📓EVALUACIÓN DE INCAPACIDAD RESIDUAL*

*Este relato es en realidad una historia clínica del doctor Plutarco Fernández Fernández, Jefe del Departamento de Psiquiatría del Hospital Central. La misma al parecer fue sustraída por su hijo Plutarco Junior, quien la modifica y ficciona a su antojo. Esta que ofrecemos, es una de las cinco versiones que realizó. Una la conserva su ex novia Julietta Pacifici, tres están perdidas y la que ofrecemos es de mi propiedad. 

EL OFICIO

Brilla la matrícula de afiliado en sus dos bordes: A9-5463. Estalla de alegría, brinca la verja de madera y corre por un callejón polvoriento del barrio Ziruma, cruza por la bodega Mi Suplicio y emprende una veloz carrera hacia la placita que está al borde de la prefectura, donde un busto de Rómulo Gallegos de cemento y pintado de verde suele presidir las pláticas de los vecinos. Comienza a gritar el protocolo médico donde asentado quedó en Courier news el diagnóstico y el nombre con que era conocido: Depresión endógena.  

Los vecinos asombrados ante esta inusual actitud de Casandra Sarahí Palmar de Pacifici, no logran entender este hecho extraordinario de la intachable vecina, ejemplo de moderación y de excelentes dotes ciudadanas. Van acercándose a la plaza, como si de un líder comunal se tratara. Sonríe llena de felicidad Matilde Espinoza de Espinoza, quien siempre quiso ser de Pacifici. En su regocijo observa a su rival, ahora víctima de las circunstancias y ve en el gesto materia para conformar el brollo amorfo que persiste. Casandra saca un oficio del IPASME y radiante de felicidad comienza a leerlo a los atónitos vecinos: 

Etiología: Multifactorial.

Diagnóstico: Depresión endógena.

Tratamiento: Psicofármacos-psicoterapia.

Recomendación final: Incapacidad total y permanente.

-Óigase bien: incapacidad total y permanente. O sea, en pocas palabras, que no trabajo más. ¡Ve qué molleja! No te llevo nada Matildita –hace swing con sus dos manos.

Ahora acerca el oficio a los nebulosos ojos de Eligio González.

-¿Qué dice aquí, viejo? –le dice.

No lo deja leer, es mucha su impaciencia y ansiedad. Así que comienza a releerlo saboreando cada una de sus palabras, de modo que cuando llega al vocablo cumbre: IN CA PA CI TA DA, se detiene en cada silaba con un gesto especial: ora se mueve en puntillas como una bailarina de ballet, ora lanza un strikeout imaginario, y cuando llega a la última silaba, hace como suelen hacer los muchachos con sus dos brazos, para significar que se han cogido a una muchacha y le agrega un sonido de trompetica que emana de sus encogidos labios.

Dos risas se funden en la plaza bajo la atenta mirada de Gallegos, la de Matilde en su venganza y la de Casandra en su espera y juntas manosean la tarde, una tarde que nada dice en su tránsito. Es una tarde plúmbea y soñolienta que solo deja ver una hoja que cae, receptora de los sueños inconclusos del lugar, menos los de Casandra Sarahí Palmar de Pacifici, quien ahora tiene en su hoja de vida una nueva semantización: Incapacitada. 

LOS HECHOS

No pretendemos disculpar a Casandra, pero los hechos acaecidos quizá tengan una justificación. El caso de mantener aún después de divorciada el apellido de su ex esposo, es algo que tal vez nos pueda arrojar alguna luz sobre la recurrente insatisfacción que suponía para ella dar clases en una unidad educativa del Ministerio de Educación. Mientras estuvo casada era una hacendosa ama de casa, pero cuando su marido la abandonó, debió dejar sus faenas hogareñas para ganarse la vida. Ese asunto europeo que como codas mantenía a su apellido Palmar, quizá para reducir a sus ancestros guajiros, o tal vez como aspiración a algo mejor, fue un asunto que nunca se evaluó del todo. Por otro lado, aquellas aulas desconchadas y sucias, aquellos alumnos sin educación y modales, aquel cafetín sin ventilación, y por último, aquellos pasillos por donde solo se paseaba la desolación y el chisme de sus colegas, eran causa suficientes para desear obtener una suspensión permanente.

Despierta a su hija Julietta, quien ya comienza a ser el centro de chacotas en el liceo. “La hija de la loca” es el murmullo que la suele acompañar por los pasillos de la U.E José Ramón Yépez. El privilegio que significaba antes, ser la hija de una profesora de la institución, ahora se diluye en una mirada llena de sorna. El cuchicheo constante raya las notas del Himno Nacional, cuando suelen estar en formación los lunes cívicos. Entretanto los baños graffiteados pronuncian el nombre de su madre, al compás del orine nauseabundo. 

-Los alumnos son muy brolleros –dice su madre-, no hagas caso mijita.

Sin embargo, esa mañana Casandra se sorprendió un poco, al vaciarse en la cabeza un vaso de agua, ante el reclamo de su hija de no tenerle planchado el uniforme escolar. Su hija también se sorprendió, pero luego comenzó a reírse, pues pensaba que era una broma de su madre. Ésta aprovechó esta circunstancia de inmediato para salir del atolladero en que se encontraba y comenzó a reírse con ella. Pero muy adentro de su ser comenzaba a expresarse una inquietud. Se preguntaba si en realidad se estaba volviendo loca de tanto parecerlo, ya que esta cuestión del vaso de agua fue algo que ella no planificó, a diferencia de su hija, que creía que lo había hecho por guasa. En su conciencia comenzaba a operar la duda. Pensó en lo delicado que iba tornándose todo este asunto de fingir que estaba loca. Pensaba en Hamlet. ¿Lo estaría o lo parecía? 

¡Parece, señora! ¡No; es! ¡Yo no sé parecer! No es solo mi negro manto, buena madre, ni el obligado traje de riguroso luto, ni los vaporosos suspiros de un aliento ahogado. No, ni el raudal desbordante de los ojos, ni la expresión abatida del semblante, junto con todas las formas, modos y exteriorizaciones del dolor, lo que pueda indicar mi estado de ánimo…

Quizá lo parecía en un principio, para luego terminar siéndolo. El final de aquella tragedia comenzó a inquietarla. Ahora mismo se miraba y no sabía si estaba cuerda. Dudaba de su estado y de esa mirada vidriosa, que reflejaba una mirada que ya no era la suya. Pensaba si en verdad se estaba volviendo loca, de tanto parecerlo, ya que el querer estar en el estado de las nieblas, en el mundo glaciar de los pálidos reflejos, era un riesgo áspero y difícil de sortear. Sentía infinidad de voces que la visitaban, cartografías nunca vistas, gente goyesca reunidas en el patio de su casa. Se estremece y diluye estos pensamientos sacudiendo su cabeza. 

Piensa en lo que hará en el liceo para obtener el codiciado informe que la declare incapacitada. Vuelve a la cocina y prepara el desayuno, con aquella actitud europea que le dejó su marido. Evalúa los resultados de su locaina actitud. Lleva más de un año buscando unos resultados que se le tornan esquivos, pero harta como está de la recurrencia de lo nauseabundo, no piensa retroceder un ápice. 

Ahora recoge una ropa sucia, entre ellas una pantaleta humedecida de la noche anterior, se le ocurre algo con ella y piensa en su sexo suspendido, que engulle la noche en constantes bostezos de insatisfacción. Su cuerpo es ahora un asordinado temblor que muerde sábanas y fundas. Deja estos pensamientos y piensa en el día que apenas comienza y en el despropósito que le resulta ir diariamente a la U.E José Ramón Yépez, donde todos los días debe encontrarse con la recurrente vacuidad del fracaso. Ahora se ríe ante el recuerdo que arroja su última travesura y con ella la cara de asombro de sus alumnos.

LAS CLASES

¿Acaso estén locos mis colegas sin saberlo? Eso de repetir diariamente un concepto e irlo coreando diariamente de una sección a otra. ¿No es una locura acaso? Jalonar los años en el ventisquero del tiempo, desgarrándolos de acciones y vaciarlos de significados y contenidos, como no sea el que otorga una jubilación después de 25 años de servicio. ¿No es un acto desquiciante? Esto pensaba Casandra cuando franqueaba la puerta de noveno “C”. Se sonríe al entrar al aula e inmediatamente le espeta a los alumnos:

-Hoy vamos a ver el acento –les dice.

-Profesora, ¿Objetivo, número…? –pregunta Harris Velandia.

Y siente la desazón, el desaliento, la interrupción como fórmula aprendida cada vez que va a comenzar con sus clases.

-Objetivo número 38.567 mil con dos décimas de putuplún, ¿Te parece? –le dice.

Todos se miran, no saben si copiarlo o ignorarlo.

-¿Profesora, Maracaibo? –dice Leysimar Ramos.

-No, si queréis, pones Hannover o Venecia y así te imaginas que estás en una ciudad de verdad y no en esta trama climática que nos circunda. No sé chica, tal vez Salamanca y así pensáis que estás en la Casa Consistorial al pie del churrigueresco y no en este desarreglo del barroco. 

Se miran unos a otros con asombro y algunos se sonríen conteniendo la risa, pero Casandra lo dice con tal seriedad que la mayoría obedecen y anotan lo que acaba de decir.

-La razón es una sinrazón que se construye en razón de una apariencia que la mayoría asume como verdad, es decir, con tan solo enunciarla, se categoriza como verdad. Los otros, los de siempre, es decir, ustedes, la aceptan como tal. Ese es el concepto del acento –les dice.

-Profesora –se levanta Baldovino Sánchez- En séptimo nos habían dicho, que era la máxima elevación de la voz en una palabra.

-Eso era en séptimo, estamos en noveno, los conceptos cambian. Además chico, en el enunciado que acabo de dictar hay bastante elevación de voz ¿o no? –le dice.

Ahora se para y da dos salticos de rana y se vuelve a sentar. Saca sus cosméticos y comienza a pintarse la boca, pero de tal forma, que sobrepasa a propósito los bordes de sus labios, de modo que parece un payaso. Luego les dice: dictado, pero cuando va a comenzar, se marcha, dejando una estela de comentarios en el aula de clase. Con su inusual boquita pintada, deja una ristra de comentarios en el salón de profesores y en los pasillos de la institución. Una polifonía de voces susurrantes se dan la mano para establecer un veredicto unánime:

-La profesora Casandra perdió la chaveta –el brollo.

Claro, el veredicto asegura que es la falta de macho lo que la tiene trastornada, ella en el fondo sabe que no hay tal cosa, sus razones son el sopor de lo cotidiano, la eterna mediocridad y la recurrencia del fracaso que se agolpa en las caras de sus colegas, caras de diplomas a los veinte años de servicios, caras de conversaciones que concluyen, con la consabida insinuación sexual de algún profesor con mal aliento. Ella trama no ser Casandra, trama un mantra oculto en su simbólico nombre, una burbuja soterrada, como un hecho capaz de declararla incapacitada. 

Su hija Julietta toma el desayuno y piensa en las razones de su madre para querer parecer loca, quizá sean las mismas para dejar de ser Palmar y mantener el Pacifici, que le sabe a cantón suizo, a propósito europeo poblado de distancia. Se asombra de repetir las mismas conductas de su madre y piensa en Luca Rossi, entiende al italianito como el amor, como el anuncio del porvenir, cuando mueve su cuerpo con aquel desenfado que tenía su padre cuando era un zumbido de voces, pero el amor a esa edad seca la garganta y la convierte en una radiante avidez. Su cuerpo es una ciudad abandonada, dispuesta a recibir el ventisquero de la eternidad, licor del deseo derramado por algún dios impúdico. Ella es tan solo un pedazo de inocencia, dispuesta a comprometer aún más la deteriorada salud mental de su progenitora, que nada sabe de los pensamientos del deseo que se le cruzan a su hija cuando la despide con un beso. 

EL BUSTO DEL POETA

Aquella pantaleta blanca en la cabeza del busto del poeta José Ramón Yépez, era algo que el director del plantel Teófilo Celis no estaba dispuesto a tolerar. Esta vez los estudiantes habían ido demasiado lejos con sus bromas y chácharas, así que reunió a todo el tren directivo, para establecer una sanción que acabara por siempre con este tipo de bromas pesadas. 

Aquello era sin duda, el más grande desafío a que hubiera sido sometida la poesía nativista en muchos años. Desafío de dobles proporciones: primero, por la osadía del gesto; colocarle a aquella pieza de mármol de Carrara, esa pantaleta blanca que parecía insinuar en su sensualidad la sexualidad contenida de aquel poeta, que emergía junto con las brumosas y bravías olas del conjunto escultórico y en segundo lugar, encontrar a los delincuentes de tamaña aberración. Uno de los descendientes del poeta Yépez, exigió la expulsión de los culpables de tan bochornoso acto. De modo, que estaban todos reunidos alrededor del pedestal de tan insigne vate.  

-Es que los estudiantes de hoy en día ya no son los mismos –se atrevió a decir el portero.

-Es que no hay derecho –la aseadora María Crespo.

Todas las autoridades del plantel confluían allí, alrededor del busto de aquel prócer cívico. Su mirada clausurada por los encajes de seda de aquella pantaleta, no miraba ahora a los alumnos entrar por el pasillo principal de aquel liceo. Una “niebla” de encajes de seda tapaba sus ojos, niebla ésta, que venía a confirmar su creación poética Niebla, la cual era una especie de interludio entre las Doloras de Campoamores y las Rimas de Bécquer. Fue entonces cuando el profesor de Castellano y Literatura, licenciado Alirio Ruidiaz, hizo aquella magnifica apología de la obra del insigne bardo zuliano, quien con aquel injurioso pantaletazo en su rostro, parecía confirmar la hostilidad e incomprensión de la cual siempre fue objeto. 

Las autoridades allí reunidas, entraron luego en una absurda discusión que los alejó del affaire de la pantaleta. Celis afirmaba que Yépez se había suicidado producto de un desengaño amoroso, en tanto el licenciado Alirio aseguraba que fue golpeado accidentalmente en la cabeza y que debido a esto cayó al lago. Al parecer alguien leyó un poema que se refería al lago, desde luego. 

Así permanecieron por un buen tiempo, reunidos alrededor del busto del egregio vate, exigiendo a los alumnos la entrega del culpable de aquel injurioso acto. Algunos profesores ofrecían puntos en sus respectivas materias, si delataban al delincuente de tan bochornoso hecho. Pero nadie sabía quién era el autor material de aquel hecho censurable. Los estudiantes más indisciplinados se miraban unos a otros preguntándose con la mirada. ¿Acaso fuiste tú? Yo me preguntaba: ¿Sería Neiker Salas? Quien tenía la costumbre de detonar tumbarranchos en los baños del liceo. O tal vez, Yampier Ortigoza, quien en cierta ocasión había colocado en la entrada del liceo, una toalla femenina con salsa de tomate. Esto pensaba, cuando de pronto emergió del grupo escultórico, como si de una nereida se tratara, la profesora Casandra Sarahí Palmar de Pacifici, y con una tranquilidad y donaire de diosa marina, se subió al pedestal, agarró la pantaleta, se subió la falda, se la puso y se marchó.

EL MONÓLOGO DEL BEDEL

-Por cierto ¿Por qué ese afán de usted de conocer esos hechos? (Pausa) ¿Es usted acaso periodista? Pues mire…en mi humilde opinión, no estaba loca. Sí como lo oye, no estaba loca, se hacía, ya usted sabe, todos nos hacemos. (Transición) ¿Sabe? Voy a confesarle algo que muy poca gente sabe. (En tono confidencial) La profesora Casandra era la única mujer que he conocido en mi vida que jugaba a los caballos de carrera, como lo oye mi amigo. Ya sé que es inverosímil, pero ya sabe usted que toda nuestra existencia es inverosímil ¿O no? (a sottovoce) ¿Podrá usted imaginar una mujer con la Gaceta Hípica bajo el brazo? Sí, ya sé que es difícil, pero ella era una redomada fanática de las carreras de caballos, lo que se suele llamar en el argot, una hípica. ¿Cómo dice? ¿Qué porqué estoy tan seguro de que no estaba loca? (Pausa, prende un cigarro) Pues muy simple. La última vez que estuvo por aquí, buscando el boletín de su hija Julietta, me dio un dato para la quinta carrera del programa dominical. Me dijo: “Juégate a Sweet Secret”. Así lo hice. Le jugué a ganador y gané. Como usted comprenderá, una persona loca nada sabría de caballos. Ella conocía los hándicaps, las estadísticas, el historial de carreras, en fin, conocía al dedillo todo lo relacionado al mundo de la hípica, estaba completamente cuerda y lo demostraba aportándome datos para las carreras. El techito de platabanda que ahora tiene mi vivienda es testigo de esto. Siempre que algún profesor de la institución me toca el tema de la profesora Casandra, les suelo decir: “La locura está en el techo de platabanda que ahora tiene mi vivienda o tal vez la cordura”, y me dejan casi siempre, pues presiente que yo al igual que ella me estoy volviendo loco. 

UN FRAGMENTO DE FICCIÓN DE PLUTARCO JUNIOR

Se aferra a la cerca de ciclón del vetusto liceo, que estalla en la plúmbea tarde como una obediente vasija de barro. Pide que la dejen entrar, pero hay ordenes de abordo: “La profesora Casandra está loca, no la dejen entrar”. El vigilante de la institución muestra el oficio A9-5463. Casandra se asombra y ríe, lo cual confirma en el vigilante la decisión tomada por las autoridades del plantel. “No tiene caso explicarle al vigilante, él solo cumple órdenes” piensa Casandra.

“¿Cómo fue que me quedé loca?” Piensa en un instante, pero luego recapacita: “¡Qué bien que los engañé, pero que caro me lo están cobrando!” (…) todo esto es realmente apariencia, pues son cosas que el hombre puede fingir, pero lo que dentro de mí siento, sobrepuja a todas las exterioridades, que no vienen a ser atavíos y galas del dolor.

-¿Cómo convencerlos de que no estoy loca y que necesito retirar el boletín de mi hija? –dice mordiéndose los labios.

Jugó con los moradores del lugar común, con el extravío de la razón, con la paciencia del desamparo, jugó con la sombra de los escasos días. “¿Cómo vestirme de murmullo?”, “¿Cómo convencer a esta fiesta de sordos de que no estoy loca?”

***

Hay quienes la han visto deambulando por los alrededores del liceo José Ramón Yépez, dicen que, con el rostro desencajado y una risa torva, que parece una mueca delirante del camino, donde habita la ráfaga apremiante del abandono. Su nombre crece, se fortifica con hechos improbables, pero ella permanece muda, al calor de una hirsuta memoria, donde fraguados quedaron sus años en el magisterio. Dicen que se sienta a conversar con Rafito, el viejo bedel del colegio, quien por cierto, es el único que asegura que no está loca, pero ya muy poca gente le hace caso al viejo bedel del liceo Yépez.

-¡Yo no estoy loca! –le grita al vigilante.

Pero éste nada dice, tan solo saca una resolución que dice: “Evaluación de Incapacidad Residual”, donde expresada quedó en Courier News su condena. 

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