—¿Qué fue ese ruido, Roberto? — preguntaste mientras llegabas corriendo a la sala. Fue un como un rumor grave que se resolvió en un golpe seco y resonó en toda la casa, un anuncio de cosa rota, de daño fatal que te hizo pensar en lo peor, y lo peor había ocurrido. Lo advertiste mil veces luego de que la gota se convirtió en un chorrito, no se vaya a decir que no: “Eso está empeorando, Roberto, yo creo que hay que arreglarlo ya”.
—Parece que nos desprendimos— dijo él mientras su mirada alcanzaba trabajosamente la otra orilla. Estaba parado frente a la ventana, inexpresivo y con los hombros caídos, con esa pose que tanto te había venido desesperando. La ideal para ver venirse el mundo encima y dejarse llevar como un perro viejo en un deslave o un carromato asiático en un tsunami. En ese momento te diste cuenta de lo sucia que estaba la pared atrás de Roberto. La mugre coloniza las paredes muy poco a poco, también se va acomodando en la mirada, y va cambiando el concepto del blanco al de una amalgama de grises odiosos, pero a veces pasa que das un vistazo y te das cuenta de que eso ya no es blanco y puedes ver la inmundicia. La verdad, los colores en tu casa solo han sido un momento inaugural, los patriarcas fundadores de resignadas familias de palideces.
El hecho era que el enorme lago que se había formado y los separaba del resto del pueblo había desprendido la casa, que ahora flotaba y se movía con la corriente que comenzaba a nacer. Habían aprendido a vivir en el medio del lago; una cesta atada a un neumático y movida por cuerdas servía para trasportar víveres desde la orilla, y Robertico les había traído una balsa inflable para tramitar pagos en el pueblo. Pero esto ya era otra cosa. ¡Sabrá Dios a dónde podría ir a parar la casa!
—Roberto, por Dios, eso era una gotica, una gotica que salía del tubo del patio. ¿Cuánto tiempo estuve diciéndote que lo arreglaras, chico?
—Eso no es tan fácil, Irma. Esas son tuberías de plástico y hay que desenterrar la pieza completa, yo le dije a Robertico y el quedó en buscar unos plomeros.
—¿Cuánto tiempo hace de eso, Roberto? ¿Tres años? Como dos años con la gotica, otro con el chorrito antes de que se hiciera el lago. Pero como estaba Irma para secar el agüita que se metía bajo la puerta no había problema. Y después, ¿cómo carajo iba a secar el lago, Roberto? Dime. Ahora nos jodimos—Comenzaste a llorar y te sentiste un poco más joven, hacía tiempo que no valía la pena llorar.
—Tranquila, vamos a llamar a Robertico. Todavía no debe haber salido para el trabajo.
—¡Robertico está en sus cosas, Roberto! Si no mandó los plomeros en dos años, si lo único que hizo fue venir a traer la balsa, ¿Tú crees que va a hacer algo ahora? —dijiste y te dejaste caer en la silla del comedor sin ganas de discutir.
—¿Hiciste las arepas? —preguntó Roberto y comenzó a caminar hacia la cocina sin esperar una respuesta.
—Hay perico en el satén— Volteaste de nuevo hacia la ventana y viste la orilla mucho más lejana. Aunque el movimiento de la casa era apenas perceptible, era evidente que se había alejado mucho más,
Roberto se sentó a la mesa con el plato de perico, dos arepas y la tapara. Del cuello de la tapara, abrazado por un anillo de leche seca, amarilla y viscosa, salió un suero espeso que inundó el plato.
—Me da asco esa sopa de suero que haces, siempre me lo ha dado.
—Cállate. Llama a Robertico y dile la vaina —dijo Roberto sin levantar la mirada del plato de huevos nadando en suero de leche y pedazos de arepa.
—Tú sabes que no va a venir.
—¿Y por qué no va a venir, pues? Tú siempre con tu negatividad.
Pensaste que ahora era Roberto quien se te revelaba como la mugre en la pared, era un pedazo de huevo del perico flotando en el suero o parte de la leche seca y sucia alrededor del cuello de la tapara.
—Demasiado noble ha sido ese muchacho, Roberto, no lo molestes.
—Nosotros somos sus padres, está en su obligación de venir a ayudar. Lo que ese muchacho tiene lo tiene por la formación que le dimos. Hay que ser agradecido.
—¡El coño de tu madre, Roberto! — le dijiste por primera vez en tu vida. No tenías miedo, podías oler la debilidad en sus huesos. Más allá de haber provocado en él la expresión que antecedía a las palizas que solía darte a ti y tu hijo en sus borracheras, sabías que no iba a pasar nada más.
—¡El coño de la tuya! — Roberto apenas alcanzó a responder. La frase fue como un golpe al vacío, con un tono mucho más de tristeza que de ira —Lo llamo yo, no joda — dijo luego de un silencio resignado. Se sentía más débil a cada minuto y sabía que tú aún eres una mujer corpulenta. ¿Cuánto tiempo habías acariciado devolver el golpe? De seguro iba a ser tan enérgico e inapelable como el insulto que acababas de escupirle en la cara. Él lo sabía y por eso se fue como un animal viejo que ya no puede dominar la manada.
—¿Y qué va a hacer a estas alturas Robertico?, ya nos jodimos, Roberto. ¿Para qué lo vas a llamar? ¿Para dejarle la culpa? Vámonos tranquilos, Roberto, ya está bueno. Ten la decencia de irte tranquilo— La casa se estremeció por algunos segundos y luego giró sobre su eje varios grados. Tuvieron que agarrarse a la mesa.
—¡Carajo, como que llegamos al río, Irma! De esta altura a la cascada deben ser máximo como dos kilómetros— Te levantaste, recogiste el plato de Roberto que había caído al piso y fuiste a la cocina a lavarlo.
Margarita Querales