por la muerte que acababa de causar. Estaba en paz porque juzgaba que reivindicaba la seriedad y el espanto del acto de matar, banalizado estúpidamente allá abajo, en el campo de batalla, ya muy lejano a la nube de nieve y silencio. Fue cuando sintió que su cuerpo era empujado en cientos de direcciones distintas a la vez. Pasó un pequeño instante para que la nube fuera derribada y Albert percibiera que cada impacto, cada empujón estaba acompañado de un estallido. El repiqueteo de las MP40 lo fue envolviendo haciéndose cada vez más fuerte. Era como si su cuerpo se fusionara con el ruido, como si este entrara en sus venas y lo recorriera hasta derramarse por los agujeros de bala y avanzara derritiendo la nieve a su paso, hasta llegar a una furtiva habitación en Chicago para despertar agitadamente a su esposa de un sueño vespertino. Su acompañante la abraza para calmarla.
—Tranquila, Candy. Es otra pesadilla. —le dice cariñosamente.
—¡Oh, Dios, Archie, es la misma, la misma! —contesta ella, llevándose las manos a la cara para tratar de contener el ruido que se transforma en lágrimas en sus ojos.
—¿Albert?
—Sí, Archie. Creo que no va a regresar.