La espigada figura caminaba despacio bordeando el otero, hasta alcanzar la línea de algarrobos, que separaba el caserío de la loma. No se había dado cuenta de su aparición hasta que lo vio atravesar el cercado como quien sale de una aspillera. El sol intenso y brillante hacía tambalear la imagen ante sus ojos, tratando de reconocerla, entre el pestañeo y el sudor que resbalaba por sus mejillas, aumentado la curiosidad por identificar al extraño y solitario personaje, que venía hacia a ella, tambaleante por el ventarrón que le volaba el sombrero de paja y lo obligaba a fijarlo con la palma de la mano sobre la cabeza.
Cuando lo tuvo frente a ella le reconoció. Era el tío Salvador que ahora la ve desde la altura. Todavía enceguecida por el sol, levantó la mirada para encontrarse con un rostro hasta ese instante irreconocible, sobre todo ese par de ojos que le parecieron charcos de sombra. Permaneció parado frente a ella, intentado en vano una sonrisa o gesto amable que no lograba; apenas mostró una media sonrisa, que pasó desapercibida, porque lo que llamó su atención fue el chocante aspecto de sus grandes narinas resoplando y el tono desafiante de su voz al preguntarle qué la motivó a quedarse esperándolo tanto tiempo.
En ese momento no entendió la pregunta hasta después de descubrir lo que toda la aldea sabía y aceptaba, el secreto colectivo, el código amoral que, por la fuerza de la costumbre y de la connivencia, los unía en la moral compartida, que no era otra que llevar la vida en paz.
No fue hasta su regreso a la ciudad, cuando pudo asimilarlo. Cierto que, en anteriores ocasiones, pasaba la mayor parte de sus vacaciones en la casa de la tía para jugar con sus primas. Igualmente, cierto que él siempre estuvo allí, sentado en una mecedora de mimbre, sacando cuentas en un cuadernillo descosido, en silencio, porque su sola presencia era suficiente para que cada miembro de la familia se comportara como debía: obedientes y ordenados, callados y agradecidos, sonrientes y conformes. Aunque los ojos claros clamaran auxilio, deseosos de ser rescatados sin saber de qué o de quién, porque, aunque conscientes de sus particulares distopías, al final del día esa era la normalidad.
Lo que pasó aquel día no debió suceder. Estar ahí, recostada al cercado de la casa, esperando que recorriera el camino a pasos cortos y perezosos, hasta tenerlo enfrente, fue su sentencia. Una cosa era encontrarlo ya instalado en su mecedora, tomando café, recibiendo atenciones de las hijas y la esposa. Otra verlo llegar, sentirse descubierto por una extraña, una niñata curiosa que no tenía por qué saber que ese tramo era un recorrido de ida y vuelta a otro hogar, a otro avatar.
Al año siguiente, sus padres dudaron si llevarla de nuevo a la aldea, de algún lado, les había llegado el rumor del desagrado del tío. Finalmente, decidieron llevarla a condición de que no asomara sus narices por la casa de la tía; no hizo falta el compromiso a mantenerse lejos de la casa; los ocupantes habían cambiado, ahora estaban los primos y la esposa de la otra banda. Cuando escuchó el comentario detrás de la puerta no pudo contener el ahogo: la casa detrás del otero en los meses de calor intenso era en extremo húmeda, y dado que la casa de la tía era fresca y aireada, y como ella no sufría de la misma dolencia, no le costaba nada cedérsela como un acto de buena voluntad a su partener, su alter ego, su team partner.