Frente al ventanal que deja ver la calle desierta, me dejo acompañar por los desapegos, mientras escucho el goteo de mis nostalgias derretidas. En la gramática de mi vida soy un punto y seguido.
Nostalgia derretida, parece un título de Mircea Cartarescu y aunque no lo es, el músculo narrativo quiso ponerse en forma cuando terminé la lectura de una de sus obras, abandonándome a la sensacion de estar atrapada en un magma, un sedimento, una espesura babosa y resbaladiza que me obligó a darme un baño a fondo, a frotar el cabello y la piel hasta enrojecer. Quise flotar y dejar en el fondo ese peso muerto de materia purulenta, ese viaje al fondo de la pesadilla linfasalivabilisespermaexcremento. Sí, Cartarescu me despertó. Llenó mi cuerpo de letras que daban forma a memorias dispersas de rostros deformados detrás de la mascarilla.
Por prescripción médica debo tomar sol en las primeras horas de la mañana, y como hace todavía buen tiempo, a pesar del viento que nos envían desde la costa oeste los numerosos frentes fríos del norte, disfruto el rato, respiro profundo, me dejo acariaciar por la brisa y me dispongo con buen ánimo a hacer estiramientos previos a las asanas que luego haré en casa. Pero ésta mañana el jardinero del condominio me obligó a tomar otra ruta huyendo al remolino húmedo que elevaban los discos afilados de la máquina podadora. De manera que tomé la caminería de la avenida David llenando mis pulmones de aire fresco. No había avanzado ni media milla y encuentro a mi paso una gran máquina excavadora hundiendo sus grandes pinzas que recuerdan quelíceros, en el terreno fangoso; detuve la caminata hasta que plantaron una enorme palmera, o más bien un enorme tronco leñoso coronado por seis minúsculas ramas. Obligada a regresar, me estremeció la idea de que no me alcanzaría la vida para verlas crecer.
Ese pensamiento me llevó a rememorar la visita de mi madre el año pasado, y que este año no repetirá. Con 91 años enfrenta en soledad el confinamiento, entregada a sus propios recuerdos. Ayer me habló de su boda, y el cambio sideral que significó dejar su pequeña casa de bahareque en medio de cardonales y corrales de caprinos, para instalarse en la zona petrolera, un campo residencial provisto de los servicios más modernos del pais. Allí comenzó su vida real no exenta de nebulosas y palabras nunca pronunciadas; fortaleció su ingenio para adecuarse a la buena mentira y capear la mala vida. Ella lo hizo con inteligencia nata, limpia, una lógica virgen, espontánea que desliza expresiones directas, en fin, una inteligencia vital para la adaptación y los cambios, el don del intelecto bien usado. Ella es un mirlo blanco, una ninfa en el calvero.
Duermo mal, despierto con esa reincidente sensación de vacío, de ingravidez, hasta que el primer café hace efecto y desaloja esa presencia incómoda, irritante y ubuesca como un comicastro. Una persona dentro mi que está más viva que yo, al menos más activa, ametrallando el pensamiento a tiempo completo. A veces me hago la idea de que se trata de una impostora; se manifiesta con tal intensidad que al final del día termino creyendo que el soy mi propio sosías.
A media mañana decidí abrir el mail que envió Nora; le había solicitado reinicar el curso que dejé atascado por mi viaje a Buenos Aires, que al final no realicé, y pensé que no me aceptaría de nuevo. En esta ocasión propone profundizar en el perfil de personajes y construcción de metáforas; me quedé pensando cúal seria la respuesta más acertada porque sé que no le gustará saber que en mi cabeza sólo hay personas, gente paralizada en escaleras herrumbrosas por las que se elevaron para vivir en la nebulosa; son mis desapegos, los que puedo mirar de frente y entenderlos mejor de cuando los tuve a mi lado….en cuanto a las metáforas, se dan mejor en los títulos, porque en el discurso solo tengo palabras lisas por el desgaste.
Mientras repaso estas líneas, el salón quedó envuelto en un luz negra y repentina; apenas son las 7 de la noche. Qué hora más estéril cuando llega tan temprano la oscuridad. No tengo ganas de ver televisión que sólo da estadísticas de la pandemia; mis ojos ya no siguen las lineas con la misma intensidad de mi cabeza rumiante y terca. No quiero llamar a nadie por teléfono, así que me serví una copa de vino, rebané una buena pieza de jalá al que añadí humus y me senté frente al ventanal que devuelve mi imagen aterida y no sin cierto desconcierto; será una larga noche; wind chill minando mis fuerzas y enfriando los pies.
Un vórtice polar inesperado tiene el centro norte del pais sumido en un intenso frio; acá en el sur, nos llegan ráfagas benignas pero aún así me abrigo para hacer mis ejercicios mañaneros bajo un sol tibio e intermitente. Al regreso quise retomar el hilo de este diario donde lo había dejado hace ya un mes, pero resultó en vano. Todo éste tiempo ocupé mis pensamientos y atención en seguir las últimas noticias sobre los contagios masivos en Italia y España. En las horas muertas mantuve a raya mis lecturas haciendo un gran esfuerzo por aislar imágenes y voces de los acontecimientos. Logré por fin terminar la segunda lectura de Viaje al final de la noche, la adictiva y exquisita prosa de Céline; pero me fue imposible terminar la bella y conmovedora Butes, de Pascal Quignard, pues cada párrafo me lleva a parajes musicales que a fuerza de ser antiguos y luminosos, retan a la imaginación, tan dada a la dispersión, al menos la mia. Imaginar es un atributo complejo y profundo calado humano; una facultad retroactiva para volver al pasado, que no viene a ser otra cosa que pensamiento imaginado, y por lo tanto sesgado; un camelo que dificilmente podemos neutralizar. Se funde entre nubes despejando brumas que saltan de una a otra hasta que al fin capturamos algún fragmento y nos aferramos a él antes que desaparezca. Irrumpe día a día, sobre todo en medio del silencio, y aunque se trate de una imagen reciente, conmina a mirarla con ojos del pasado, a percibirla con el velo de la nostalgia, a apaciguarla con la escritura.
Mi apostasía va in crescendo. Es uno de esos días en lo que sentimos la rara sensación de que Dios del mundo nos ha abandonado antes que nosotros a el; dejándonos una versión que no nos pertenece, reduciéndonos a meros observadores, visitantes, ojeadores, de un mundo que es nuevo cada día. El mundo de hoy tiene entre 30 y 40, con suerte llega a los 50. Edades a quien va dirigida la producción material y las interacciones sociales reales o virtuales, el gran supermercado o las grandes superficies, la música, el cine, las nuevas plataformas que han borrado el equipamiento de nuestra vida: ni el decorado de la casa nos pertenece. Tener 69 años no asusta tanto como tener 69 años hablando y que de pronto nos dejen sin palabras, que nos las cambien y los más triste aún, quedarnos sin interlocutores
Para alejar pensamientos que debilitan mi alma, decidí abrir el correo enviado por Nora. Pide de nuevo ficción, la paradoja es que justamente eso es lo que estamos viviendo, una ficción del género de terror, pero cuando la navarrativa llega al papel, o como en este caso a la pantalla, pierde intensidad, pierde burdel, en fín, pierde músculo narrativo. Habría que salvar al lenguaje de la más absoluta sordidez y vesanía. Tengo el impulso de registrar un glosario del resentimiento, pero no sería verdaderamente mío, por eso me decanto por el del desapego que tanta claridad y equilibrio me ha proporcionado. Siempre fui extremandamente sensible a las palabras, desde niña, me marcaron, me anesteciaron, me arrinconaron, sin embargo, hoy alumbran mi soledad.