A Carlos Julio “Tato” D’Empaire
quien suele visitar las barberías de antaño
Desconozco cuales fueron las causas que lo llevaron allí, supongo que la modernidad lo fue arrinconando en aquella silla de plástico marca Manaplas. Él tan dado a las marcas, tener que pasar sus últimos años reducido a aquel objeto de plástico, sin gracia y estilo. Antaño solía dormitar la siesta en una Triumph, de cuero vinotinto con pasamanos de hueso, entonces, se entretenía viendo el entramado de metal donde descansaban sus pies. Le gustaba imaginarse dentro de aquella alegoría oriental, con que el artesano había dotado aquella silla de barbero: una odalisca rendida a los pies de su sultán enamorado. Pero todo había cambiado y la nostalgia era un acompañante doloroso, que cada cierto tiempo aparecía, como una hojilla de afeitar Clock Blade abandonada en un cajón. Se resistía a los cambios y mostraba con orgullo su navaja de afeitar Solingen Hudsor 185, con mango de marfil, pero a los nuevos clientes parecía no importarle dicho objeto, preferían ciertamente las manos dóciles y jóvenes de las muchachas, quienes con vulgares Prestobarbas de plástico se ganaban el favor de los parroquianos. Le molestaba que estas chicas realizaran funciones de barbero y se decía amargamente: «¡cómo han cambiado las cosas!» Estas se presentaban enfundadas en unos jeans bien ajustaditos y unas blusitas ceñidas al cuerpo, ¡ni siquiera una bata blanca!, él por el contrario, mostraba orgulloso su almidonada bata blanca con su nombre bordado en fuente Lucida Calligraphy: Dídimo Ferrebús.
Por la barbería el Diplomatic,seacercaba todo tipo de clientes, desde el político encumbrado hasta el empresario de dudosa reputación, sin contar los vulgares ganaderos, quienes usualmente eran atendidos con el celular en la mano. Estos eran los más generosos con las gratificaciones, a menudo se dejaban hacer de todo, con tal de sentir en sus cuerpos el roce de la piel de las muchachas en flor ejecutando su oficio: una manicura, un corte de pelo, un masaje capilar, un perfilado de barba, etc.
Recuerdo al detalle un ganadero de Machiques de Perijá, quien cada vez que venía a Maracaibo, se aparecía con una inmensa camioneta con rines de magnesio, vidrios ahumados y un mataburros niquelado, pero lo más descollante eran unas bolas de toro blancas, que su dueño había guindado en el parachoques trasero. Ver aquella camioneta estacionada con las bolas guindando en la parte trasera, era algo que producía la hilaridad de todos los presentes ¿cómo evaluar este despropósito? ¿Acaso con el humor? Así que todos sonreíamos cuando se presentaba en nuestro local. Intuíamos que su dueño no quería que hubiera dudas en tanto a su género. Era curioso observar a esta clase de hombres, pues de algún modo coexistía una divergencia entre la manicura y las bolas de toro. Siempre era atendido por Zulema y Niurka. Una se encargaba de las uñas y la otra de la barba y el cabello. Domingo Viloria parecía vengarse de tanta bosta de vaca, de la rudeza de su agropecuaria, de las madrugadas y de las aburridas noches del paisaje rural. Por ello disfrutaba al máximo la sensación de placer que estas dos coñitas le proporcionaban, pues; más que el goce del masaje capilar, o la delicia del cosquilleo en la yema de sus dedos, lo que más lo deleitaba sin duda, era el encuentro casual de una cadera rozándole el hombro, o un seno palpándole una quijada, todos estos encuentros erógenos pretendían ser casuales, pero Zulema y Niurka sabían en el fondo que mientras más los prodigaran, más generosas serían las propinas. Al final salía aquella inmensa bola de carne, con botas de vaquero, correa de cuero de vaca, esclava gruesa de plata, con las uñas recortadas y pintadas con esmalte.
Existía en el Diplomatic una falsa relación entre los clientes y las muchachas que los atendían, pues a mi modo de ver, a lo que verdaderamente iban, era a morbosearse a las muchachas y disfrutar de sus cuerpos. El corte de pelo era la coartada perfecta, pues, muy abajo estaba el deseo reptando en cada uno de ellos.
Nunca imaginó Giuseppe Di Mase, que degradaría tanto el oficio heredado de su padre y que con el tiempo el concepto de barbería obtenido de éste, trastocaría en esta sección de masajes y asamblea de mórbidos personajes. Ahora en la distancia pensaba en su padre, en su natal Calabria, y en aquella barbería de su infancia donde sólo iban hombres y la cual era atendida por su dueño con tan solo dos sillas de barbero. Giuseppe, quien había llegado a Venezuela huyendo de la guerra europea, era un hombre afable y bonachón, con una sonrisa eterna recibía a sus clientes habituales. Con tan sólo un maletín de barbero se fue abriendo paso poco a poco. Cortaba el pelo a domicilio y con el tiempo pudo fundar su primera barbería en un local del centro de la ciudad. Quizá Dídimo Ferrebús representaba para él la conexión con su pasado, la clientela de Dídimo era reducidísima, de hecho su permanencia arrojaba pérdidas, pero le recordaba tanto a su padre, que estaba decidido a no salir de él. Sus tijeras antiguas, su pulcritud y honestidad eran valores que lo conmovían.
Dídimo pasaba las tardes sentado en su silla, observando el tardo devenir de las horas que contrastaba con el vertiginoso trabajo de las muchachas, al tiempo que subía las piernas para que Maribis Salazar pasara la escoba para recoger los restos de cabellos, que dejaban los clientes. Entonces conversaban animadamente. Sus tiempos eran otros, siempre hablaban en pasado y el espacio que habitaban era un vaho pestilente entretejido de memorias. Ellos habían desaparecido para la mayoría de las personas que llenaban el local. Nadie les prestaba atención, eran objetos añejos sin ningún valor y sus conversaciones no interesaban a nadie; tan solo a ellos, por esto sostenían largas pláticas. Entonces ya el mundo había concluido, pues sus mejores años habían pasado, pero estaban irremediablemente vivos y atrapados en el tiempo cronológico, sin más remedio que ver transcurrir ante sus ojos la comedia humana. Inhóspito vacío agonizando como la furia de las horas. No existían en naturaleza, el mundo se resumía en los clientes hablando con las carajitas y éstas coqueteándoles, en un juego de máscaras e imposturas. Yo conocía un secreto de la señora Maribis. Al final de las tardes seleccionaba algunos cabellos y los llevaba a la Fundación Niños con Cáncer, donde un estilista los disponía para hacer pelucas para los niñitos. Ella comenzó a hacer esto cuando su nietecito enfermó de la mortal enfermedad.
Rogelio Medrano era un cliente extraño, pues se hacía acompañar siempre por su esposa. Esta repasaba el trabajo de Margarita Esposito, quien era la muchacha que regularmente atendía al señor Medrano. La señora de Medrano exigía que le cortaran los pelos que salían de las fosas nasales y de los oídos. Margarita se esmeraba con una tijerita pequeña y un aparatico eléctrico que le pasaba por las ventanas de la nariz. Medrano estornudaba, Margarita se apartaba y su esposa sonreía. El señor Medrano era conocido en la intimidad de Salón como mata ‘e pelo, pues no había parte de su anatomía que no estuviera llena de pelos. Cuando se trataba del masaje en la barba era la señora Medrano quien pedía la crema y se la untaba con mucho cuidado. Nadie reparaba en ello, pues Giuseppe siempre otorgaba a sus clientes total libertad. Lo que más desagradaba a Margarita era hacerle la pedicura, no porque sus pies no estuvieran aseados, sino porque sencillamente eran horrorosos, aquellos dedos descomunales y fríos le producían una sensación de ahogo y ganas de vomitar. Estos malestares estomacales solía atenuarlos con un té verde.
Cuando llegaba Onésimo Graterol -diputado de la Asamblea Legislativa- yo inmediatamente tomaba mi banquito y hacía mi trabajo sin preguntarle: «limpiáo o pulío» pues sabía lo que quería. Al instante llegaba Briseida contoneándose y mostrando una sonrisa tan amplia, que yo siempre imaginaba para mí, pero siempre terminaba en el rostro cetrino del diputado Graterol. Era imposible competir con él, pues las propinas que otorgaba Onésimo eran una franquicia inexpugnable. Al instante Briseida dejaba lo que estuviera haciendo y corría al encuentro de su «dipu» como solía nombrarlo entre sus amigas, lo que no sabía Briseida era como le llamaba él entre sus asistentes: «papito fresco» Estos asistontos –así les decía en la intimidad con Briseida- se encargaban de pasarle los celulares cada vez que estos sonaban, entonces el Diplomatic se convertía en una sección de la Asamblea Legislativa. Giuseppe arrugaba el entrecejo y esbozaba una sonrisa forzada, pues don dinero mandaba en su negocio y aceptaba no sin remilgos la situación. Yo deseaba a Briseida pero ella apenas percibía mi presencia, yo era un objeto como Dídimo y Maribis, constreñido en un cinturón de abandono. Entonces la soledad ceñía su trama y me replegaba a la sombra.
Aquella relación de trabajo estaba sembrada de sonrisas y palabras. Yo escuchaba el habla orgiástica de Onésimo. Todo era una sutil insinuación. Entonces Briseida se replegaba, mientras Onésimo tomaba nuevos bríos y continuaba en su onanismo estéril.
-Te gusta afincarte ¿no?
Briseida retiraba la presión y comenzaba de nuevo con el masaje capilar, esta vez más suave, más moderado, previendo no hacer mucha presión. Pero ya Onésimo la había hecho reír, de modo que tenía el camino abierto para seguir explorando.
-Tranquila mamita, que a mí también me gusta afincarme –le dijo.
Entonces de pura arrechera yo le di bien duro con el lomo del cepillo en la punta del dedo para que cambiara de zapato.
-Hey, ¿qué fue chamo? –me dijo.
«Disculpe señor Onésimo» –recuerdo que le dije. Al instante me olvidó y continuó atacando a Briseida. Todas estas cosas eran contempladas por Giuseppe con cierta amargura, pues en el fondo deseaba una barbería como las de antaño, donde el decoro y la decencia eran un hábito invariable. Había un entendimiento tácito entre él y sus muchachas. Estas comprendían en el fondo que aquello era parte del trabajo y mientras no se pasaran con ellas no había ningún problema. Entonces Onésimo, subía la palanca de la silla, de este modo lograba estar más alto. A Briseida le costaba más hacer su trabajo, así que llegaba con dificultad y sus tetas rozaban la cara de Onésimo. Se sonreía el desgraciado, en tanto ella no reparaba en el asunto.
Dídimo permanecía ajeno a todo esto. A veces se dormía y había que despertarlo. Se paraba con dificultad y se servía un poco de café, mientras su rostro se reflejaba en los espejos del Salón. Observaba con tristeza el paso del tiempo, el cual en su tránsito había dejado unos surcos inmensos, cierto temblor en las manos y un lumbago permanente, a su alrededor pasaban las muchachas riendo y cuchicheando cualquier cosa. Los clientes conversaban animadamente, pero él nada oía. Observaba que todo se movía con prisa y procuraba saberlo todo, por ello sonreía estúpidamente a cualquier gesto exterior, pues, era la manera de estar en contacto con un mundo que ya no formaba parte de él, pero que irremediablemente debía vivir, a pesar de que ya estuviera clausurado. Las palabras eran emitidas con tanta rapidez que le era difícil dar con el significado de ellas, entonces volvía a sonreír estúpidamente y se sentaba de inmediato en su silla marca Manaplas sin gracia y estilo.
Briseida se encontraba mostrándole una crema humectante para las manos a Onésimo Graterol, con el fin de vendérsela, pues era una manera lícita de redondearse el sueldo. Este le pidió que le diera una muestra para ver si la compraba. Al punto estiró las manos y Briseida comenzó a untársela suavemente. Onésimo cerraba los ojos.
-Tenéis unas manos de diosa –le dijo.
Briseida sonrió, pues sabía que ya tenía vendida la crema. Giuseppe observaba y se arrechaba, pues veía un extraño desequilibrio en este mundo que paradójicamente él había creado. ¡Estos hombres extraños y afeminados!, untándose cuanto menjurje hubiese, disfrutando al igual que las mujeres de la sensualidad de fragancias, de aromas, de roces sensuales, en fin de la carne fresca de las coñitas, de sus senos y caderas que desplegaban generosamente. Le parecía que algo no andaba bien y recordó con nostalgia su época, en la cual los hombres iban solamente a cortarse el pelo y arreglarse la barba.
El Diplomatic era un local que poseía un encanto extraordinario, una pecera al fondo hacía las delicias de los niños que a veces acompañaban a sus padres con el fin de hacerse hombres. Los padres los mostraban orondos y los iban educando poco a poco, en las exigencias que debían demandar para cuando crecieran. Los jovencitos observaban el trato displicente, los chistes de doble sentido, la manera de cortejar a las muchachas y por último el respeto con que eran tratados sus padres, en fin, el mundo de adultos que comenzaba a desplegarse con sus trampas y fruslerías. Los Goldfish, las Bailarinas y los Gupis infundían una vida apacible y armoniosa que contrastaba con el mundo de afuera. Los distintos aerosoles y polvos levantaban una niebla incomoda, a veces difícil de soportar, en tanto que el mundo asimétrico que emanaba de la pecera, con sus múltiples colores, era una pulsión de vida que irradiaba al resto del Salón. A veces me quedaba absorto, observando el mundo de la pecera y me parecía perfecto, elaborado por una danza de colores, que desplegaba un abanico de verdades. Me preguntaba entonces, en qué momento se había extraviado el mundo, en qué momento habíamos anulado el sentido del mismo.
Otras veces llegaban unos hombres amanerados, que exigían más que una mujer preñada, algunos pedían inclusive que les sacaran las cejas y otros que les pintaran unos reflejos en el pelo. Las muchachas los complacían con gusto, pues eran grandes conversadores, entretenidos y no las atacaban. Se comportaban como hombres, pero yo sabía que tanto cuidado personal era algo extraño.
Cuando Briseida terminó con el diputado yo estaba recogiendo el betún y guardándolo en mi caja de lustrar botas para marcharme a la plaza para terminar el día. Cuando estaba a punto de salir Giuseppe me detuvo: «tengo un trabajo para ti, así que quédate» Me senté a esperar por las órdenes del patrón. Aquello me pareció muy extraño, pues él no solía limpiarse los zapatos, así que pensaba: ¿qué trabajo sería éste?
Cuando se hubo marchado el último cliente y ya todo el personal se había retirado; tan solo quedamos Dídimo Ferrebús, Giuseppe y yo. Giuseppe trajo un maletín bastante viejo, que se veía guardaba con sumo celo.
-Quiero que veas esto, me viene acompañando desde hace ya cincuenta años –le dijo a Dídimo.
Lo colocó en la mesa y lo abrió. Al instante los ojos de Dídimo Ferrebús brillaron como un niño. Diríase que cobraron vida y como por acto de magia desaparecieron las carnosidades que le velaban la visión. Cuando vi los ojos de Dídimo observé en los mismos, ventanas que se abrían borrando su vida presente. Al instante comenzó a reír junto a Giuseppe. Era extraordinario ver a estos dos hombres comportase como niños ante lo que había en el maletín.
Giuseppe sacó una brocha de afeitar marca Plisson, de pelo de tejón, que suele ser más resistente que las brochas de pelo de cerda, con mango de marfil. Luego extrajo de una cajita verde con el fondo forrado de terciopelo -también verde- una maquinilla de barbero Gurelan. Yo observaba como iban apareciendo estos objetos antiguos y que a medida que asomaban producían un placer extraordinario en estos dos hombres. Luego sacó un cepillo Eurostil para retirar y limpiar los pelos de la nuca con dispensador de polvos.
-Bueno, profesor de corte y peinado. Quiero un corte de pelo – le dijo a Dídimo- y usted jovencito no se quede allí parado como un tonto, mire que los quiero limpiáo y pulíos.
Dídimo brilló como nunca, diríase una estampa iluminada en una noche cerrada. Partícipe de una ceremonia estudiada, puso manos a la obra, mientras yo sacaba el betún y comenzaba a untar con los dedos la crema. ¿Qué se proponía Giuseppe con todo esto? En su rostro pude ver una determinación crucial, diríase que la vida le corría como una película. Dos mundos parecían bifurcarse, el de la barbería actual y aquella otra del pasado que buscaba misericordemente en los objetos de peluquería antiguos que aún se empeñaba en conservar. Dídimo le colocó al instante un delantal blanco en el pecho y comenzó a pelarlo con la maquinilla Gurelan. Para mí fue algo asombroso ver a esa maquinilla antigua hacer el trabajo que estaba reservado para las eléctricas. El ronroneo de la maquinita recorría el Salón como una exhalación. Algo se detuvo, hubo como una epifanía surcando el lugar y el tiempo habitado y todo se convirtió de pronto en tiempo pasado. Dídimo tomo en sus manos la crema para la barba y comenzó a untarla al tiempo que dijo: «esta crema es perfecta para el uso de la brocha, pues se desliza maravillosamente» luego agarró su Solingen Hudsor 185, no sin antes mostrársela a Giuseppe, éste la vio y la aprobó con una sonrisa y Dídimo se sintió complacido de poder utilizar su navaja con mango de marfil, luego utilizó un gel para el afeitado, que estaba compuesto de extractos de parra y limón. El final de su trabajo lo coronó con un Aftershave –no recuerdo la marca- que estaba hecho de extractos de parra, gel aloe vera y almendras, esto último lo recuerdo porque Giuseppe se lo hizo saber. Al final Giuseppe le hizo señas y Dídimo fue al fondo del maletín de donde extrajo un cepillo Eurostil, para retirar y limpiar los pelos de la nuca, el cual venía con un dispensador de polvos. Giuseppe se paró y aprobó el trabajo. Dídimo sonrió, al punto le dio una generosa propina, miró sus zapatos y me dio también una buena propina. Al parecer estaba cumpliendo con un ritual, con una ceremonia pospuesta por años y que en su mundo presente cambiaría muchas cosas. Ambos tomamos nuestras propinas y dijo: «Bueno amigos, es hora de irnos» Me pareció extraño este proceder de Giuseppe, pues nunca se despedía de esa manera, algo sin duda se formaba en su cabeza en proyección de acción, pero ni Dídimo ni yo intuíamos que podía ser.
Cuando cerró el local yo eché un vistazo a través de la vidriera, buscando no sé qué, tal vez una explicación final a todo lo ocurrido, pero solo pude ver a los Goldfish, las bailarinas y los Gupis danzando estúpidamente y al fondo de ellos en el perchero, la bata de Dídimo, la cual irradiaba una luz inusual que salía de su nombre bordado en fuente Lucida Calligraphy: Dídimo Ferrebús.