“A mí los hombres no me quisieron bonito, me necesitaron, me utilizaron, o me dejé hacerlo, qué sé yo”, le oyó decir una y otra vez, mientras sus manos resecas, venosas y de uñas encorvadas, removían la gaveta del semanero rebuscando sin saber qué. Hacía una semana que había llegado a cuidar de su abuela, y aunque se hizo el propósito de hacer su mejor esfuerzo por mantenerse serena, como mantra repetido de la mañana a la noche, la irritación socavaba el propósito. Ahí estaba de nuevo, cuando el sol empezaba a colarse por la persiana, apenas un débil luz blanca enrejillando el piso de mosaicos, volvía sobre su perseguidores: ellos no se parecían en nada, salvo en que todos me necesitaron; no los escogí de manera premeditada, me llegaron y fueron certeros en captar mi esencia, mis maneras de entregarme, pero no fue sólo por su culpa, digo yo a estas alturas, también es mi fracaso pero que al final fue mi salvación, y estaba tan consciente de eso, que me hice fuerte y procuré un espíritu infranqueable, una coraza que no me rompiera por dentro, que no lo dejara pasar al exterior, porque afuera era otra, era la mujer perfecta del y para el hogar, y gracias a esas improntas internas que luchaban por mi, mis alfiles moviéndose en diagonal y retroceso, convertí cada fracaso en voz, en pensamiento, en actitud, en…
De pronto, la voz cóncava que llegaba desde el rincón, fue desvaneciéndose hasta terminar en un profundo suspiro, en el mismo instante en que Emilia se volvió hacia ella pidiéndole con la mirada que continuase.
Es verdad que momentos antes estuvo a punto de pedirle que callara, que dejara el pasado en el pasado, pero una cosa era lanzar reclamos al aire y otra muy distinta, el carácter reflexivo que iba adquiriendo el monólogo salmódico del que no logró desengancharse; así que esa mañana decidió ponerle cara a una presencia hasta ahora lejana y desconocida, no sin cierto sabor amargo por no haber propiciado un acercamiento con la anciana durante años y que de no haber sido a pedido de su madre, no estaría allí haciéndole compañía.
Aunque todos ellos buscaban ser atendidos, sus necesidades eran distintas. El primero, a pesar de llevarme cinco años, yo con trece y él con veinticinco, edades en las que se nota más la diferencia, era poseedor de una ignorancia supina, casi inocente, hasta para mi, una niña: sin embargo, me convertí en su madre, su maestra, su psicóloga; él no tenía idea del mundo y las relaciones personales. No tenía idea de nada, ni criterio, ni opinión, menos imaginación; ni siquiera una afición. Me escocían sus accesos de llantos, si le negaba un beso, ese beso que ni él ni yo habíamos conocido, si no podía quedar para salir, si no compartía gustos en comidas y aficiones, o no me interesaba por su trabajo que no tenia nada de interesante. Explotaba como un niño malcriado que crecía hacia atrás, iba de reversa y era yo la que debía traerlo al presente, apaciguarlo, hasta que se desvanecía extenuado, ahogado en profundos suspiros, cerrando los ojos, mientras se aferraba al volante de la camioneta, y yo parada sujetando la puerta desde afuera, indecisa entre abrirla para apagar el motor o dejarlo ir en medio semejante conmoción.
Reconozco que fue el que menos daño me hizo, pero sí me dejó un recóndito sentimiento de culpa, en gran parte forjado por tu bisabuela y su madre, ellas lo adoraban, no le veían defectos ni debilidades, por eso no tuve valor de terminarlo frente a frente, lo hice por carta, que para mí fue mi declaración y certificado de independencia.
El largo suspiro que exhaló cuando cerró la última gaveta del secreter, le hizo suponer que era precisamente esa carta lo que buscaba. Se volvió dando saltitos izando la carta en señal de triunfo, aunque la expresión de su cara no lo reflejara. Miró a su nieta esbozando una media sonrisa de labios apretados, que contrastaba con los ojos hundidos y cuajados en un pozo de lágrimas que se aferraban a sus cuencas. No era fácil columbrar lo que estaba pasando por su cabeza, pero sí percibir rescoldos de pasiones y desafectos añejos.
No mires para los lados, sé que te estoy asustando, debo tener mirada demencial, pero no, estoy bien, más tarde te la doy para que me la leas con esa entonación porteña tan sonora.
El segundo novio fue muy distinto, otra personalidad y más buenmozo pero con la misma debilidad de temperamento. No lo vi venir como tampoco lo hice con el primero, pero me consuela que a los 12 años no podía discernir tamañas complejidades, pero cuando conocí al segundo ya estaba en los 15, quizás un poco mas avispada pero aún sumergida en el ensimismamiento. Lo capté antes del año de noviazgo, pero no fue hasta cinco años después cuando tuve el valor de terminarlo. Capté la falta de arrojo, de iniciativa, de empuje, me daba mucha pena verlo entre dos mujeres que le exigían lo mismo aunque con fines diferentes, una madre autoritaria y una novia idealista. Una le exigía liderazgo y emprendimiento y la otra seguridad en si mismo e intelectualidad. No estaba por una cosa ni por la otra. Pero no él rompió el corazón, se lo rompí yo.
¿Entonces tu gran decepción fue mi abuelo?.
Se arrepintió enseguida de haber hecho la pregunta, viendo cómo el pozo salado que estuvo conteniendo, se deslizó lentamente por las rugosas mejillas, apretando los labios ahora convertidos en dos líneas blancas y cuarteadas.
Pasó por su lado dejando ese extraño olor que venía despidiendo últimamente, una combinación de talco de bebés y aceite de romero, tambaleante, la espalda desnuda y delgada como un sarmiento en invierno. Dando por hecho que el monólogo había terminado, la siguió hasta la cocina, se acomodó en el mesón de madera plastificada donde quedaban las migas y el tarro de miel del desayuno, interrumpido por el acceso de tos la obligó a levantarse para luego hundir la cabeza en el pesado arcón que adormecía en el rincón y entregarse a la labor diaria de revolver el pasado y dejar constancia una vez más que el pasado no se esfuma, que es el verdadero presente, el más auténtico, el más fiable, el más desafiante y que no tiene sentido huir de él, hay que plantarle cara.
Emilia desvió la mirada hacia el ventanal pensando en su madre, en que probablemente la mansedumbre tuvo un origen común. La única similitud que las unía, aun cuando sus vidas tomaron destinos diferentes, fue haber nacido y educadas en hogares funcionales basados en la corrección. Unas y otras, las de extracción rural y las citadinas, se educaron en el buen comportamiento, en la creencias, en los preceptos de la cristiandad apostólica y romana, en la moralidad judeocristiana que no sólo había que asumir, también mantener y reproducir, como lo habían hecho sus madres, mujeres mansas, sin pecado concebidas, veneradas por haber llegado vírgenes al matrimonio, consagrándose al hogar en el que brillaba una luz perpetua en los salones, mientras que en las alcobas se enconaba una espesura gris, un mareante olor a alcanfor que nublaba el pensamiento y adormecía las emociones.
Aun así, ellas, las herederas, no apechugaron en su mansedumbre, el miedo y el sacrificio. Cierto que se debatían entre el anhelo y el ansia, entre el ensimismamiento y el aturdimiento, construyéndose diques cuyos brocales evitaran inundar sus corazones, en constante vigilia ante al acecho de la enorme figura del gran protector, del esposo-padre, del amante-gendarme, del hijo-padre.
Ellas, sobrevivientes anónimas, resistían detrás de las cortinas, eran puro anhelo y ansia.
Corazones encallecidos en constante lijado. Espíritus indómitos, profanados unos a otros.
Constructoras de diques, al acecho, paralizadas ante el abismo.
Las mansas huyen de infancias desérticas, ásperas, caldos de cultivo de una rebeldía interior que no sólo buscaba el sentido de la vida de largo aliento, también cierto aire de resarcimiento rozando la venganza, pero no os preocupéis, ellas braman pero también arrullan.