Madre hay una
El odio de Carolina va a cumplir dieciocho años, pero parece de once; es un odio regordete, con rulos rubios y una sonrisa pequeña y estúpida que se abre paso gelatinosamente entre las dos mejillas enormes. Nunca ha hecho nada importante en su vida; al principio se paseaba por los rincones de Carolina haciendo escándalo y observando las cosas más irrelevantes, como el vestido nuevo de su compañera de trabajo o los carros de sus vecinos, hoy apenas murmura. Las madres evitamos ver a la cara a los defectos de nuestros hijos, y por eso Carolina prefería ignorarlo, limitarse a preguntarle a su jefa dónde compraba esos vestidos tan hermosos y a alabar la comodidad del carro de su vecino Antonio, quien frecuentemente la acercaba hasta la oficina. Pero también las madres sabemos cuándo algo no anda bien y hay un momento en que no nos queda otra opción sino afrontar la realidad: ¿por qué tenía esa actitud bobalicona? Quizá todo se debía a que nació en medio de la estupidez, de los chistes vacuos y crueles que acuchillan algunas adolescencias, del sentirse fea y prescindible. No parió a su odio en las heroicas circunstancias de una venganza o en la pureza moral de las convicciones contrariadas, sino en el barro de la burla soez y estúpida.
Lo que más teme Carolina es que su odio no llegue a ser nadie en la vida, y esa angustia la consume cada vez que lo ve en el balcón con la mirada lela sobre el ir y venir de sus vecinos. “Ven, Carolina, sube que te llevo al trabajo”. ¡Cuánto quisiera que su odio se atreviera a crecer, y como todo un hombrecito le dijera un no rotundo a Antonio, le callara la boca a sus hijos impecables y dejara al olor a carro nuevo flotando inútilmente en el ambiente, pero no. “Si no te importa voy a dejarlos a ellos primero en el colegio, hoy deben coordinar una exposición con sus compañeros”. Los niños de Antonio son menores que su odio, tendrán unos catorce años, pero definitivamente lucen mucho más cabales que él: sus facciones han sabido sortear la adolescencia, son angulosas y bien proporcionadas; el cabello con el grosor preciso para agitarse como plumas con los movimientos de la cabeza y luego asentarse disciplinadamente; la sonrisa generosa y la mirada vivaz. Sostienen un contrapunto en lo que parece ser alemán, su odio viaja apretujado entre ellos, embobado con esas palabras larguísimas que parecen moverse en ángulos de noventa grados. “Hoy es el cierre del pensum en alemán”, comenta Antonio con una expresión orgullosa. “Servida señora, ya llegamos”, “gracias, Antonio”, “siempre es un placer”, “tan amable”, “chao muchachos”, “Auf Wiedersehen, bis zum nächsten Mal”, “Mañana vamos a hacer comida japonesa, estás invitada”. “Maldito”, dice su odio. Carolina se detiene a ver a su odio en mitad de la acera, él la mira a los ojos con picardía y ella lo abraza emocionada.
Es penoso tener que llevar a su odio a la oficina, ¿cuánto va a poder crecer atestiguando esa burocracia rudimentaria, ese simple ejercicio de sellados y archivos? Ya se ha acostumbrado a la abogada que dirige la notaría y a Allen, su compañero que tiene veinte años ocupado en demostrar su fiabilidad masculina ante el más pequeño error procedimental que ella pueda cometer. Un odio tiene que ver mundo para crecer, saber manejarse frente a gente verdaderamente meritoria, conocer de cerca el gran éxito de los demás. ¿Qué sentido puede tener dedicarse a esos miserables?
De camino a casa, en el metro, piensa que algo cambió esa mañana y que había que actuar en consecuencia: su odio por fin había hablado con decisión, había dado su primer signo de adultez. Si algo no quiere ser es una madre sobreprotectora, sabía que había llegado el momento de que su odio dejara el nido. “Hola, Antonio me dijo que te había invitado para la cena de esta noche”, le dice Clara, la esposa de Antonio mientras esperan el ascensor de su edificio. Se trata de una mujer alta y elegante trajeada como una ejecutiva, puede adivinarse un laptop en su maletín de cuero, “claro, amiga, iré sin falta, gracias”.
Vestir demasiado formal para la ocasión la haría ver como una estúpida y no sabe llevar elegantemente la informalidad. Piensa en ello frente a su breve closet cuando escucha a su odio: “que se jodan”. Ríe encantada con la ocurrencia, pero luego se da cuenta de que esto confirma lo que ha venido pensando. Es hora de cumplir con el deber de madre, despegarse con toda la abnegación y generosidad del caso. Busca aprobación en el retrato de la suya, en sus ojos estáticos y exaltados que parpadeaban febrilmente cada vez que sentía mala intención en el otro, es decir casi todo el tiempo. Es que esos eran unos ojos que sí sabían ver la maldad y estar alertas para atacar primero, para decir cuatro cosas a tiempo y poner a la gente en su lugar. Pagó el precio de la soledad, sí, pero su orgullo se fue impecable a la tumba. Mujer con guáramo que supo criar a su hija en ausencia de padre, un militar siempre asignado a zonas remotas. Siente que su madre coincide con ella, así que va a la cómoda donde guarda los recuerdos de su papá, toma lo que necesita y se viste para la ocasión, “que se jodan”.
La velada transcurre tal como lo imaginó: afabilidad, corrección y encanto. Los niños son particularmente diestros en el manejo de los palillos y el sushi es delicioso. La esposa de Antonio comenta la oportunidad en la que lograron comer en el restaurant de Jiro Ono y anuncia que ha preparado un postre que le fue ensañado en Tokio. “Antonio, en verdad muchas gracias por la invitación, todo ha estado excelente”, agradece Carlina a su anfitrión, coloca los palillos cuidadosamente en el borde del plato, perfectamente paralelos, luego pone una bala en la frente de su esposa y le descarga a él cuatro más.
Carolina se levanta de la mesa y abraza fuertemente a su odio, luego lo separa de su cuerpo, le señala a los dos hijos de Antonio que la miran aterrorizados y le dice: “Ve con ellos, hijo”.