Se lee en el poema El Truco, escrito en 1923 y contenido en Fervor en Buenos Aires, «cuarenta naipes han desplazado la vida» y como juego infinito del azar, circunstancia inescrutable de los naipes, aparece luego la frase sólo que en 1930, pero esta vez en forma de cuento en Evaristo Carriego, «cuarenta naipes han desplazado la vida».
Siete años después de manera circular el otro plagia al mismo, o tal vez el mismo se repite en el otro. Tal vez se citó, acaso sencillamente afirmó, redujo y constató que el juego es el lugar de la repetición. Yo compilador de esta historia me pregunto: ¿Qué mano ordena la jugada? ¿Que signo traza el azar cortando el mazo de cartas en la mesa? ¿La de un dios o la de la fatalidad? Corta el aire la baraja y como heraldo deposita la suerte en una córnea. ¿Quién en este caso baraja el hado? Ahora son otros los que juegan, otros los chambones y distintos sus avatares. Más el infierno es el lugar de la repetición y sale un As de diamante que salió hace 60 años. ¿Cuántas veces pudo salir este As para ganar una partida? Quizá el único dios que se manifiesta físicamente sea el azar.
Existe en la actualidad el porvenir inerme, que por un cambio de dados voltea el destino de los hombres; jugadas que se repiten en el tablero del tiempo. ¿Acaso Yombairo Mavarez previó su destino? ¿Qué solicitud inapelable produjo el encuentro con alguien que había dejado de ser en 1923 y que sin embargo se buscaba en el presente?
Así como los días suceden a las noches, no dejando nada a su paso, sólo la memoria de los hombres, así se debatía Yombairo Mavarez -alias cara e’ coñazo- en el sino de otro juego, el preñao, y en otro ámbito, Maracaibo. Que los hombres decidan. El albur es un dios capaz de acabar con la vida en una vuelta de dados.
Yombairo, con deseos de rebatir su destino se entrega al juego del azar, mientras su esposa en el rancho se oculta en sus quehaceres y permanece sepultada en el cráter de la conformidad, llenando sus horas de oficio. Fraude urdido por el otro que la hace esclava del agua hervida, del café, del lampazo, de la mesa, de la fiebre de la niña, de los mocos, de la caspa y de la secreción de todos estos días.
El otro ejecuta su jugada en el ojo tibio de la noche, en la penumbra de algún bar remueve su suerte y amplifica su destino, busca el desahogo, la mueca del dolor que instaura su destino. Porque el deber de Yombairo siempre estuvo unido al puñal, a la pólvora, a la sangre, a la muerte.
Fresco aun el cuerpo de su rival, que había recibido la mano ataviada del acero -el brillo de la muerte hecho metal-, y fresca la pupila, confinaba por última vez a su oponente. Lo entorchaba en el espacio -callejón Molina- con la torva sonrisa, el cigarro cruzado y aquel andar que luego lo perdió.
Hay otro, en pleno fervor de Buenos Aires que piensa en lo intangible y lo secreto, en los hombres y su proyección arquetipal y en denuestos estados de ensoñación. El de aquí, engorda su remoquete con sus hechos y mantiene el mito que le sostiene: «no se puede ser débil» se dice a sí mismo, y para confirmar esto juega duro, bebe y amenaza.
Escucha gaitas Yombairo, después de matar a su oponente y juega al preñao en el garito de Never Pedroza. Tal vez la gaita zuliana fue hecha para constatar que los maracuchos han sido buenos hijos, buenos padres y maridos. A todo aquel que la cante se le disculpa su ignominia. La gaita es nuestra coartada, nos disculpa. Es omnisciente, pues disculpa a los que la hacen y al que la escucha. «tocá la charrasca Yombairo y te salváis» «afiná la tambora Yombairo y te protegéis» Se escucha la gaita y se quiere a la chinita y a la madre. Patente de corso que aniquila la afrenta e instaura la gloria. El porvenir de la complacencia, que fija los bordes del gentilicio, sitial de honor: «canta un estribillo y te salváis», «canta un estribillo y te salváis».
Jugaba al preñao Yombairo Mavarez y disfrutaba el perder, se animaba en lo más recóndito de su ser cuando le decían: «tenéis 4 meses y un hijo». Poco le importaba dejar grandes cantidades de dinero, su oculto secreto era saberse mujer, saberse perdiendo, pero con el consuelo del otro que le espetaba. «vergación, cara e’ coñazo, váis a tener que fundar una guardería». Era su juego preferido, porque lo colocaba en el centro de su oculta sexualidad. ¿Por qué se escondía Yombairo en aquel ardor insospechado? ¿Acaso amaba a Yuleisi? El gran malandro poseía un secreto que nadie conocía. Señoreaba en el barrio El Gaitero, mostrando su dureza. ¿Por qué amaba a aquel hombre? Aquella lámina de hambre, aquella variopinta máscara, en fin, aquel peluquero de barrio. Era algo que no podía explicar. Entonces disfrutaba cuando Kendrys el peluquero, se transformaba en la flaca Nancy, y doblaba a Ana Gabriel cantando Luna. Le gustaba que su amante se transformara en mujer, sentía placer por el olor de la laca en su peluca, el brillo de las uñas, las medias pantys, el top y la faldita, luego el perfume de mujer, era algo que lo hechizaba, aquella apariencia contrastante en una sola persona, el hombre y la mujer juntos. Poseer las dos sexualidades a la vez. En medio del coito sentía las uñas postizas acariciándolo, pero a la vez el torso masculino haciéndole presión. Esto lo aturdía.
Pero en una oportunidad Jhojandri Perozo, -alias perro flaco- quien tenía una culebra con él por un asunto de drogas, le oyó decir: «dígame él» en vez de «dígame esa verga» desde entonces las sospechas se encendieron.
-Que yo sepa las mujeres son las que dicen: dígame él –dijo perro flaco- Un macho que se respete dice: ¡dígame esa verga!
Aquella frase salida desde su más honda intimidad, sería lo que lo perdería la noche en que jugaba el preñao en el garito de Never. Sin embargo, las razones de la misma pertenecían a la lógica de una vida, que poco a poco se iba agotando, pues aquella máscara que era Yombairo, pronto se caería ante todos sus conocidos. ¿Acaso estaba escrito su final? Alguien en otro juego y en otro lugar ya lo había vislumbrado.
Tal vez aquella tarde de su niñez marcó su destino, determinó su tránsito y definió su rastro. La escena quedó grabada en su memoria, inalterable como un pájaro negro agonizando. Desde entonces, cada vez que lo asaltaba el recuerdo, aquella imagen se tornaba siempre más nítida y precisa, a pesar del paso de los años. El tío Alexis destruyó su vida; cuchillada insufrible. Esa tarde nada parecía moverse, tan sólo los pasos sigilosos de su tío, la bondad del pariente hecho jirones. El pequeño Yombairo, que nada sabía de estas cosas obedecía a las indicaciones que su deudo le espetaba. En su inocente cuerpo las manos del pariente fueron profanando la piel cándida. Aquel desgarro fue algo que nunca olvidaría, pues fue como la muerte, desde entonces nacería en él, el deseo de buscarla, de sentirla cerca a su costado. Aun resuenan las palabras del tío como una medida de sicarios, que lo conminaba a acostarse en el catre, y aquella amenaza latente de matarlo si revelaba algo a sus padres.
Algo no se cumplió, en un segundo se torció el destino de Alexis, así como en el medio de una apuesta, sale un dos de corazones no esperado. El regreso inopinado de la hermana. Descubrirlo y gritar fue un mismo acto, los vecinos se encargaron de cercarlo y golpearlo, la policía lo salvó del linchamiento, ¿acaso hubiera sido preferible? Yombairo, en su corta percepción infantil, intuyó que aquel, era un acto pecaminoso, un gesto censurable y bochornoso. Desde entonces, esto se convirtió en una obsesión de vida, una forma de vivir. Se dedicó sin saberlo, a buscar la infracción social a toda costa, el vértigo del desequilibrio.
Con el tiempo, se sentiría culpable de su ejecución en el retén del Marite, Aquel linchamiento fecal hecho con un palo de escoba quedó tallado en su memoria y también en el colectivo del barrio, desde entonces se hizo marca y prédica para todo aquel que violara un niño.
El tiempo es un dios sediento que nos persigue y acosa, la vida de Yombairo se reduce lentamente al giro de la carta, a la suerte que le espeta: «cuarenta naipes han desplazado la vida» Kendrys el peluquero, no era noble en sus jugadas y mantenía un amorío con un mecánico del barrio, que amparaba con su trabajo a su mujer e hijos, y esta dificultad era lo que más le gustaba sentir a Kendrys, pues lo colocaba en la dimensión exacta de ser mujer, poder competir por un hombre era algo que lo reconfortaba.
Las ascuas de cigarro caen en el piso y resuenan las láminas de zinc del rancho de Never, al tiempo que el mecánico, amante de Kendrys se aparece sin sospechar Yombairo que es a él a quien busca. Toma un asiento y pide cartas. Yombairo va perdiendo en el juego, pero ganando en la confesión de su libido, pues se sabe preñao, dichoso con todos estos hijos que le está montando la suerte aviesa de las cartas. El mecánico viene de hacer el amor con Kendrys, y trae un encargo de éste. Yombairo piensa en Yuleisi, en el confuso amor que siente por ella, en sus inocentes hijos. Jugadas se cruzan en la mesa, diferentes posibilidades se dan sin que nadie pueda saber con certeza, cuál será la última carta del mazo.
Hubo un estallido, una confusión y en medio de ella un puñal avanzó ciego hacía el pecho de Yombairo, entonces el mecánico afincó con fuerza el puñal, todo el mundo corrió, tan sólo los dos oponentes quedaron en el medio de aquel desorden, el mecánico para decir: «Kendrys es mío», y Yombairo Mavarez, aún con la sangre fresca para repetir una vez más: «cuarenta naipes han desplazado la vida»