A un nombre hay que darle cuerpo. Es un proceso público que se verifica diariamente frente al espejo, algo parecido a un asunto de tapicería en el que una funda debe rellenarse sabiamente para que logre adoptar la forma del puf, el cojín o el respaldar que se había previsto. Las personas los cuidan con orgullo o esperanza: advierten sobre excepciones imposibles (“Yo soy Lazaro, sin tilde”), instruyen sobre detalles de pronunciación de índole absolutamente privada (“Es Amahanda, con hache, suena como una ese muy suave: Amasanda”) o los historian (Dorian, como mi abuelo, que murió en un duelo). Todo ello por una única razón: los nombres no deben fracasar.
Has sabido que los checos llaman Zadní Bavorský a este bosque por el que caminas, y que los alemanes le dicen Bayerischer Wald. Te preguntas si en verdad pueden ver el mismo bosque. Dudas de que alguien incapaz de pronunciar Zadní Bavorský o Bayerischer Wald pueda percibir verdaderamente los reflejos de la luna llena sobre las enormes hojas de estos árboles, sentir la ligera podredumbre que se cuela en el olor a humedad, o escuchar el ruido que viene de entre los arbustos: una leve agitación de ramas, como movidas por una forma líquida y espesa. Piensas que has llegado al lugar que te indicó el nigromante, que es el momento.
Tu nombre debió haber sobrevivido, fue una injusticia que no lo lograra. Después de todo, si bien en inicios como Bird of Paradise Creighton Tull había caracterizado a un personaje bobalicón en una película bobalicona, y las siguientes no fueron terrenos muy fértiles para la interpretación, algunos rasgos de un buen actor podían intuirse en ellas. La gran posibilidad llegó mucho después ¿Qué habría pasado si en Of Mice and Men el nombre de Creighton Tull Channey hubiese logrado asociarse a los de John Steinbeck, Lewis Milestone, Aaron Copland y Eugene Solow? Pero no, ya para entonces eras Lon Channey Jr., el monstruo te había alcanzado y tu destino era inevitable. ¿Debes culparlo a él? Siempre intentó mantenerte lejos de la actuación; así fue como te atravesó para siempre con la duda de si quería procurarte una vida menos tormentosa de la que había conocido como artista o si estaba seguro de que nunca serías lo suficientemente bueno. Pero tú has sido obstinado, Creighton, aquí estás para vencer al monstruo de una vez por todas.
No era fácil contrariar la voluntad de tu padre. Ni tu propia muerte al nacer lo logró. Te arrancó de los brazos de la partera y salió hacia el lago semi congelado para sumergirte. La vida te recorrió como un corrientazo y lloraste cuando te sacó empapado y te levantó sobre sus hombros. ¿Cuál fue el primer hombre que viste al nacer? ¿Cuasimodo eufórico por haberte revivido?, ¿Fue Erik en sus cisternas de la Ópera Garnier?, ¿Un lanzador de cuchillos?, ¿Un vampiro falso consumido en las llamas y perdido para siempre? Los monstruos te dieron la vida, Creighton, y los estudios pensaron que debías entregársela. Te exigieron llamarte Lon Channey Junior si querías continuar actuando, y al poco tiempo te entregaron a los monstruos: “Si eres Lon Channey, debes ser Lon Channey, debes darnos monstruos”.
Tu padre te enseñó mucho sobre técnicas de maquillaje, pero sabes muy bien que no todo; solo a moldear alambres y masillas, a forjar texturas y engrudos o a erizar las cabelleras adecuadas, pero no a que esas construcciones tapizaran un alma que las recorriera como un corrientazo y les diera vida. Ni a ti ni a nadie lo enseñó, Creighton. Su camerino era la tumba de un faraón, nunca alguien logró entrar mientras ejecutaba una transformación.
Al principio pensaste que tu búsqueda era técnica. Pagaste caro ese error: sufriste en vano quemaduras en tu rostro, también disfraces de una meticulosidad asfixiante; luchaste contra sindicatos de maquilladores celosos de tus innovaciones; perdiste meses de sueño imaginando nuevos procedimientos. Nada de eso sirvió para lograr la transformación perfecta, la transmutación que disolviera el Junior de tu nombre. Finalmente descubriste que no se trataba de controlar la máscara sino de aceptarla y lograr que ella te modelara. No sabías cómo hacerlo, no es un asunto de masillas y tintes. Fue por esos días cuando te llamaron para el papel ideal: un hombre modelado por la máscara del monstruo, ¡Cuánto de aquel magnífico Lenny Small había en él! La historia además planteaba el contexto perfecto para subvertirlo todo: un hombre, cuya ferocidad ha sido liberada por una circunstancia, es asesinado por su padre, incapaz de reconocerlo en su estado más animal.
La búsqueda de la excelencia incuestionable te llevó a diseccionar el guion, y esto a conocer a fondo la leyenda. Tal conocimiento suscitó la pregunta: ¿Sería posible que existiese entonces el modo para la transformación perfecta?
Ingeniártelas en Bohemia no parecía fácil, pero algunas referencias logradas entre los técnicos del estudio te llevaron a Otokar, un checo vivaz y ambicioso que había trabajado como sastre en Universal. Por una buena suma Otokar era capaz de conseguir cualquier cosa en Checoslovaquia, y eso incluyó a Bela, el nigromante Bohemio. Te sorprendió constatar que el guion recogía una gran cantidad de referencias presentes en la leyenda: la visión del pentáculo en la palma de la mano como anuncio de la próxima víctima del lobo, la transformación en las noches de luna llena, la plata como única vulnerabilidad. También te informó de otras cosas menos difundidas, como la costumbre de merodear por los lugares donde abunda la mandrágora, como es el caso de este paraje del bosque en el que estás. Puedes ver los ojos brillar. Es arrogante y se sabe superior, ha renunciado a la sorpresa para atacar, pareciera disfrutar de mostrarse amenazador antes de saltar sobre ti. Bela también fue muy claro en precisar tu única opción: permitir que te muerda y lograr sobrevivir. Desenfundas tu daga de plata.