—Murió de amor, no hay ninguna duda.
Perplejo miraba el joven estudiante a su profesor y maestro de anatomía, ante la sentencia invariable de la primera impresión, que arrojaba el cadáver que se disponía a diseccionar. El cuerpo inerte aún no recibía el brillo del bisturí y el profesor Negrette, con tan sólo una mirada, se atrevía a dar un resultado que estaba consolidado por 33 años de trabajo en la unidad de Anatomía Patológica del Hospital Universitario. Sin embargo, el joven estudiante esperaba otra frase que hiciera risible la primera o que la desmintiera, pero nada, la seguridad y seriedad de Negrette le auguraban que algo nuevo debía aprender aquella tarde.
—Los cadáveres hablan bachiller, y este es un parlanchín.
Sin embargo, el cuerpo allí rendido no tenía golpes, hematomas, ni rastros de sangre, ni heridas punzo-penetrantes. ¿Cómo entonces puede decir algo este cadáver, si no hay indicios? —pensaba el bachiller Molina.
—Las heridas son intangibles —sonreía Negrette.
Había cambiado sin duda, el viejo profesor. Ya no era el mismo, ahora hablaba con los cadáveres, diseccionaba al compás de la música barroca, escribía sentencias, epigramas y poemas sobre los cadáveres, se reía con ellos y hasta les gastaba bromas pesadas. Pero aún conservaba el respeto de sus colegas y estudiantes. Todos lo justificaban asegurando que era una eminencia y bien podían tolerarle sus locuras y manías. Creaba “naturalezas muertas” en el pabellón de autopsias, colocando sobre las camillas metálicas frascos de formol, martillos, cinceles, agrupados con guantes y alguna que otra bata blanca ensangrentada. Luego observaba el conjunto, sonreía, lo deshacía y volvía a crear otro, esta vez con nuevos elementos.
—Hay que complacer al detective Pantoja, así que manos a la obra bachiller.
Brandenburgische Konzerte No. 1-3
Allegro
Pulsa play y brota la música, que iguala con sus notas la tarde que se antoja lenta, lívida y pegajosa. Su mano dirigida por el bisturí escoge el corte “Y”. Avanza el metal frío, desde las articulaciones acromio claviculares hasta la línea media del esternón y desde aquí hasta la sínfisis del pubis. Observa Molina la destreza y pericia, mientras Negrette recita algunos versos de Aquiles ante el cadáver de Patroclo. ¡Hermosa piel que se pudre sin remedio! Levanta el tejido celular subcutáneo y el joven estudiante, guiado por su maestro secciona los músculos del piso de la boca, extrae las glándulas submaxilares, llega a la cavidad oral, fracciona la lengua y corta el paladar blando en su unión con el paladar duro. Llora Aquiles y unta en aceite el cuerpo de su amigo, despliegue viril que se reduce, mientras una tea brillantísima anuncia el duelo. Bajan hacia el tórax, hasta visualizar los músculos intercostales y las costillas, secciona éstas últimas con el costótomo y se funden en un abrazo Bach en su inicio y el cuerpo de Patroclo al ritmo del formol que reduce en su olor la certeza de la vida.
—¿Sabías que Aquiles y Patroclo eran amantes?
Se extraña Molina y mueve la cabeza, al tiempo que documenta la presencia de líquido en las cavidades pleurales y pericárdicas. Explora los órganos toráxicos in situ y descarta con una fruición de sus labios anomalías congénitas. A medida que avanzan parece confirmarse la impresión primera de Negrette, se maravilla Molina y piensa en Pietro D’ Argelata, quien no encontró nada al realizar la autopsia del Papa Alejandro VI en 1410, a pesar de que éste murió de forma súbita y misteriosa en Bolonia. Rivaliza con la sonrisa de Negrette, que en su suntuosidad pareciera estar por encima de los hechos y las cosas.
Avanzan los metales y dan paso a los instrumentos de cuerda, quienes plácidamente penetran las cavidades internas. Aquiles besa la blonda cabellera del amado y Negrette coloca la cabeza en un ángulo de 90° del cuerpo, realiza una incisión de la piel cabelluda de una apófisis mastoide a otra, hasta llegar al hueso. Todo es pericia y conocimiento en su trabajo, viaja al ritmo del allegro.
—El viaje es un elemento principalísimo de la épica. ¿Quién no diría que esto es un viaje Molina?
Le alcanza a su maestro la sierra de Stryker y éste efectúa una laminectomía, y se completa de esta forma la separación de la apófisis espinal con cincel y martillo. Brillan los ojos de Negrette y sonríe, porque ha concluido al unísono del primer movimiento (allegro) de Bach.
—Debería leer La Ilíada, bachiller… Su sentido épico le hará entender la necesidad de la muerte.
—Profesor… -toma bríos Molina. ¿Cómo pudo saber sin abrirlo que sería una autopsia blanca?
—Eso nunca se sabe Molina… se presiente. Sumerge el encéfalo en una cubeta con formol al 10%. Voy al cafetín, certifica autopsia blanca, supongo que no le agradará a Pantoja, nuestro amigo al parecer era un azote de barrio. Su alma, por su prontuario, no ha debido dejar el cuerpo de manera natural, pero esas cosas pasan —le dice.
Se marcha con ímpetu Negrette y se arrastra el último aliento de sol, que pasa por la médula seccionada, hasta que en un énfasis impresionista baña la duramadre. Se ilumina el instrumental quirúrgico ensangrentado y se asusta un poco Molina, porque comienza a ver belleza en el conjunto de objetos y el cadáver así dispuesto. Disipa su mente, hace un esfuerzo y vacía ese pensamiento, cobra sentido aquella frase de Shakespeare, piensa en el nombre que le daba vida a ese cadáver y decide investigar las causas en el barrio donde vivía.
Adagio
El barrio Ziruma está signado por la pluralidad de la lengua. Camina Molina por las calles de arena y voces guajiras se dan la mano con el español, en los juegos de los niños, que aprovechan los últimos destellos de una tarde mortecina. Pregunta por el occiso, se extraña la gente y le señalan: calle 14, casa de rejas verdes, no tiene nombre ni número. Hilaria se llama la mujer de Luis Antúnez, alias el Pitufo. No llora Hilaria, le arrima un taburete de madera con patas forradas con tripas de caucho. Se extraña la mujer del Pitufo.
—Yo me hacía la idea de que usted era policía —le dice la mujer.
Un enjambre de moscas se pelean por tomar el rostro de Hilaria, ésta las aparta a manotazos. Escruta el rostro Molina e intenta ver en él lo que fue el Pitufo, indaga en las noches, en los días de la pareja, pero su pensamiento no es capaz de revelar lo que la autopsia señala. Piensa en Bonifacio VIII (De Sepulturis) y se siente excomulgado. Quiere recorrer el cuerpo de Hilaria y encontrar la causa de la muerte. Sus ojos iluminan el pocillo de peltre con café que le tiende la mujer, mira hacia el fondo de la vivienda, ve dos niños en la tierra comiendo algunas sobras; no sabe si tomar el café o dejarlo. Sopesa la frase de Negrette y la pondera: “Todo conocimiento viene dado por un viaje”. Se sorprende de estar allí.
—Lo revolvieron todo… pase usted —le dice Hilaria.
Observa Molina la cama desvencijada, unos cajones rotos, ropa tirada en el piso, una mesita de noche hecha pedazos, fotos, cuadernos, en fin, la dureza de Pantoja en la búsqueda de evidencias.
—¿Qué busca usted? —le pregunta Hilaria.
—En realidad, un presentimiento.
Comienza a mirarlo con extrañeza la mujer del Pitufo. Los detectives buscaban cosas tangibles, se habían llevado un revólver, una navaja pico e’ loro y 15 pitillos de cocaína. Pero este jovencito inexpresivo comenzaba a incomodar a la mujer. ¿Cómo se puede buscar un presentimiento? -pensaba la mujer-. Algo no debe andar bien en la cabeza de este muchacho. Siente un leve escalofrío ante la presencia de una mosca que tropieza con la palma de su mano, la siente fría y esponjosa. Se sacude la mujer, como nunca se sacudió ante los hechos del Pitufo.
—No sé qué busca, los policías se llevaron todo. Tan sólo dejaron su cuaderno de poesías; no les interesó.
—¿Puedo verlo?
—Claro… y si quiere se lo lleva.
Se marcha Molina y se detiene en la esquina del barrio. Pide un cepillao de menta y verdes morfemas inquieren al vendedor de raspaos.
-Tremendo malandro, su trabajo oficial era de plomero, pero eso era un parapeto, una fachada, ¿me entiende? Pero, qué cosa, ¿no? Con todo y lo bravo que era, su mujer lo volteaba.
Sale Molina del barrio, acompañado de la sexta vocal guajira, que pronuncian las mujeres agarradas de las cercas de sus casas, y las pintan con frases verdes que se le salen del cielo de la boca. Piensa Molina en el año 1302, en Bartolomé de Varignana, quien realizó la autopsia de un tal Azzolino, de quien se sospechaba que había muerto envenenado. En Don Carlos de Sigüenza y Góngora, que fue capaz de revelar en su testamento la causa de su muerte. Lee los poemas del Pitufo y se siente como Vindiciano, a quien le placía examinar las vísceras de los difuntos para buscar las causas de la muerte. Viaja Molina en el texto y en la piel del poema, que se desgrana para revelarle la sensibilidad oculta del Pitufo. ¿Por qué se escondía? ¿Por qué se ocultaba en la letra? se pregunta. Viaja Molina en carritos del Milagro y piensa en aquella frase de Negrette. Viaja Molina a través de la voz del Pitufo y viaja a través de su cuerpo diseccionado.
Allegro
Molesto Negrette por su ausencia, lo conmina a que termine la obra y suture el cadáver. Lo observa, mientras dispone nuevos elementos en la mesa, esta vez iluminados con la luz de las lámparas fluorescentes. Rebulle un nuevo collage de instrumentales quirúrgicos. Intuye Negrette a Molina.
—¿Dónde estuvo, bachiller?
Duda Molina. En realidad buscando algunos datos —le dice.
—Las evidencias están en el cuerpo, Molina. El cuerpo es un viaje y todo viaje es expresión de conocimiento, concéntrese en él, bachiller, y podrá ver lo obvio. No podrá creer nunca el detective Pantoja que este malandro murió de amor, pero es así, cada uno de sus órganos así lo revela.
Molina no podía ver lo que su viejo maestro intuía y esto lo desconcertaba en demasía. Suena la puerta y Negrette arruga la frente y cierra los ojos, porque un compás del allegro es rayado por el sonido maderamen de la puerta. Se inunda la sala con la presencia altisonante de Pantoja, quien entra comiendo, mira el cadáver de reojo, mueve un frasco del conjunto de la obra de Negrette.
—Envenenamiento o asfixia mecánica.
—Ni lo uno ni lo otro.
Se extraña Pantoja, toma una silla. —¿Entonces qué?
—Autopsia blanca.
—Déjate de vainas Negrette, bastante tenemos con tus “naturalezas muertas”. Un individuo con este prontuario nunca muere de causa natural. ¿Qué lo mató?
—Nada ni nadie lo mató. Digamos que abandonó el cuerpo motu proprio.
—No te creo esa vaina.
Camina Pantoja. Se acerca al Pitufo, lo mira, le da una vuelta, mira al bachiller que está aspirando los líquidos de las cavidades craneanas y el tórax abdominal, ahora lava la piel con agua corriente para dejarla completamente limpia de coágulos y de residuos. Salpica una gota de agua el rostro de Pantoja y piensa en Mercedes Mogollón bañándose con él después de hacer el amor en el Hotel King. Piensa Negrette en el cuerpo de Patroclo en la pira funeraria. Piensa Molina en un charco de aguas sucias del barrio Ziruma e Hilaria piensa en la líquida mirada de su amante.
—Qué de cosas Negrette, tantos enemigos y morir así…
—Sí… aunque tengo mi propia teoría. ¡También se muere de amor!
Lo mira Pantoja, observa sus instalaciones artísticas, escucha la música, se limpia la boca, bota los restos de comida en el cesto. Decide no indagar más, intuye cierto desequilibrio en Negrette, pide el certificado y se marcha. Duda Molina, luego se atreve, le muestra el cuaderno de poesías del Pitufo.
—Tenga profesor…
—¿Qué es?
—Su cuaderno de poesías.
Así que era poeta. Toma el cuaderno, lo ausculta con fruición, se sube a la silla y lee al tiempo que le ordena a Molina suturar las incisiones en forma continua. Decide no escribir un epigrama en el cuerpo del Pitufo, tampoco un poema de Góngora, decide marcar ese cuerpo con la voz candente de su deseo. “¡Esta será una autopsia del deseo!” -le dice-. Se estremece Molina de este juego macabro, pero ve algo de poesía en el gesto, recuerda a Keats, Byron… levanta la piel, penetra la aguja y Negrette desde lo alto con fricativa voz. Mi nombre está deshabitado. Mira Molina a su maestro y continúa. Ahora recorre la clavícula. Alguien fundió la cáscara y con su hierro. Sube el Allegro y siente como las notas se entrelazan con la voz de Negrette y recorren el cuerpo exangüe del Pitufo. Se maravilla Molina. Un puñal del desamor fue construido. Mira lo circunstancial del cuerpo, la sensualidad del mismo y por lo tanto su brevedad, en cambio, siente la permanencia de lo eterno a través de la letra, la cual es a su vez depositaria del poema. Le crispa este happening de la necrofilia, la punta de la aguja une los pliegues intercostales, con suavidad y mesura, la sensualidad de Bach atrapa el cuerpo del Pitufo y los labios de Negrette. En esta esquina una traición fue preparada. Sonríe Negrette, ya que ha unido en un instante el cuerpo y el alma del Pitufo en la morgue del Hospital Clínico Universitario. Dicen que Hilaria se llamaba la esposa del plomero, así engañado. Se unen en un abrazo el cuerpo del poema y el cuerpo material. ¿Con qué se llena un nombre vacío? Un hilo negro de punzadas dibuja el cuerpo. Mientras aquí soy conducido la mordedura tísica me domina. Llega Molina al pubis y termina. Se alegra Negrette, porque concluye el Allegro, el poema y la vida misma del Pitufo. Un inmenso silencio lo envuelve todo, algo intangible hay en el aire que respiran, un leve escalofrío envuelve el cuerpo del bachiller Molina. Siente que ha tenido un contacto con lo inasible, lo intangible y lo imperecedero. Desciende Negrette.
—Recoja todo bachiller, mañana será otro día.
Lo despide Molina. Piensa en el Pitufo y agradece algún conocimiento que cree haber adquirido en el día. Arranca el poema leído, el último escrito del Pitufo, descose el pecho e introduce el último poema. Se sorprende de estar repitiendo las conductas de Negrette, cose nuevamente el cadáver y observa un brillo no visto hasta entonces. La sala se ilumina con un resplandor artificial, trata de ver de donde proviene, pero sólo logra ver la luz que despide el último poema de Luis Antunes, alias El Pitufo.
Minuetto
Mi nombre está deshabitado
alguien fundió la cáscara y con su hierro
un puñal del desamor fue construido.
En esta esquina una traición fue preparada
Dicen que Hilaria se llamaba la esposa del plomero, así engañado.
¿Con qué se llena un nombre vacío?
Mientras aquí soy conducido la mordedura tísica me domina.