“Je t’aime”

“Je t’aime”, me dice Saúl todas las noches, luego me besa en la frente y me da las gotas de aceite de cannabis para mi fibromialgia. No creo que el aceite sirva para nada, pero tampoco creo que exista la fibromialgia, pienso que es un recurso último cuando los médicos ya no disponen de un diagnóstico, un acuerdo honroso que permita al tratante salvar su prestigio y al paciente detener un recorrido inacabable de exámenes que se bifurcan en nuevas decepciones. No sé qué es la fibromialgia y creo que ningún colega lo sabe a ciencia cierta. Para mí es dolor puro, sin causas conocidas, un cuerpo ciego que grita sin saber por qué y a veces logra arrellanarse en un analgésico y descansar un poco. Las gotas de Saúl no ayudan en nada, pero sí la ternura que me produce ver cómo las cuenta, como si mi vida dependiese de esa exactitud y su amor se trasegara en cada una para cuidarme.
Saúl es un cuidador empedernido, incluso de las cosas, siempre me ha sorprendido su relación con las cosas. Es el único técnico mecánico con manos y uñas impecables las veinticuatro horas, ignoro cómo hace para no ensuciarse las manos. Sé, eso sí, que es un ritual que comienza muy temprano. Todas las mañanas lo encuentro en la cocina, sentado junto al desayuno que me ha preparado, limpiando escrupulosamente unas cuatro o cinco herramientas de su caja dispuestas frente a él. No se trata del lavado grosero en cubetas con cepillos y desengrasantes, es un momento posterior con hisopos que recorren filos y hendiduras disolviendo cualquier rescoldo de suciedad. Cuando está frente al motor de un automóvil es como un mahout, uno de esos indios cuidadores de elefantes que se hacen uno con ellos y leen un sentido en cada gesto y resoplido de las bestias. Primero los observa en silencio auscultando su vibración, entonces descubre algún sonido, algún temblor irregular y es como un quejido para él, una dolencia que desentraña poco a poco.
—Hoy no puedo desayunar, tengo una reunión muy temprano. Vamos a discutir el material para los visitadores, perdón por no avisarte anoche. Es una lástima que se pierda lo que preparaste —le digo mientras pongo las manos en sus hombros y le doy un beso de despedida.
—Suerte. Yo me lo como —me contesta sin apartar los ojos de la herramienta que lustra.
Saúl es de pocas palabras, y he venido comprendiendo que eso es una virtud. Lo he entendido en reuniones como la de hoy, escuchando a la gente de mercadeo. Yo dejé la clínica psiquiátrica por cierta intolerancia a los relatos de mis pacientes. Algunos llaman a eso efecto contratransferencial y lo usan como recurso psicoterapéutico, yo nunca lo logré. Esa eterna repetición de las circunstancias que te joden en la vida, esa muerte sostenida, me fastidiaba. Lo más ético que pude hacer fue abandonar la consulta y convertirme en asesora médica de un laboratorio. No fue una buena idea, porque aquellos pacientes alguna consciencia de su estupidez tenían y por eso iban a consulta, mis compañeros de mercadeo no. Irremediablemente, hablan sin parar ni tener consciencia de enfermedad, sintiéndose genios innovadores.
—Camila, es que al lector hay que acompañarlo en la experiencia de lectura. La gente no se queda en un texto que no acompaña.
—Claudio, el texto es sobre una Risperidona y lo que queremos presentar es un estudio clínico, no es una lectura recreativa —le contesto mientras estrangulo con mi índice y mi pulgar a un muñequito antiestrés de gomaespuma.
—Dame un instante, déjame que te explique algo sobre las bases de neuromarketing que están detrás de esto. El cerebro no es todo racionalidad, hay un componente afectivo que…
—Claudio, yo soy médico psiquiatra —interrumpo.
—En ningún momento quiero poner en entredicho tu Know-How —dice el muy imbécil con una sonrisita conciliadora hacia Nacho, mi jefe—, es que desde mi experiencia, desde mi humilde experiencia, la lectura en pantalla es otra cosa. El lector tiene que saber, por ejemplo, que este es un aspecto bien importante del texto —dice mientras señala a un parrafito de tres líneas escrito en letras azules primorosas que me recuerdan a un silabario y a Juanito que ama a su mamá mientras corre rápido con su carro rojo—, entonces el recurso técnico es separarlo, ponerlo aparte en otra fuente, con bastante espacio en blanco alrededor.
—El recurso técnico es escribir el subtítulo “conclusiones”. Todos ellos son médicos psiquiatras, todos leyeron estudios de caso, todos saben lo conveniente que es leer con atención las conclusiones.
—Lo leyeron en físico, ¿verdad? —la sonrisita condescendiente pretende demostrarle a Nacho la profunda paciencia, la actualización permanente y la creatividad disruptiva de su gerente de mercadeo.
Los epilépticos pueden sentir una serie de cosas antes de perder la consciencia en una crisis: pueden ver luces, puntos, escuchar voces, sentir miedo… A mí me pasa algo parecido con la estupidez, siento algo premonitorio a una pendejada. Es un brillo particular en la mirada, un enlentecimiento de los movimientos y, sobre todo, algo cantarín en el tono de voz del comentario introductorio. En ese momento veo todos en Nacho: un ligero amusgar, la forma en la que se lleva la mano a la barbilla, un “bueeeno en los tiempos actuales” cantarinísimo y cómplice de la sonrisa condescendiente de Claudio.
Un par de argumentos conciliadores y de “reconocimiento” a mi experticia, y una monserga sobre la necesidad de asumir riesgos para innovar descienden de Nacho y clausuran la reunión de comité ampliado ¿Y qué es el comité ampliado? El comité con Camila, la directora médica del laboratorio. El comité a secas, el que se reúne siempre y toma la inmensa mayoría de las decisiones, es una cofradía de un financiero, tres comerciales, un asesor legal y un director de Recursos Humanos; un alegre club de caballeros cuyas reuniones trascienden la oficina y suelen terminar en los mejores bares de la ciudad. ¿Me han invitado alguna vez’? Sí, claro, pero el aura pendejística no dejó de atormentarme toda la noche y decidí no ir más.
—Pero ellos te han invitado, Camila.
—Saúl, tú nunca ves la mala intención, creo que eres demasiado bueno para darte cuenta de la vaina. Pero el asunto es que ninguna decisión debería discutirse fuera de la empresa, ninguna negociación informal debería ocurrir.
—Pero, ¿acaso las decisiones no se toman en las oficinas? –me pregunta Saúl con lo que me parece la más genuina de las inocencias
—Saúl, es una dinámica de entendimientos y complicidades que al final se ejecuta en la oficina. Todo el proceso de acordar pasa afuera, en el bar, en los almuerzos, en la previa del partido —le digo airadamente, blandiendo el cucharón que lavaba en el fregadero, como un mazo de juez de película que amonesta a un abogado.
—Sí, lo entiendo, pero no sé si es como para que hagas una denuncia ética.
—No es sólo comportamiento poco ético, Saúl, eso es violencia. Como lo es también lo es que se obvie mi criterio en un asunto técnico de mi área.
—Camila, yo creo que sería en todo caso en una dosis muy pequeña. Yo no sé de empresas, pero creo que no van a tomar en cuenta un reclamo así.
—La dosis no importa, coño, eso puede ser perfectamente considerado violencia de género. Violencia que pasa inadvertida porque todos se acostumbran, como nos acostumbramos al sucio en las paredes o como nos ha pasado con las manchas en el techo del baño de la sala.
—Lo del baño es por el aire que se filtra por la claraboya. Hasta que no selle eso adecuadamente no se va a…
—¡Saúl, foco! —le digo antes de que entre en una de sus disertaciones obsesivas sobre alguna operación de mantenimiento—. No puedo creer que no entiendas una cosa tan obvia.
No quiero que mi molestia del día desemboque en Saúl, me voy a la cama y a los quince minutos, entra él con las gotas y el beso en la frente: “Je t’aime”.
Dolor intenso en la mañana. Sea o no fibromialgia, mi dolor se intensifica en las mañanas que siguen a un mal día: dolor vibrante, dolor al tacto cuando me cepillo la espalda, es como si mi piel se encogiera y estrangulara cada músculo como al muñequito antiestrés. Siento que tengo un cuerpo pequeño, oprimido y doloroso. Lo llevo a la oficina y lo dejo caer en la silla de mi escritorio. El “arte final” del material para los médicos está en mi correo, es un archipiélago de textos de silabario rodeados por un mar de espacio en blanco y sonrisas de personas psicofarmacológicamente contentísimas para “acompañar la experiencia de lectura de los médicos”. Son también una batalla perdida, una que no voy a dar, aunque mi espalda insiste en seguir luchándola por su cuenta. “Si en verdad no te parece, lo hacemos como tú digas”, me dice Nacho desde la puerta de mi oficina, según lo planificaron en el bar cuando ya fue previsible que yo no iba a objetar nada más.
Un par de reuniones con entes gubernamentales y me voy a casa. Llego temprano y encuentro a Saúl frente al computador. Me ha cocinado el arroz cantonés que tanto me gusta, bálsamo para el ánimo y la espalda. Le digo que me iré a dormir temprano y lo dejo con sus cosas. Tomo una larga ducha caliente y escucho el grito.

          __________________________________

Una costocondritis por ansiedad es otra de esas sediciones somáticas cuando pretendes que todo está en orden, se trata de una inflamación del cartílago unido a las costillas superiores por aumento de la tensión muscular. En pocas palabras, es un dolorón en el pecho que te azota cuando intentas meter el estrés bajo la alfombra y que hace pensar al paciente, a los familiares, a los paramédicos y, por un momento, a los médicos que la persona está teniendo un infarto. Saúl lo pensó, yo lo pensé, los paramédicos lo pensaron y el cardiólogo dejó de pensarlo cuando dispuso de algunos exámenes.
—Todo indica que es eso, costocondritis, pero quiero que lo dejes hospitalizado al menos por esta noche — dijo el médico con un electro y un protocolo de laboratorio de Saúl perfectamente normales en la mano.
—Pero, fue más que dolor, se tiró al piso y pensaba que estaba muriendo, vomitó, no podía respirar.
—Esa respuesta la tienes más clara tú como psiquiatra que yo. Creo que fue un ataque de pánico contingente a la crisis de dolor. Tú lo viste, está muy agitado y no se quiere quedar aquí por nada del mundo. Tiene mucha angustia, pero hasta ahora todo se ve bien. Mañana quiero ver otros exámenes, vamos a dejarlo esta noche aquí y lo calmamos un poco.
Saúl es tan reservado, tan comedido que no me extrañaba que estuviera padeciendo alguna fuente de estrés que juzgara banal. Pero una cosa piensa la psique hierática de un obsesivo introvertido y otra su cartílago que une las costillas superiores al hueso esternón.
Regreso a casa a buscarle ropa para el día siguiente y me impresiona mucho la visión de la sala. Es la escenografía de una tragedia que no se consumó: la silla caída, vómito en el piso, el computador encendido.
Después de limpiar el suelo y levantar la silla, veo el mail abierto en la pantalla. “Caíste con los Kilos, sádico”, dice el asunto, luego unas líneas soeces apenas descifrables evolucionan a una amenaza: exigen un pago inicial de diez mil dólares o publicarán los videos que lograron jaquear. Anexan un vínculo a varios archivos, entro al primero y me siento desorientada. Parece ser nuestra cama, nuestra habitación, la mesa de noche con el vaso en el que suelo tomar las gotas de cannabis, los mil ochocientos hilos de nuestras sábanas negras contorsionándose en torno a un bulto flácido, inerte, que recibe los empujones del vientre de un hombre. Levanto la mirada hacia nuestra habitación tratando de encontrar un signo que me diga que no es la misma del video y que esa gelatina que palpita con los enviones del hombre no es mi cuerpo, pero no lo hay. Siento como si me hubiesen vaciado de vísceras, como si fuera un globo de piel flotando frente a la pantalla, escucho un ruido sordo que toma la casa, es un rumor que viene de mí, quizás el ruido de mi respiración resonando en el vacío de mi cuerpo. Con ese ritmo aletargado de cosa que flota, mi mano mueve el mouse y abre otro archivo; misma habitación, misma cama, misma mesa de noche, mismo vaso de gotas, mismo bulto muerto, otro hombre. Ya no es el flaco moreno impetuoso, este es gordo, la espalda llena de vellos largos y gruesos, brillan por el sudor. Es lento, lame la cara de la cosa en la cama y el camarógrafo le dice que no lo haga: “sólo cógela”, es la voz de Saúl. Siento náuseas y el globo que era se llena de plomo y cae al suelo.
Muchas caras me ven, caras horrendas dibujadas al claroscuro, se transforman en otros rostros, se desdibujan, se fusionan y llegan a fundirse en una mariposa con alas filosas que flota sobre mí, abre una boca profunda, negra. Se disuelve en las formas de las manchas del techo del baño en la medida en que despierto por completo. Yazco ahí boca arriba, no sé cómo llegué ni por qué. Me levanto lentamente y me lavo la cara, pienso que ha sido un sueño, pero en la sala otro video se reproduce en la pantalla, esta vez es un jovencito quien me penetra.
Me siento de nuevo frente al computador durante horas, voy logrado una inmunidad temporal a esas visualizaciones, quizá porque sólo tengo una cosa en mente, una idea que flota sobre mí como la mariposa negra. Debo guardar la calma, aparentar normalidad al regresar al hospital a dejar la ropa y mientras traigo a Saúl de vuelta. El trayecto a casa será lo más difícil ¿Cuánto es? ¿Veinte minutos? Hay unos doce videos más en lo que el chantajista llama “este adelanto que te mando”. Los veo y no siento nada. Eso es lo que hay más allá del horror absoluto: nada.
A lo largo del camino, Saúl habla mucho por primera vez en su vida, por suerte, sus palabras se hacen parte de la nada furiosa y deslumbrante que me envuelve. Finjo que mi turbación es producto del susto que me produjo su episodio. Comento en detalle las indicaciones del cardiólogo, le ruego que descanse, le digo que la casa está en orden: el piso limpio, la silla levantada, el computador apagado, la cena y la habitación confortable esperando.
Le sirvo la cena y la medicación, llamo a su socio para ponerlo al tanto de la costocondritis y decirle que no podrá ir al taller por lo que queda de la semana.
Lo acomodé en la cama de forma que pueda ver a su caja de herramientas abierta en la mesita de la habitación, cada una reluciente, como las ha dejado, listas una vez más para cortar, presionar, golpear o atravesar.
—¿Qué usabas en las gotas, Saúl? —le pregunté— imagino que algo suave y después otra droga más fuerte, ¿verdad? Yo estoy usando un neuroléptico que me ha hecho pensar mucho en que tenías razón, las dosis son importantes. Lo que estoy usando contigo puede servir para muchas cosas según la dosis. En la que te he administrado, te mantiene consciente, pero inmóvil.
Me aseguré de ajustar su mordaza, le susurré al oído “Je t’aime, Saúl, y comencé.

1 comentario

  • Es un relato muy bueno. Vale la pena, para edición hacerle tres correcciones:: 1) como si como si 2) viseras por vísceras 3,) comiencé por comencé…. felicitaciones.

Síguenos en:


Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

Los artículos más visitados: