Me gusta el silencio, es una forma de felicidad para mí y por eso me cuesta mucho disimular mi enojo cuando alguien lo interrumpe mientras leo, escribo, veo alguna película o simplemente pienso. Con los años he aprendido a contenerme y la rabia ante la perturbación choca contra mis dientes contraídos sin asomarse al mundo, un gesto que sólo Claudia sabe detectar. Pero este culto al silencio nada más me ha servido para hacerme proclive a escuchar aun los ruidos más tenues e irritarme en consecuencia. Por eso sentí su presencia por primera vez: un ruidito en el gabinete, luego una sombra, un movimiento entre las ollas rematado con una especie de golpe de látigo, algo lo suficientemente rápido y tenue como para que dudase de mi percepción. En todo caso, el sonido del timbre sacó mi mente de aquello y actuó como el desencadenante usual del acto automático de abrir la puerta sin pensar en la conveniencia de hacerlo. Quizá si no existiera el pasillito con puerta de reja al final y la sensación de seguridad que me transmite, me habría acostumbrado a cierta deliberación al momento de abrirla, y podría evitar que todos los domingos me sorprendieran los testigos de Jehová. El muchacho siempre al frente, un chico con una sonrisa esperanzada y un ímpetu saltarín que anima cada gesto, una especie de brinquito muy leve que acompaña los movimientos de sus manos y sus cambios de expresión. La pregunta “¿Quiere escuchar la palabra?” suele involucrar un movimiento de manos, una sonrisa, una ladeadita de cabeza y una subida de cejas: cuatro brinquitos en total. Lo escoltan las mismas dos señoras de siempre, hechas todas faldas largas y zapatos planos horrorosos; al fondo Clara, mi vecina de en frente. Es la única que me mira con odio cuando me niego a escuchar la palabra con una sonrisa estúpida y un “graaaacias, hasta luego” que se extiende por todo el pasillito y lo empalaga.
“Y ustedes sooooon…Ah, amigas, claro. Sí, ahora uno tiene que compartir los alquileres. ¡Estos costos están imposibles!”, nos dijo cuando tocó a la puerta para darnos la bienvenida al vecindario y obsequiarnos una especie de torta de pan oscura y resinosa. Claudia y yo jamás ocultamos nuestra condición de esposas, pero había algo en Clara, o más bien en su torta sudorosa, que me transmitía la impostergable necesidad de evitar cualquier tema de conversación y terminar el encuentro lo antes posible. La torta del César, no sólo ha de ser torta, sino también parecerlo, y las tortas pasmadas no parecen tortas; hay algo de mezquindad en ellas, de dulce acomplejado y quizá malavenido, de subtorta. Desde el momento de ese saludo inicial con la torta-caballo de Troya, Clara repta entre los arbustos de su casa oteando la nuestra y persignándose. Cuando Claudia o yo la sorprendemos, sus piececitos se alborotan en el estrecho claustro del faldón y desaparece como una bola de pinball rebotando entre los arbustos de su jardín, igual que el ratón cuando lo vi por segunda vez en el gabinete y lo pude identificar como tal.
En realidad, no temo a los ratones (Claudia sí, y cumple religiosamente los tópicos de escalada a sillas o mesas cuando sospecha que hay uno cerca), mi manía es otra: la posibilidad de una falla en la higiene me descompensa emocionalmente. Pensar en esa mácula errante contaminado platos, cubiertos, ollas y trayendo pestes decimonónicas a mi mesada de mármol me quitó el sueño la noche del segundo avistamiento. ¿Cómo una criatura tan insignificante podía contrariar de esa manera la vida hogareña? Lo mismo me pregunto acerca de Clara, tan delgadita y pequeña, tan atornillada a su jardín, salvo en los domingos que pasea por el barrio con los otros Testigos de Jehová, pero tan capaz de una maledicencia disciplinada y minuciosa. No tengo duda de que haya sembrado una escandalosa biografía no oficial y de mí y de Claudia en los alrededores. Ratones y Claras pueden esparcir contaminaciones mortales.
Claudia y yo debatimos durante una hora sobre la forma de deshacernos del o los ratones. Inicialmente los compadecimos y pesamos en comprar trampas que los atrapan en lugar de matarlos, pero ¿quién se atrevería a recogerlas?, ¿dónde llevarlos?, ¿alguna estaría dispuesta a transportar un cargamento de roedores vivos en la parte trasera del carro hasta un lugar muy lejano y luego liberarlos? Debían morir, y lo mejor es que fuera a manos de un profesional.
Esa tarde abrí la puerta muy racionalmente, muy a la espera del exterminador. El sol encandilaba tras la puerta de reja, una silueta alargada y flaca se recortaba del haz luminoso. “Exterminador”, murmuró el hombre. Al entrar a la sala aspiró profundamente, sostuvo el aire unos segundos, me vio a los ojos y me dijo: “Son varios”. Era inexpresivo y de movimientos lentos, un rostro lleno de ángulos bruscos con pómulos sobresalientes, ojos negros rasgados y nariz aguileña asentada sobre un bigotillo. Caminó con pasos amplios, apoyándose con firmeza en los talones para luego pisar con el arco hasta impulsarse de nuevo con la punta del pie. Llevaba atados al cinturón algunos objetos metálicos que tintineaban en el silencio de la casa.
- ¿Lo vio en la cocina? —preguntó sin mirarme.
- Sí
- Sí, —dijo al entrar a la cocina— aquí se huele más. ¿Ve la marcha negra continua en la pared de la mesada? Son sus rastros, corren siempre pegados a las paredes. ¿Se le informó del precio?
- Sí, estoy de acuerdo, siempre que los eliminen ya.
- No. —dijo secamente.
- ¿Cómo no?
- No es posible. Estos animales no sólo saben esconderse y observarnos sin ser vistos, además se cuidan muy bien. Si uso un veneno inmediato, uno morirá en el acto, claro, pero los demás sabrán que se trata de un veneno y lo evitarán. Es necesario usar químicos de acción retardada, la muerte debe llegarles sin que se den cuenta, deben vivir su vida normal, sin que nada cambie en su rutina. Durante tres semanas se comerán todo el veneno pensando que no hay riesgos, en la cuarta morirán.
Comprendí que tenía frente a mí a un artista de la muerte y que no hay mucha diferencia en la técnica de matar ratas y, por ejemplo, el homicidio con pequeñas dosis de arsénico. Solo el tipo de veneno debe variar.
- Yo había pensado al principio en capturarlos vivos, por piedad —dije para evitar la incomodidad del silencio que parecía hacer crecer la presencia de este hombre en nuestra casa.
- Los ratones no saben lo que es la piedad, primero porque son ratones, segundo porque si fueran humanos no la tendrían; su único interés sería dañar, desgastar cualquier cosa hasta destruirla. Lo mejor es matarlos. Este veneno les retira la vitamina K y se van secando, mueren sin dejar olor.
Por alguna razón volví a pensar en Clara, que seguramente oteaba desde su jardín, ¿cómo fue que su vida se fue secando? Su presencia también debe de ser inodora, además de obviamente insípida, aunque sin duda, destructiva.
El exterminador comenzó a vaciar la enorme mochila que había traído y en un cuadrado imaginario que había dispuesto en la mesa ordenó cuidadosamente saquitos de veneno, varias trampas para ponerlo en su interior, guantes, tapabocas industrial y una libreta de anotaciones. Matar también es cuestión de método. ¿Quién podría ser este Lee Van Cleef del exterminio de roedores si se hubiese dedicado a poner fin a humanos inconvenientes? ¿Agripina, la madre de Nerón? ¿Algún Borgia? ¿En realidad habría diferencia en su oficio? Recuerdo mis abortados estudios de psicología y los videos de B.F. Skinner, aquel señor de traje y corbata negra que bien podría haber estado filmando un comercial de Camel de la época, pero que estaba explicando cómo el adecuado manejo de un arsenal de jaulas, luces, instrumentos de medición, corrientazos y bocadillos eran capaces homologar la existencia humana a la vida ratonil. ¡Pensar que abandoné la carrera y me fui a Letras por el repelús que los principios su análisis experimental de la conducta me ocasionaron! Ahora este otro hombre sencillo y sistemático, esta máquina de matar una y otra vez, ha propiciado la epifanía que me hace entender mi tonto romanticismo que aquellos años y que, en efecto, hay pocas diferencias entre estas especies que comparten la voracidad, la cobardía, el tumulto, la facultad de aprender y la de dañar.
- Regresaré en cuatro semanas, para revisar las cajas de cebo, sustituirlos, desinfectar y aplicar un repelente— dijo lacónico Sabata. Le pagué y lo acompañé hasta la puerta de rejas.
- Vendré en cuatro semanas, reiteró él. —Me despedí del exterminador del que tanto había aprendido y saludé a Clara, que husmeaba desde su jardín. Voy a invitarla a tomar café en casa. Varias veces…que sea una rutina.