🚬 El atador de cabos

I

El catorce de febrero de 1992, día de los enamorados, apareció muerto en la habitación 512 del motel “Gaeta” el ingeniero Enrico Bianchi. Las circunstancias eran extrañas: la cama tendida, apenas un par de colillas de Marlboro rojo en el cenicero, las toallas dobladas y sin uso, lo cual no daba ninguna señal ni de amor ni de violencia. El cadáver tenía un disparo en la sien derecha, pero antes de morir había sido golpeado fuertemente en la cabeza. Probablemente estaba sin sentido a la hora de su ejecución. Sin embargo, había una nota escrita a máquina, sin ningún tipo de firma, en la que supuestamente explicaba que la razón de su suicidio se debía a ciertos trastornos emocionales por los que atravesaba. El arma que le había segado la vida, una Smith & Wesson 9 mm., había quedado sobre el piso, al lado de la mano derecha del ingeniero. La policía, representada en este caso por el joven inspector Gerardo Villanueva, se inclinaba abiertamente por el homicidio, especialmente de tipo pasional.

Esa misma tarde Villanueva concentró su atención entre los empleados de la empresa “Arkidiseños”,  compañía de diseño y construcción civil de la cual Bianchi había sido socio minoritario desde hacía unos cinco años. Según el reporte telefónico del motel, la última llamada de Bianchi fue a su oficina. La llamada duró casi veinte minutos. Pidió entrevistar a todas las personas que de alguna manera mantenían alguna relación directa con el malogrado ingeniero. Los dueños le prestaron un pequeño pero confortable cubículo para que pudiera llevar adelante sus interrogatorios sin que los empleados tuvieran que salir de la empresa. Comenzó con las damas, sobre todo las más jóvenes y atractivas. Pero igual pasaron por su improvisada oficina solteras, comprometidas, casadas, divorciadas y viudas. En esta primera tanda las preguntas estaban dirigidas a indagar más sobre la vida privada de las interrogadas que sobre la del propio difunto.

No fue difícil para nadie deducir que el inspector había concentrado sus esfuerzos en descubrir a una posible amante de Bianchi, y quizás en ella a su asesina.

Enrico Bianchi contaba cuarenta y tres años a la hora de su muerte. Era un hombre joven aún, pero sus colegas y compañeros de trabajo lo consideraban una persona tranquila, conservadora y reservada. Aparte de su disuelto matrimonio con Virginia Giannini, nadie le había conocido nunca otra mujer. Tal vez porque simplemente había sido un tipo muy discreto, pensó Villanueva, cuyo trabajo consistía, en gran medida, en no dejar enredar por las apariencias.

De todas las entrevistadas, ninguna parecía ser la mujer que el inspector andaba buscando. 

Al tercer día de interrogatorios, el desaliento comenzó a apoderarse del joven y, quizás, impaciente policía. Pero fue ese mismo día cuando aparecieron dos pistas de gran interés: un testigo y una especie de cronología archivada en el disco duro de la computadora personal de Bianchi.

El testigo era Tomás Emilio Blanco, chofer de la víctima hasta hacía pocos meses. A una de las preguntas de los detectives, Tomás Emilio respondió que no sabía nada de ninguna amante que pudiera tener el doctor, que era como insistía en llamar al ingeniero Bianchi. Sus palabras no delataban nada en particular, ni siquiera había caído en contradicciones, pero Villanueva no dejó pasar por alto el hecho de que el hombre estaba nerviosísimo y declaraba siempre lo mismo, como si se hubiera aprendido un parlamento de memoria. Eso es una mina de oro para cualquier policía, sobre todo para uno recién egresado con honores de la Academia.

Villanueva intuyó que Tomás Emilio sabía o había visto algo que no quería o que no podía revelar. Al principio el inspector fue muy amable, muy cordial: le mandó a servir café,  le permitió fumar, le contó incluso un par de chistes. Luego se volvió más incisivo. “A ver, Emilio, nos estás haciendo perder tiempo, y sólo tú sabes por qué”. Le hizo una y otra vez las mismas preguntas, se las disfrazó, se las mostró al revés, pero Tomás Emilio respondía siempre lo mismo, sin una sola contradicción, sin la sombra de una sola mentira. Al final el inspector se volvió más enérgico y lo amenazó: “sabemos que el asesino está en esta empresa y sabemos que tiene un cómplice, alguien que está involucrado por dinero, alguien a quien le pagan para que calle. Y sé que tú sabes de lo que estoy hablando”.

Tomás Emilio reaccionó de la forma que el inspector esperaba: a la defensiva. De pronto Villanueva lo invitó, con firmeza, a decir la verdad, de una sola vez, sin malos ratos para nadie. Tomás Emilio odiaba a los policías en general, pero en especial a los que tenían cara de buenas personas, como Villanueva.

Luego de un par de minutos de absoluto silencio, que fueron decisivos para que el inspector ratificara que había acertado, Tomás Emilio Blanco declaró:

– Hace como tres meses los vi juntos. Estaba por Las Mercedes y entré a un restaurant muy elegante para orinar. Entonces los vi, al doctor con una muchacha de la oficina. No vi nada raro en ellos, solamente que estaban comiendo. Pero el doctor se dio cuenta de que yo los había visto (Maldita sean mis ojos que ven lo que no deben). Se levantó de su asiento y me saltó como un energúmeno. Nunca lo había visto así, ni siquiera cuando sabía que estaba verdaderamente bravo. Me tomó por el brazo sin decirme nada y me arrastró hacia el bar. Me sentó y él se quedó de pie. Pidió un trago para mí. Entonces, lo único que me dijo fue que “la señorita es una dama y usted no ha visto nada, ¿me entiende?”. Le dije que sí con la cabeza, ya que tenía la lengua como acalambrada. Antes de irse me advirtió: “si dice algo, cualquier cosa, bajo cualquier circunstancia, estará perdido, ¿me entiende?”. Volví a mover la cabeza diciendo que sí mientras me bebía el trago como si fuera una pepsicola. Durante una semana pensé que me botarían por andar meando donde no debía, pero no ocurrió así. El doctor era un hombre de palabra, y por eso creía en la palabra de los demás.

Tomás Emilio parecía a punto de llorar, pero de pura rabia, de pura impotencia. Había traicionado a su jefe.

– ¿Cómo se llama la muchacha que acompañaba a Bianchi?

– Rosana, del Departamento de Dibujo- dijo, limpiándose una pequeñísima lágrima que amenazaba con escapársele de los ojos.

Antes de retirarse, a modo de consuelo, Villanueva le dijo: “lo hubiéramos averiguado de cualquier forma”. Tomás Emilio no dijo nada. Salió del cubículo sin despedirse.

No fue hasta casi entrada la noche cuando Villanueva pudo ponerse a leer los escritos que Bianchi había dejado archivados electrónicamente. El hallazgo lo había hecho uno de sus asistentes, luego de dos días y una noche de tediosa y paciente búsqueda. El archivo en cuestión estaba camuflado entre cartas a petroleras y se titulaba CMRV4357.

Lo primero que se podía pensar del documento es que se trataba de un diario, pero con un poquito más de agudeza se descubría que el estilo estaba más cercano a la epístola que al diario íntimo, aunque tal vez fuera una mezcla de ambas. Sin ser un entendido en lecturas, el inspector sabía que los diarios están escritos para adentro, para que nadie los lea, con una dureza de pensamiento que a veces roza la sordidez, y por eso quieren ser herméticos. Las cartas, en cambio, están escritas hacia afuera, quieren llegar a otra persona, por eso son expresivas, aclaratorias, explicativas. El documento comenzaba así:

“Sábado 26 de marzo de 1991.

Te hice el amor. Te besé, te toqué y te amé en una sola primera vez, sin preámbulos, todo de un solo golpe. Tanta luz en medio de tanta oscuridad, en medio de tantas sombras, en medio de tanto fastidio…

Jueves 31 de marzo 

No quiero entrar sólo en tu cama, no quiero perderme entre los pliegues de tus sábanas ni quiero penetrar sólo tu cuerpo: quiero entrar en tu vida…

Viernes 29 de abril

Tu amor me duele. Estoy en el sitio donde el amor duele. Pero, ¿qué digo? Desde cualquier sitio posible, el amor duele. Pero es un dolor que no me hace daño. Estás aquí, a mi lado, tan cerca de mi mano. Eres como un bálsamo que aplaca el dolor de la herida que me producen tus ojos de noches oscuras y eternas.

Viernes 1º de julio

Te amo. Quizás porque jamás había visto con tanta claridad a una mujer como te veo a ti. Es como si todo antes de ti no hubiera sido más que un mero ensayo, una simple práctica de entrenamiento para poder reconocer algún día tu olor de mujer, tu mirada de noches oscuras, tu boca de aromas. Tanta soledad y tanto fracaso cobran sentido ahora que veo y siento y tengo tu rostro adormecido entre mis manos, como si ese fuera el objetivo de mi vida, como si hubiera nacido y crecido para romperme las rodillas en un juego de béisbol y enamorarme de mi maestra de sexto grado para casarme dos veces y tener tres hijas para luego escuchar el sonido de tus pasos en un pasillo de oficinas y voltear para mirar tus piernas de fuego sobre tus tacones de mujer sin saber que allí me violabas y te me metías en el cuerpo y en el alma sin sentirlo para luego besarte en los rincones de un estacionamiento solitario y tocar tus senos y pasar mi lengua sobre tus pezones y besarte toda de pies a cabeza para luego bañarte de esperma y dormirme por primera vez en mi vida feliz. Todo para llegar a ti, únicamente a ti.

Miércoles 10 de agosto

Sólo puedo calmar esa sed con el agua de tu vientre.

Y sólo puedo y quiero beberla a través de los labios de tu sexo.

Viernes 1º de octubre

Daría toda mi vida y todo lo que hay en ella por una noche, por una hora, por un minuto más de tu amor”.

Allí terminaba el documento. Mandó a imprimir una copia en papel y se recostó un par de minutos sobre el sofá del finado ingeniero. Villanueva estaba un poco decepcionado. Aquellas notas no eran más que una cronología de un amor que parecía haber comenzado como una explosión de luces para terminar luego en el sitio donde todo termina: en el basurero. “Un romántico”, pensó el inspector.

A una pregunta de Villanueva, uno de sus asistentes le informó que los reportes forense y de balística aún no estaban listos.

– Malditos burócratas- exclamó.

II

Eran las  ocho en punto de la mañana, cuando Rosana Scannone entró a la oficina del inspector en la central de la PTJ. Era morena, de pelo ondulado y negrísimo hasta mitad de la espalda. En general, era una mujer menuda y de poca estatura. A primera vista, no tenía el aspecto que Villanueva pensaba debía tener una amante, sobre todo una que hubiera sido capaz de mover tantas pasiones en el ingeniero. La invitó a sentarse y le ofreció café. Ella aceptó, con sonrisa educada, ambos ofrecimientos. Pidió permiso para fumar. Sacó de su bolso una cajetilla de Marlboro rojo, los mismos que el inspector había hallado en la cenicera de la habitación del hotel “Gaeta”. Pero el ingeniero también fumaba esa marca, así que aquellas colillas del cenicero debían ser de cigarrillos que el ingeniero había fumado mientras esperaba su hora de amor. Sin más preámbulos, el inspector en persona inició el interrogatorio:

– ¿Desde cuándo trabaja usted en “Arkidiseños” ? – preguntó mientras repasaba con la mirada el expediente de trabajo de Scannone.

– Desde hace tres años.

– Es dibujante, ¿no?

– Diseñadora. Al principio comencé como dibujante, pero a los diez meses pasé al Departamento de Diseño- su voz era ronca y pausada, pero firme, como si hablara para no retractarse jamás de lo que decía. Miraba directo a los ojos, lo que le daba a su rostro una fuerza y un atractivo que no pasaron desapercibidos para el inspector. Rosana parecía de esas mujeres que se hacen hermosas a partir de una segunda mirada.

– ¿Conoció usted en vida al ingeniero Enrico Bianchi?

– Todos en “Arkidiseños”  lo conocíamos. Era uno de los dueños de la empresa.

– Trataré de ser más preciso: ¿lo conoció usted íntimamente?

– ¡¿Qué clase de pregunta es esa?!

El inspector tuvo que morderse la lengua para no pedir disculpas, ya que esa hubiera sido la peor manera de perder el control de la situación y el respeto que debía infundir sobre su testigo y subalternos.

– Me refiero a si salían juntos.

– Éramos amigos.

– ¿Muy amigos?

– ¿Qué anda usted buscando, sargento?- el inspector la interrumpió y le aclaró que él no era sargento, sino inspector-. Hace días que usted ha montado una cacería de brujas buscando una amante de Enrico…

– ¿Lo llama Enrico, a secas? – la interrumpió Villanueva.

– ¿Cómo quiere usted que llame a un hombre con el que hacía el amor?

El inspector y sus ayudantes se quedaron en silencio, como petrificados. No por el hecho de que la mujer admitiera ser la amante del ingeniero asesinado, sino por la forma como lo había hecho: sin tapujo, sin rodeos y sin esfuerzos. Todos estaban desconcertados, el inspector más que ninguno. Apenas pudo atinar una pregunta, quizás la más torpe o pueril que le pasó por la mente:

– ¿Lo admite así, sin más?

– ¿Y de qué manera quiere usted que lo haga? Creo que usted ha confundido la investigación. Se ha concentrado en buscar una amante, que ya consiguió, y ha descuidado todos los pasos del asesino.

– ¿Por qué no vino a hablar conmigo desde un comienzo?

– Porque no había razón para hacerlo. Aquí lo que ha habido es un crimen y usted se ha concentrado en desenmascarar un romance. Grave error, policía.

– Inspector- corrigió Villanueva, un poco fuera de sí.

– Como más le convenga, inspector.

– ¿Habló usted con el ingeniero antes de morir?

– Sí. Me llamó por teléfono desde el motel.

– ¿Estuvo usted en el motel “Gaeta” el catorce de febrero?

– Sí. Nos íbamos a encontrar allí. Para eso me llamó. Pero no llegué a verlo.

– ¿Por qué?

– Porque ya lo habían matado.

– ¿Cómo pudo saberlo?

– La habitación estaba rodeada de policías y de patrullas. Estacioné mi carro donde pude y los observé unos minutos. Alguien me dijo que un hombre se había suicidado. Supe que se trataba de Enrico. Pensé en bajarme y verlo, pero me pareció que ya no tenía sentido.

– ¿Qué no tenía sentido?

– Verlo de nuevo. Si no lo hubieran matado, tampoco estoy segura de haber entrado a esa habitación.

– ¿Por qué?

– Habíamos terminado hacía más de un mes. Para ambos fue una ruptura extremadamente dolorosa.

– ¿Lo amó usted?- preguntó Villanueva, comprendiendo en el acto que aquella no era una pregunta técnicamente policial.

– En realidad, no lo sé- y por primera y única vez durante todo lo que duró el interrogatorio, Rosana Scannone bajó la mirada. Villanueva percibió algo parecido al dolor en aquel gesto brevísimo.

– Ya la recuerdo- dijo el inspector, un poco fuera de orden-. Usted tiene un Fiat Tempra blanco, ¿no?

– Exacto, oficial. Es usted muy observador- el inspector prefirió ignorar el sarcasmo de la frase.

– Inspector, señorita, inspector. Por favor.

– ¡Oh!, discúlpeme. Aunque me parece que se enreda usted mucho con eso de los títulos.

– Tengo subalternos aquí presentes y usted es mi testigo. Es bueno para todos respetar los rangos. Yo la llamo a usted señorita y usted me llama a mí inspector. Es muy simple. Pero, en fin, ¿cree usted que haya habido otra mujer, alguna que se hubiera sentido desplazada o se sintiera celosa de la relación de ustedes, alguien que el ingeniero hubiera abandonado por usted?

– ¿Y va a seguir con eso?

– Es sólo una pregunta.

– No. No había otra mujer. Ni antes ni ahora. Sólo yo.

– Su ex-esposa, por ejemplo, ¿no cree que se sintiera humillada en ser desplazada por una mujer más joven que ella?

– Más joven y más bonita- completó Rosana, con una sonrisa pícara y coqueta en sus labios-. Pero no. Yo no desplacé a nadie. Su ex-esposa ya estaba desplazada desde hacía mucho tiempo. Eso era un asunto cancelado.

– Disculpe la pregunta, señorita- dijo el inspector, quien parecía haber encontrado el modo de interrogar a su testigo-, teniendo el ingeniero una casa de dos plantas con siete cuartos para él solo, ¿por qué hacían el amor en moteles para parejas?

– No hacíamos el amor en moteles para parejas. Ese día lo íbamos a hacer, pero no se pudo. Lo mataron, usted sabe.

– ¿Por qué está tan segura de que fue un homicidio?

– Un hombre no se mata mientras espera a una mujer para hacer el amor. Además, todos los periódicos han publicado que recibió un golpe fortísimo en la cabeza antes de morir. Por eso estoy segura de que lo mataron.

– Disculpe nuevamente mi curiosidad, pero ¿por qué ese día querían hacerlo en un motel?

– Debía llegar temprano a casa. Usted sabe, soy casada.

Atónito, el inspector abrió nuevamente el expediente de Rosana, el cual había sido facilitado por “Arkidiseños”, para verificar el estado civil de la señorita.

– No se moleste. Esa información no está actualizada en mi expediente.

El inspector Gerardo Villanueva era un fumador ocasional, pero siempre nocturno, preferiblemente entre tragos y amigos. Muy pocas veces lo hacía en el día, pero nunca antes del mediodía. Aquella mañana le pidió un cigarrillo a Rosana y fumó en silencio. Después de un par de chupadas, se volteó hacia ella y le preguntó:

– ¿Sabía su esposo de esta relación entre usted y el ingeniero Bianchi?

– Es usted demasiado previsible para ser policía, inspector. Pero sí, Luciano lo sabía. Y es celoso. Pero no fue él quien mató a Enrico.

– ¿Por qué tan segura?

– Porque Luciano no tiene, ¿cómo decirlo…?, el valor suficiente.

III

En la tarde el inspector recibió los reportes forenses y bancarios de Bianchi.

El informe forense ratificaba que Bianchi no había hecho el amor el día de su muerte. Igualmente señalaba que el arma asesina había sido accionada por su propia mano. Las únicas huellas del revólver eran las del ingeniero. Su mano derecha estaba impregnada por la pólvora del fogonazo mortal. El golpe en su cabeza se había producido antes de su muerte. El reporte de balística indicaba que el arma asesina no estaba registrada y su procedencia era ilegal, es decir, había ingresado al país de contrabando. Tal vez el ingeniero la había traído en alguno de sus innumerables viajes al exterior, o se la había comprado a algún traficante de esos que venden armas pequeñas a muy buen precio sin ningún tipo de preguntas. Más de la mitad de las armas de la población civil del país tenían ese origen, así que el dato no era, en realidad, relevante.

La tesis del suicidio cobraba fuerza a punta de evidencias. Pero entonces, ¿quién lo había golpeado antes de morir?

Uno de los detectives ayudantes de Villanueva propuso la hipótesis de que había sido golpeado antes de llegar al hotel, quizás en un asalto. Sin embargo, no le habían quitado nada: llevaba todo su dinero, tarjetas de crédito, reloj, cadena de oro y anillos. Además, en el carro no había huellas de sangre. La herida se había producido en la habitación poco antes de morir, con un objeto macizo que posteriormente había sido sustraído por el asesino.

Villanueva no descartaba que lo hubieran golpeado para dejarlo sin sentido y poder así accionar el arma a través de la mano del ingeniero, de tal forma que el suicidio fuera el dictamen policial con el cual el caso quedaría cerrado para siempre. Pero se les pasó la mano y el golpe fue demasiado fuerte, demasiado evidente. Esta hipótesis no la comentó a sus ayudantes. Quería que ellos siguieran pensando.

Los reportes bancarios de las cuentas en bolívares y en dólares que le fueron entregados al inspector, causaron un verdadero impacto en él. Las sumas que allí se manejaban, sobre todo en dólares, eran verdaderamente impresionantes. Por pura intuición, Villanueva supuso que estas cifras no se correspondían con lo que Bianchi recibía por su asociación en “Arkidiseños” . Entre los papeles de su patrimonio (entregados por los abogados del ingeniero después de muchas protestas y bajo fuertes presiones de encubrimiento criminal), Bianchi aparecía como socio único de la empresa “Aquatic Export Corporation”  y como uno de los dos únicos socios de la empresa “Air Way Express” . Compartía esta sociedad con un tal Domenico Marrosu, de origen italiano, pero nacionalizado ciudadano norteamericano. Ambas empresas se dedicaban a la exportación de frutas tropicales.

Bianchi tenía cuentas bancarias en Caracas, Maracaibo, Puerto Cabello, Nueva York, Miami, Palermo y Liorna. Gran parte de los movimientos de dinero eran a través de transferencias que iban de una cuenta a otra, con montos hasta de cinco millones de dólares. Finalmente eran descargadas en Liorna, siempre en Liorna, en cifras no mayores a los cien mil dólares diarios.

Los reportes telefónicos igualmente indicaban gran actividad internacional en las fechas en las que tenían lugar las transferencias bancarias. Villanueva solicitó información a Interpol.

Antes de visitar por primera vez la casa de Bianchi, el inspector hizo una breve parada en “Arkidiseños”, para entrevistarse un par de minutos con los socios. Ninguno de ellos sabía ni sospechaba nada de la existencia de las otras empresas de Bianchi. A una pregunta de Villanueva, informaron que la utilidad económica anual del ingeniero nunca había sobrepasado los treinta millones de bolívares.

IV

Villanueva llegó a la casa de Bianchi en una patrulla, acompañado por tres de sus mejores hombres. Nada en aquella casa parecía indicar que su dueño hubiera muerto. En realidad, a no ser por la sangre y los pedazos de masa encefálica regados en la habitación 512 del hotel “Gaeta”, nada parecía indicar que Bianchi hubiera muerto. En el fondo, nadie parecía lamentar su muerte, nadie parecía sufrir por su desaparición.  Ni su ex-mujer, ni sus tres hijas que vinieron desde Roma, enterraron al padre y se marcharon prácticamente en el mismo avión, probablemente con mejores cosas que hacer. Ni siquiera Rosana. O mejor dicho, Rosana menos que nadie. ¿Qué clase de vida lleva un hombre para no ser llorado a la hora de su muerte?

La casa era una residencia espaciosa, acabada en obra limpia con ladrillos color ocre. El recibidor estaba forrado con una espesa alfombra  color marfil. Mentalmente, Villanueva calculó que debía costar por lo menos dos o tres años de su salario. La comisión fue recibida por una especie de ama de llaves, una mujer rolliza y de cara agradable. Por su nombre, Villanueva dedujo que también era de origen italiano. Como parecía ser la persona de mayor rango dentro de la casa, fue a ella a quien Villanueva entregó la boleta de cateo. Y fue ella quien se encargó de guiar al inspector y a sus detectives por cada rincón de la casa. A una pregunta de Villanueva, la mujer respondió que además de ella estaban la cocinera y el chofer. El inspector ordenó que nadie abandonará la residencia mientras durara el allanamiento.

En una de las paredes del salón principal colgaban tres cuadros de formato medio. Villanueva creyó reconocer en uno de ellos a un Jacobo Borges. Frente a esa pared, había un pequeño bar de madera caoba oscura y cuatro butacas forradas en piel. Al fondo de la pared del bar estaban colgadas unas fotografías, casi todas en blanco y negro. Villanueva no las pudo reconocer, pero eran fotos de Nueva York tomadas por Andreas Feininger y una fotografía de la escritora Carson McCullers hecha por Cartier-Bresson. La colección concluía con una muestra de Paolo Roversi, tres fotografías de mujeres semidesnudas con rostros hermosos, pero tristes y deprimidos.

En general, Villanueva sintió que la casa emanaba un aire de tristeza, fastidio y soledad. Parecía ser el refugio de un cazador fallido, de un hombre que lo había intentado todo y no había encontrado nada. Cuando Villanueva se pescó a sí mismo con estos pensamientos, no pudo menos que sonreír para sus adentros: aquella era la casa de un triunfador, de un hombre de éxito que había logrado todo cuanto se había propuesto en su vida. Sin embargo, Villanueva sentía que eso sólo era la superficie, la frágil cáscara de una realidad agria y desoladora. Aquella casa parecía un monumento al fracaso, a la búsqueda sin encuentro. Parecía el mapa de una ruta equivocada e irreversible. Nada allí parecía ser personal, sino el producto de un gusto exquisito y costoso, pero hambriento, insatisfecho, inconcluso. En esa casa, la casa de un apasionado, parecía no haber espacio para la pasión. Al contrario, todo parecía producto de un orden frío y calculado. Pensó en Bianchi como un hombre equivocado.

Al revisar la biblioteca de Bianchi, el inspector encontró novelas de Sallinger, Carson McCullers, Leonardo Siascia, Truman Capote. Había una antología de Ungaretti, la única obra poética en aquellos anaqueles. El resto eran ediciones lujosas de clásicos de la literatura universal, novelas y teatro del siglo de oro español y algunos autores rusos. Poca literatura venezolana y casi nada de literatura latinoamericana, salvo un librito de cuentos de García Márquez y las obras completas de Roa Bastos. Sobre el escritorio encontró una edición de bolsillo de Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky. La hojeó descuidadamente, pero le llamó la atención una frase marcada con resaltado amarillo:

“Daría toda mi vida, y todo cuanto hay en ella, por una noche, por una hora, por un minuto más de tu amor”.

Ya sabía que esa frase que había visto en el diario-carta de Bianchi la había leído antes, pero no había logrado recordar dónde.

Durante sus años de estudio en la Academia tuvo oportunidad de leer gran parte de la obra de Dostoievsky. Eran lecturas obligatorias en el curso que dictaba el instructor Alfredo Marcano, un viejo ex-policía que dedicaba sus años de retiro a la enseñanza criminalística. Era uno de los instructores con mayor prestigio dentro de la Academia, a pesar de que sus enseñanzas eran verdaderamente poco ortodoxas. Esto le costaba, junto a la admiración de los verdaderos grandes policías, la burla de muchos de sus colegas y de la gran parte de sus alumnos, quienes estaban más interesados en las artes marciales, las clases de tiro o cómo presentar un informe breve y contundente que permitiera el cierre definitivo de un caso. Esa parecía ser la obsesión de gran parte de sus compañeros de estudio: cerrar casos. El viejo Marcano había estudiado Ingeniería en su lejana juventud, pero antes de culminar el tercer año de la carrera se cambió para la facultad de Humanidades de la Universidad de Bogotá para estudiar Filosofía y Letras. Al culminar sus estudios emigró hacia Nueva York, sin saber muy bien qué había ido a buscar allá. Casi por accidente se hizo policía de la Gran Ciudad. Comprendió que aquello era su vida. Fue agente secreto, uno de los poquísimos latinos que tuvo acceso al FBI. Pasó luego a Interpol y finalmente (“la tierra llama”, decía Marcano) ingresó al Cuerpo Técnico de Policía Judicial de Venezuela. En clase le decía a sus estudiantes que en el crimen se unían la pasión y el cálculo de la mente humana. Ese es el campo de batalla de un policía. Y para poder entrar en él, el policía debe ser un apasionado y un analista nato. El policía no es un justiciero, es un perseguidor tenaz y analítico, un investigador del alma humana. Les mando a leer Crimen y Castigo. Hablaron casi durante todo el semestre sobre la novela. Adicionalmente, como lecturas de apoyo, tuvieron que leer Los hermanos Karamazov y Los demonios, todas de Dostoievsky. Marcano decía que era el escritor con la mente criminal más perfecta que jamás hubiera dado la literatura. Aunque parecía un literato, Marcano era un policía ciento por ciento, el mejor que Villanueva hubiera conocido jamás.

Cuando Villanueva cayó en cuenta de que llevaba más de diez minutos revisando la biblioteca de Bianchi y rememorando a su antiguo profesor, tuvo que admitirse a sí mismo que él, el jefe de la investigación y el líder del allanamiento, no sabía a ciencia cierta qué estaba buscando.

Abrió con cierto desgano un pequeño armario en el que encontró algunos objetos deportivos: palos de golf, una bola de bowling, un par de raquetas de tenis, un par de cachuchas y un gorro playero para cubrirse del sol. Con cierto desgano tomó en sus manos la bola de bowling. Intentó introducir sus dedos en ella, pero no pudo. Poniendo un poco más de atención en lo que hacía, lo intentó con la mano izquierda y lo logró. Devolvió la bola a su lugar y cerró el armario.

En una repisa encontró una hermosa colección de pistolas Beretta, las preferidas para cualquier italiano.

Cuando se topó con la computadora personal de Bianchi sobre el escritorio principal de la biblioteca, la encendió sin pensarlo dos veces. Tardó casi una hora en encontrar el archivo que buscaba: CMVR4357. El comienzo era idéntico al que sus hombres habían encontrado en la oficina, pero este llegaba hasta el 30 de enero de 1992, es decir, dos semanas antes de su muerte.

“Viernes 25 de noviembre

Nunca creí posible que pudieras hacerme daño. Y sin embargo, me lo estás haciendo. No es el daño en sí mismo lo que me destroza, sino el hecho de que ese dolor tan lacerante y penetrante que me quema hasta los huesos, me llega justamente de ti. Tú, que eras como un bálsamo para mis heridas, te conviertes ahora en la herida.

Jueves 8 de diciembre

¿En qué nos equivocamos? Tuvimos en nuestras manos un regalo de la vida. Lo tuvimos todo y lo perdimos todo. Te pedí, te rogué, te advertí que no tenías derecho a dudar, ni siquiera por un segundo, de que lo que nos estaba ocurriendo era lo más real de nuestras vidas. La ficción, lo falso era lo otro, lo de afuera, lo que respiraba más allá de nuestras pieles. Lo nuestro era lo real, pero no pudiste o no quisiste creerlo. Le tuviste miedo al amor. Le tuviste miedo a ser feliz porque no sabías dónde se apoyaba esa felicidad, no sabías donde estaban las bases, las columnas, las vigas de hierro que la sostenían. Estaban en tu corazón, y por eso no las podías ver. Entonces cometiste el error de interrogar al amor, y el amor se burló de ti. Te dio pistas falsas, respuestas falsas, premisas falsas. Sólo tenías que creerlo y vivirlo. Lo difícil estaba hecho. Porque el amor es una pregunta, una incógnita, un enigma mágico y venenoso, pero nunca una respuesta. Como la muerte, el amor no quiere ser elegido. El es quien levanta su dedo devastador y te elige. Ahora ambos, tú y yo, inventaremos amores que no existen y perderemos horas, días, meses y años tratando de creer en ellos. De ahora en adelante comenzarás a buscar lo que acabas de perder. Y la perdida te será eterna, pequeña mía: esa será nuestra maldición. Temiste equivocarte (no quiero equivocarme de nuevo, me dijiste), y lo único que hiciste fue equivocarte. Porque esta vez el error era temer. Me cerraste tu vida y no te lo perdono. No te lo perdono, pequeña mía.

Jueves 21 de diciembre

Cuando ella me lo dijo sentí, en medio de mi sorpresa, un gran regocijo: “entré en ti, a pesar de ti, a pesar de tu muralla logré penetrar en tu cuerpo y anclarme en él, permanecer en ti, oculto y misterioso, bebiendo de tu sangre, creciendo tenazmente en tu vientre”.

Estaba tan atónito que no logré percatarme de que ella ya lo había matado cuando me dijo que vivía.

Esta noche, de pie en una esquina, acariciándola como un adolescente, sólo quise protegerla de todo, hasta del hijo minúsculo que latía agonizante en sus entrañas.

El inspector notó que este último fragmento no tenía el estilo epistolar de los anteriores. Este fragmento estaba escrito para sí mismo, como si fuera el trozo de un diario, como una nota destinada a no ser entregada a nadie. Esta apreciación se confirmaba por el hecho de que el siguiente fragmento, fechado el mismo día, volvía a adquirir el carácter epistolar de todos los anteriores:

Jueves 21 de diciembre

Hoy será tu noche negra, y me execraste de ella. Te acabo de dejar en medio de esta noche, comprendiendo que tal vez te pierda en ella para siempre.

Siento que agonizo. Sospecho que saldré de tu vida con la sangre mortecina que esta noche emanará de tu vientre

Viernes 30 de enero

Nunca he tocado a una mujer como te he tocado a ti. Y nunca un hombre te ha tocado como  lo he hecho yo. Porque yo no he tocado en ti a una mujer. He tocado en ti a la vida, al amor, a la muerte, al dolor, a la felicidad y a la tristeza. No eres para mí una mujer: eres un mundo, un universo, un todo en el que mi vida – mi desordenada vida, mi vida rompecabezas, mi vida disuelta y rota en pedazos- se unifica y cobra sentido al abrigar tu rostro en mi mano.

Siempre me dije a mí mismo: Ahora o nunca. Creo entender, a mis años, que dejé de vivir muchas cosas que estaban en el “después”. No quiero que tú seas una de ellas. Pero todo tiene un límite, pequeña mía y, por desgracia nunca sabemos donde está trazada la frontera entre la espera y el olvido.

Lunes 2 de febrero

Quise entrar en tu vida y eso fue, justamente, lo que menos pude…

Allí terminaba el diario-carta. Villanueva comenzó a pasearse por pensamientos que ciertamente no eran policiales: ¿qué es el amor, qué la pasión, qué la muerte? ¿Acaso la muerte había sido la única salida posible para Bianchi? ¿Qué quería ese hombre de esa mujer? ¿O quizá era simplemente eso: que la amaba, que la quería? Parecía que había enloquecido por aquella mujer delgadita y de bien talladas piernas, por aquella mujer de labios gruesos pero de ninguna forma hermosos, por aquella mujer que en ningún momento había dejado traslucir un poco de dolor por el amante muerto. Era como si a través de esa mujer, Rosana Scannone, Enrico Bianchi hubiera descubierto una visión maravillosa y devastadora de lo humano. En ese momento fue interrumpido por el ama de llaves:

– Tiene una llamada del señor Miguelangelo Pirelli. Usted dirá.

Villanueva se levantó dispuesto a seguirla y atender la llamada. Adivinando sus intenciones, la mujer le indicó que podía tomar el teléfono del escritorio, justo al lado de la computadora. Villanueva agradeció la sugerencia. La mujer cerró la puerta detrás de ella, pero el inspector no escuchó que sus pasos se alejaran.

– Inspector Villanueva, a sus órdenes.

Pirelli era uno de los socios de “Arkidiseños”.

– De acuerdo. En el “Carlson”. En una hora me parece bien.

Durante todo el trayecto que separaba la casa de Bianchi del bar “el “Carlson”, Villanueva no pudo quitarse de la cabeza la idea de que el ingeniero había estado metido hasta el cuello en negocios sucios. No podía precisar aún si como financista de operaciones relacionadas con drogas, con lavado de dinero o con contrabando. De lo que sí estaba seguro es de que era dinero sucio. ¿Por qué mantener sus empresas ocultas, si eran las que le producían el grueso de su fortuna? ¿Por qué tantas cuentas bancarias, por qué tantas transferencias, como si intentara despistar a alguien, evitar algún tipo de control? ¿Por qué tantos cargos y descargos sistemáticos? ¿Se habría burlado de sus aliados y ellos, en represalia, lo habían ejecutado? ¿O simplemente se había suicidado a consecuencia de un romance difícil? ¿De donde le salió tanta pasión a un hombre con una vida tan aparentemente tranquila y aburrida? Aunque en realidad, ¿quién podía decir que conocía verdaderamente a Enrico Bianchi, ingeniero de profesión, involucrado hasta el tuétano en negocios ilegales, amante empedernido de una mujer en apariencia fría y distante, asesinado de un balazo en un motel para parejas? De lo único que estaba seguro era de esto último: que había sido asesinado, pero no tenía pruebas, ni pistas, sólo indicios. Aun el golpe en la cabeza, no era más que un indicio. Sabía que al informar a sus superiores sobre la existencia de las empresas fantasmas y las cuentas millonarias en dólares, le quitarían el caso en un santiamén y se los darían a los de Narcóticos, que tienen más poder, más influencias, más privilegios y más presupuestos que el Departamento de Homicidios. Narcóticos era casi un departamento de Inteligencia, mientras que Homicidios era una unidad de persecución. “Los sabuesos”, así llamaban el resto del cuerpo policial a los de Homicidios. Sabía que apenas presentara su informe preliminar, le quitarían el caso. Así que, lo que tenía que averiguar, tendría que hacerlo ya, en las próximas horas.

“El Carlson”  era un pequeño bar ubicado en una elegante zona de la avenida Francisco de Miranda, a la altura de Chacao. Quedaba en la planta baja de un edificio semicircular con arquitectura perezjimenista  de los años cincuenta. Frente a la puerta de entrada había una fuente de aspecto triste y solitario, tal vez por la falta de iluminación. Villanueva se percató de que estaba de mal humor.

Al Villanueva entrar al bar, Pirelli se puso de pie para llamar su atención y estrechar su mano apenas estuvo a su alcance. Se sentaron. Miguelangelo comentó que el lugar era visitado principalmente por gente de publicidad, cine y televisión:

– Sin embargo, no es un sitio farandulero. Aquí viene la crema: productores, guionistas, directores e inversionistas. O tipos como yo, que tenemos la oficina cerca. Somos una especie de parroquianos de categoría.

Villanueva toleraba perfectamente a los ricachones muertos, asesinados, suicidados o desaparecidos. Pero no los toleraba vivos. Miguelangelo llamó al mesonero y ordenó un whisky para Villanueva. 

– No tomo whisky, señor. Tráigame un cubalibre con mucho hielo y limón- objetó Villanueva secamente. Le molestaba la gente que pensaba que lo mejor que se puede ofrecer en la vida es un whisky.

– Bianchi era uno de los suyos: sabía apreciar el buen ron. Me alegra descubrir que la persona que tiene a su cargo descubrir la verdad sobre su muerte prefiera el ron al whisky. Para mí el ron es una bebida apasionada, salvaje, cargada de deseos inmediatos. El whisky, en cambio, es tan moderado.

– Usted quiere decirme algo, ¿no es así?- cortó el inspector, tratando de ir directamente al grano.

– Sí. Tengo algo que decirle.

– Lo escucho.

– Enrico era mi amigo, un verdadero amigo. Lo conocía hace muchísimos años, desde antes de casarse con Virginia. Su muerte me ha impresionado mucho. Bueno, creo que lo correcto sería decir que me ha dolido mucho.

Sin saber muy bien por qué lo hacía, Villanueva comentó:

– ¡Vaya! Es la primera persona que me confiesa dolor por esta muerte.

– ¿Por qué dice eso? Todos en la oficina están muy consternados por la muerte de Enrico.

– Pero nadie lo ha expresado. Fue eso lo que quise decir. No me tome a mal.

– Esta tarde le mentí – prosiguió Miguelangelo -. Sí sabía de las empresas de Enrico.

– ¿Por qué lo hizo?

– Por respeto a su decisión de mantenerlas en secreto. Cuando usted se marchó, me pareció que ese secreto ya no tenía vigencia estando él muerto. Consulté con mis abogados y ellos opinaron que lo más saludable para todos era decir la verdad.

– ¿Qué más sabe?

– No mucho. Me enteré de estas empresas, muy exitosas según él, hace apenas un par de semanas, porque el mismo Enrico me lo comentó de forma absolutamente voluntaria, contando siempre con mi discreción.

– ¿Qué le dijo exactamente?

– Tenía problemas con una de ellas. Me contó que dos meses atrás se había perdido un cargamento de mangos. Se pudrieron todos. No servían ni para conservas. Me dijo que como él despachaba contra pagos previamente cancelados, el dinero de este embarque estaba ya en su cuenta antes de que saliera de La Guaira. El alegaba que al momento de estropearse los mangos, ya eran propiedad del cliente y responsabilidad de la empresa transportista. El cliente, por su parte, argumentaba que los mangos ya estaban infectados con una extraña bacteria que los había podrido a pesar de que se guardaron todas las normas de conservación por parte de la transportista, exigiendo de esa forma la devolución de la totalidad del dinero. Al introducirse el término “infección bacteriana”, la aseguradora podría tomar un largo e interminable camino de investigaciones bioquímicas antes de llegar a una decisión. Pero en el mejor de los casos, la aseguradora no reconocería nunca más del cincuenta por ciento del valor total de la mercancía.

– ¿Por qué le contó todo esto?

– Estaba amenazado de muerte.

Pirelli aprovechó la cercanía del mesonero para pedir una nueva ronda de tragos.

– Sus clientes eran sicilianos – continuó -, y había mucho dinero de por medio. Como ya supondrá, esa es una fórmula explosiva.

– ¿Conoce el nombre o los nombres de estos clientes?

– No, nunca me los dijo.

– ¿Conoce usted personalmente le sede de estas empresas?

– No. Sólo sé de ellas lo que me contó Enrico hace un par de semanas. Lo hizo quizás porque temía que lo asesinaran.

– ¿Estuvo usted presente en algún procedimiento o en alguna actividad relacionada con estas exportaciones?

– No, nunca. Ya le dije lo que sabía. ¿Por qué me hace estas preguntas?

– Porque me temo que estas empresas lo eran sólo en apariencia. Sus oficinas en Caracas están ubicadas en un edificio de mala muerte en el centro de la ciudad. El personal que maneja estas exitosas empresas, como las calificó el ingeniero Bianchi, se limita a un contador, un asistente contable y una secretaria-recepcionista.  Según los libros, la actividad es mínima y esporádica. Y entre los papeles no hay nada relativo al embarque de mangos del que usted me habla. Me temo que su amigo le mintió. Al menos en parte. O usted me miente a mí.

– ¿Por qué él iba a hacer algo como eso?

– ¿Y por qué iba a decirle Bianchi toda la verdad? En lo que me cuenta, creo que hay algo de cierto: dinero, mucho dinero y sicilianos. Pero no me creo la historia de los mangos. Tal vez sí hubo un embarque, pero no de mangos. Tal vez la carga se perdió, pero no a causa de extrañas bacterias, sino por agentes de aduana o por la policía antidrogas.

La expresión del rostro de Pirelli se volvió cadavérica. Se tomó el resto de su whisky de un solo trago.

– ¿Es cierto lo que me dice?

– Estamos trabajando en eso. No le puedo decir más. Aun así, su información ha sido muy valiosa – dijo Villanueva, dando por terminada la entrevista.

– Espere, espere un momento. Aún no he terminado.

Villanueva volvió al asiento del que apenas si había logrado levantarse.

– Lo que realmente quiero contarle no es esto. Como le digo, Enrico era mi amigo. Conocía muchas cosas de él, cosas que pudieran explicar su muerte o su suicidio. Usted será el encargado de descifrarlo. Pero en lo personal opinó que Enrico se suicidó.

Villanueva se dispuso a escucharlo atentamente, pero antes de proseguir, Miguelangelo pidió un par de tragos más.

– Sé que descubrió que la señora Scannone y Enrico fueron amantes.

– Así es. Es parte del sumario secreto de esta investigación. Creo que he subestimado a la comunidad italiana en este proceso.

– Quizás más de lo que se imagina.

Los tragos llegaron y Pirelli bebió un gran sorbo de su whisky. Villanueva apenas tocó el suyo.

– ¿Qué sabe usted que yo no sepa aún?

– Intimidades. Más nada. Hace meses, en esta misma mesa, Enrico me comentó que estaba saliendo con una chica de la oficina. Me sorprendí gratamente cuando me confesó que se trataba de Rosana Scannone. Tal vez sabe que yo soy el jefe directo de Rosana en la oficina. La impresión que tenía de ella era la de una joven muy despierta y muy talentosa, en ese orden. Me pareció que esas cualidades le harían bien a Enrico. Pero una cosa son las apariencias y otra la verdad. Aunque parecía muy segura y muy aplomada, Rosana resultó ser un mar de incertidumbres, al menos en lo referente a su vida afectiva. Al comienzo, según Enrico, todo fue maravilloso entre ellos. Pero de pronto, apenas a los tres meses de haberse iniciado la relación, ella quiso terminar. Había cosas que no le cuadraban con su vida. Enrico se negaba toda posibilidad de cancelar la relación. Personalmente, pienso que Enrico ha debido dejarla ir cuando ella quiso hacerlo, pero él insistía como un adolescente enamorado. Jamás lo había visto así por ninguna mujer, ni siquiera por Virginia, la madre de sus hijas. En esta misma mesa me dijo en más de una oportunidad: “no la quiero perder, no la puedo perder”. Era como si con ella se agotaran todas sus posibilidades de amor. No lo sé. Era como si estuviera inmerso en una especie de locura. Y ella también: quería terminar, pero apenas se veían era como si los ojos se les inyectaran de semen y de fluidos vaginales. Perdóneme la expresión, pero es lo que me parece haber visto. Estaban como locos. Pero eran dos locuras distintas.

– ¿Qué ocurrió entre ellos?

– No lo sé. Nadie lo sabe. Tal vez ni siquiera ellos lo sepan. Ella nunca hizo nada por cuidar, por cultivar la relación. Era Enrico quien hacía todo. Ella parecía esforzarse sólo por terminar aquel romance. Pero era como si no pudiera, como si estuviera embriagada por la locura de Enrico. Creo que pudieron haber sido muy felices, y sin embargo no sólo no lo fueron, sino que se hicieron mucho daño. Verá, cuando comienzan a salir, Rosana apenas tenía un par de meses separada de su esposo, un tal Luciano Pavetti. El tipo nunca dejó de perseguirla, aun sabiendo que se acostaba con Enrico. Al final, pero solamente al final, Enrico pareció comprender que no hay hombre en el mundo que persiga con tal tenacidad a una mujer si no es alentado por ella de alguna forma. Creo que Rosana no estaba preparada para que esta relación ocurriera en su vida. Tenía demasiado miedo de amar…

– Y el amor es un juego de valientes – interrumpió Villanueva, sin entender realmente por qué lo hacía, y rompiendo el sagrado principio policial de no interrumpir jamás a un declarante. Miguelangelo lo miró con asombro:

– Veo que es usted un detective sensible al amor. Eso me gusta. Tal vez así pueda dar con la verdad. Si es así, espero que sepa explicárnosla.

Miguelangelo Pirelli buscó en sus bolsillos su pipa y un sobrecito con picadura. La encendió, la aspiró con gusto y comentó:

– Creo que lo que los separó fue la presencia de Luciano. Pero Luciano estaba allí presente porque Rosana lo permitía, lo invitaba de alguna o de todas las formas posibles. Rosana es una mujer muy fuerte, muy aplomada, pero no se atrevió a amar a Enrico. Así veo yo las cosas. De los dos, Enrico fue quien salió perdiendo: ella fue más fuerte que él. Pero no le dé mucha importancia a este detalle, a este alarde de fortaleza. De los dos, Enrico fue el más valiente. Y recuerde que en la vida las cosas no son de quien puede, sino de quien se atreve. Pienso que Enrico se atrevió hasta el punto de terminar con un balazo en la cabeza. Ella, aun pudiendo, no hizo nada. Se limitó a ser testigo de su propia historia de amor.

– ¿Cómo terminó todo entre ellos? – preguntó Villanueva, un poco fastidiado.

– Lo que le voy a decir es una confidencia. Sé que a usted puedo hacérsela: al final ella quedó embarazada. Cuando se lo confesó a Enrico, ya había tomado los medicamentos que le producirían el aborto. El quiso apoyarla aún en este trance, pero ella no lo dejó. Allí terminó todo. Fue un final muy triste y muy duro.

– Y cree que eso lo llevó al suicidio.

– Absolutamente.

V

Antes de llegar a su casa, el inspector se detuvo a cenar en una pollera. Pidió una cerveza y trató de no pensar en nada. Intentó concentrarse en el bautizo de uno de sus sobrinos, pautado para el próximo fin de semana; intentó distribuir mentalmente su paga quincenal para poder sobrevivir a la reparación de los frenos de su chevette; trató de pensar en qué momento de la semana podría llevar su ropa a la tintorería, pero no lo logró: tenía a Enrico y a Rosana clavados entre ceja y ceja. Con cierto mal humor, se dio cuenta de que la luz de neón de la pollera le hacía daño en los ojos. Sin pensarlo más, se levantó para hacer una llamada telefónica.

– ¿Señorita Scannone? Buenas noches. Es el inspector Villanueva. Disculpe la hora, pero necesito hablar nuevamente con usted.  No, no en la comisaría. Me gustaría hacerlo hoy, ahora mismo, si no le importa. No se trata de una entrevista oficial. Simplemente necesito conocer un par de cosas. Muy bien, en su casa en veinte minutos.

El inspector Gerardo Villanueva aceptó el ron en las rocas que le ofreció como alternativa Rosana Scannone. Era ron cubano, de los mejores del mundo. Tal vez el que tomaba Enrico cuando la visitaba. El apartamento era de regular tamaño (no más de cien metros cuadrados), muy cálido y acogedor, con las paredes forradas en fotografías, casi todas en blanco y negro. Se sentaron el uno frente al otro, como si se dispusieran de entrada a la confidencia. Villanueva inició la entrevista:

– Esta visita no es oficial. No incluiré nada de lo que me diga como parte de mi informe.

– No lo comprendo ni entiendo esta visita suya, inspector, pero me muero de la curiosidad. Además, me tiene asombrada el montón de horas que usted trabaja al día. Pero a ver, dígame: ¿qué es lo que quiere saber?

– En realidad no lo sé. Vea usted: el trabajo policial suele ser algunas veces muy sucio, muy asqueroso. No respetamos nada: invadimos la intimidad de las personas, desmantelamos sus secretos, hurgamos en la basura, en la ropa sucia de las víctimas, en sus escritos. Muchas veces sacamos a la luz secretos o inclinaciones de una persona que nadie las sospechaba de ellas antes de haber sido asesinadas. A veces llegamos a conocer mejor a una persona después de muerta que sus mismos parientes cuando esa persona vivía. Le digo esto para que entienda las razones por las que he tenido que leer una especie de correspondencia que el ingeniero Bianchi mantenía con usted. Nunca la menciona, pero es obvio que es usted la persona a quien le escribía.

– Usted no deja de sorprenderme, inspector. Esta mañana me trata como a una callejera al preguntarme casi literalmente si había fornicado con Enrico, y ahora viene con un tacto digno de Scotland Yard a confesarme que ha leído los escritos de mi amante. Sí, tiene usted razón: esas cartas eran para mí. Hay muchas más, escritas a mano, frases escritas en servilletas, en cajas de fósforos. Enrico tenía una gran necesidad de escribirme cosas, como para que ambos las comprendiéramos mejor, para aclararlas y definirlas con la precisión que el verbo hablado no siempre nos permite.

– Creo que era un romántico.

– No, inspector. No se equivoque: era un apasionado. Y usted tiene que aprender la diferencia que hay entre un romántico y un apasionado si quiere andar por la vida resolviendo crímenes y homicidios.

– ¿Lo amó usted?

– Es la segunda vez en el día que me hace la misma pregunta. Sé que no tengo que responderle, inspector, pero sí, me temo que lo amé. Y mucho. Pero no supe reconocerlo. Lo que más temía en el mundo era amarlo de la manera como el decía amarme: desde el dolor, desde la pasión, desde la locura. Pero el miedo me llegó tarde: ya lo amaba cuando temí amarle. Y la conciencia de ese amor me llegó aun más tarde, quizás cuando ya estaba muerto.

– Si lo amaba, ¿por qué volvió con Luciano?

– Luciano es estable, él siempre estará conmigo pase lo que pase. Enrico no. Enrico demanda cosas, requería de cosas. Quería amar y quería ser amado. Luciano, en cambio, estará conmigo a pesar de todo. Sé que él me perdonará cualquier cosa que yo haga. Podré llegar hasta despreciarlo y él igual seguirá a mi lado. Sí, ya sé lo que está pensando, que es una posición muy cómoda y ruín de mi parte. Y tiene toda la razón. Pero no soporto el dolor. Luciano me ama, pero no puede hacerme daño. No puede hacerle daño a nadie. En cambio Enrico me hacia daño con su sola respiración, porque lo amaba. Su voz, su cuerpo, sus palabras, sus escritos: todo en él me era necesario. No sé cómo él podía vivir con tanta carga de amor. A mí me horrorizaba tanto amor. Entonces Luciano me era vital: era como un salvavidas en medio de una tormenta en altamar. Luciano estaría siempre cerca para socorrerme. Por eso jamás lo pude espantar de mi vida.

– ¿Cree que Enrico se haya suicidado por usted?

– No creo que esa sea una pregunta decente, policía.

Rosana se levantó y colocó un poco más de Cynar en su vaso.

– ¿Cómo terminó todo entre ustedes?

– Creo que usted lo sabe, ya que ha leído las cartas de Enrico. Pero si quiere mi versión, se lo puedo contar: descubrí que estaba embarazada, lo que me generó una presión que no pude resistir. Creo que nunca he tenido una noticia tan desagradable como la de ese embarazo. No deseo niños en mi vida, así de simple. Soy una mujer técnicamente estéril: no puedo quedar embarazada a menos que me someta a un tratamiento largo y penoso. Jamás en todos mis años de actividad sexual he tomado ni hecho nada para evitar quedar encinta. Ese embarazo no debió ocurrir, así de simple. Apenas me enteré, decidí interrumpirlo. Y con él, con el aborto, terminar definitivamente con Enrico. Creo que él no comprendió nada. Yo misma a veces no entiendo lo que hice, pero lo hice y punto. El día que decidí volver con mi esposo, llamé a Enrico por teléfono y le dije “te amo”. Y era cierto. 

Ambos guardaron silencio durante unos segundos. De pronto ella exclamó:

– Permítame mostrarle algo.

Rosana se levantó casi de un salto de la butaca en la que estaba sentada. Entró a un cuarto y reapareció con una cajita forrada en terciopelo azul. Volvió a su asiento, abrió la cajita y, después de buscar durante unos segundos entre un montón de papeles, le entrego a Villanueva un trozo de papel:

– Aquí está. Tome. Fue la última nota que me escribió – dijo Rosana, como quien muestra un trofeo de guerra.

Era la primera vez que el inspector veía la letra viva del ingeniero Enrico Bianchi. No era una letra bonita, pero era clara y muy legible, como de alguien que ha trabajado mucho tiempo en dibujos técnicos. Parecía más la letra de un arquitecto que la de un ingeniero. Le llamó la atención, además, la rectitud de la caligrafía, como si se tratara de una persona zurda. La nota decía:

“Y si tú no pudiste amarme, entonces déjame solo, como si hubiera muerto, como si jamás hubiera existido, como si yo hubiera sido sólo parte de un sueño del que quisiste despertar. Sólo eso.

Ahora nuestra maldición será habernos perdido después de habernos encontrado”.

El tipo insistía en escribir como un personaje dostoievskiano, pensó Villanueva.

Cuando salió del apartamento de Rosana, el inspector sintió  unos intensos deseos de fumar. “Si sigo en este caso, voy a terminar con un nuevo vicio”, pensó Villanueva. Se detuvo en una lunchería y pidió una caja de Marlboro rojo. “Fue metafórico este aborto: una mujer física y afectivamente estéril es penetrada por el amor de un hombre al punto que logra sembrarla. Ella no resiste y lo expulsa, de su vientre y de su vida”.

Camino a su casa pensó de nuevo en la maldición amorosa de la nota. Realmente Rosana debía ser una mujer muy fuerte o muy cobarde para resistirse a la tenacidad de ese hombre. O tal vez fuera fuerte y cobarde al mismo tiempo. Repasó en su memoria la caligrafía del ingeniero, hasta que de pronto cayó en cuenta de un detalle tan simple y trivial que lo había dejado pasar por alto dos veces en el día. Recordó la bola de bowling de Bianchi y su torpeza para no reconocer una bola diseñada para un zurdo. La letra tan derechita, sin ningún tipo de inclinación, era la típica letra de un zurdo. En ese momento sintió que su cabeza estallaba en un torbellino de ideas: el cuerpo de Bianchi en la habitación 512 del hotel “Gaeta”, la sangre coagulada bajo su cabeza, sus ojos abiertos ante el espanto de la muerte (o del amor, pensó Villanueva, porque sus ojos apagados y vidriosos seguían siendo ojos de amor), el olor a orín y a vísceras que emanaba el cadáver, la pistola al lado de la mano derecha del ingeniero.

Tuvo que intentarlo tres veces antes de conseguir un teléfono público que funcionara. Llamó a Rosana. Lo confirmó: Enrico Bianchi era zurdo. Y un zurdo jamás se suicida con la mano derecha, igual que a un diestro no se le ocurre suicidarse con la mano izquierda. Además, un italiano amante de las Berettas, no se suicidaría jamás con una Smith & Wesson. Había sido asesinado. Era un homicidio.

VI

Gerardo Villanueva retardó hasta donde le fue posible la entrega de su informe preliminar sobre la muerte de Enrico Bianchi, pero aun así no pudo retener por mucho tiempo el caso en sus manos. No contaba con los recursos para llevar adelante la investigación: no podría viajar a Nueva York e inspeccionar personalmente las oficinas de “Aquatic  Export Corporation”  y “Air Way Express”.  La comunicación con Interpol de Estados Unidos debía hacerla únicamente a través de faxes que tardaban horas en ser transmitidos ya que la maldita Xerox no funcionaba nunca cuando debía. Y cuando le respondían, alguna secretaria analfabeta tomaba el fax y lo ponía en el primer escritorio que se le ocurría, pero nunca, ni por error, en el suyo, lo que lo condenaba a pasarse horas buscando en todos los escritorios las respuestas a sus faxes. Informes solicitados por esta vía a Interpol reseñaban que Domenico Marrosu, el socio italo-americano de Bianchi, había sido asesinado dos días después que el ingeniero, en circunstancias que la policía de Nueva York continuaba investigando. Tal como lo temió Villanueva, el caso de Bianchi paso a manos de la gente de Narcóticos.

En su informe preliminar Villanueva exponía todos los indicios que había encontrado para que la investigación prosiguiera por la vía del homicidio. Sin embargo, él sabía que Enrico Bianchi se había suicidado no por su propia mano, sino pidiendo una pequeña ayuda a sus vengativos enemigos. Técnicamente aquella muerte era un crimen, pero en términos más humanos (Villanueva tenía cierta reticencia a utilizar la expresión “en términos más poéticos”), Enrico Bianchi se había suicidado. No dejaba de sorprenderle el hecho de que hubiera estado investigando una muerte por amor. Lamentó mucho no poder colocar eso en su informe.

Esa noche, al salir de las oficinas de la PTJ, tomó un teléfono público y llamó a Alfredo Marcano, su antiguo profesor en la Academia. La noche aún era joven y faltaban algunos cabos por atar.

(Este relato pertenece al libro “El atador de cabos”, publicado por Monteávila Editores, Caracas, 1999).

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