El malecón estaba sembrado de viernes por la noche: parejas abrazadas, borrachines aglomerados sobre los muros alrededor de una botella, putas viejas y baratas caminando infatigablemente. Eduardo desvió sus pasos y se dirigió hacia la primera de las callecitas transversales que encontró. Ocultos tras de un árbol de mango, un par de muchachos compartían una lata de cerveza. Uno de ellos le salió al paso y le pidió un cigarrillo. Él lo negó con un gesto de manos.
– Ven acá – dijo el muchacho, mientras sacaba una pistola. – Agáchate.
Lo empujó hacia el árbol y lo obligó a ponerse en cuclillas. El otro muchacho, un mulato regordete, lo esperaba con un cuchillo en la mano:
– Dame la plata – le dijo el de la pistola.
– No te doy un carajo – les dijo Eduardo con firmeza.
– Tú te quieres morir hoy, ¿no? – le preguntó el de la pistola.
– No te voy a dar un coño – repitió Eduardo.
– Sácate la cartera – ordenó el mulato.
– ¿Me vas a matar? – preguntó Eduardo, retador.
– Sólo te voy a destripar, huevón. Sólo eso. Haz que me arreche y te hago comer las tripas- le respondió.
– ¿Por qué no te callas y lo haces?
– Que me des la plata, coño – insistió el otro, el de la pistola.
– Tú no me estás oyendo, ¿verdad? Ya te dije que no te voy a dar un carajo.
El mulato del cuchillo le asestó una patada en la espalda que lo hizo caer al piso. El de la pistola le dio un cachazo en la cara, mientras su compañero volvía a patearlo en las costillas.
– Te gusta eso, ¿verdad? Te gusta que te coñaceen, ¿no? Te gusta comer mierda, ¿no?
Eduardo se cubría la cabeza con los brazos, sin decir nada. El mulato le revisó los bolsillos y le sacó la cartera. El otro le quitó el reloj y un anillo. Mientras evaluaban el botín, Eduardo les dijo:
– Mariconcito, ¿por qué no me pegas el tiro? ¿Te da cague?
El de la pistola se agachó nuevamente y puso su cara grasienta y brillante junto al rostro de Eduardo:
– No me provoques, maldito hijo de puta, no me provoques…
– Mariquito cagón – repitió Eduardo, convulsionado por una risita histérica.
El tipo cargó la pistola y la estrujó contra la mejilla de Eduardo. El dedo le temblaba.
– Tranquilo, tranquilo – le dijo el otro -, ese pendejo lo que está es borracho.
El de la pistola continuaba hundiendo su arma contra la mejilla de Eduardo. Lo único que le quedaba por hacer era apretar el gatillo.
– Se me mueve el dedito y te mueres, cabrón. Se te desparraman los sesos sobre la calle entera. Se te abre la frente en dos. Se te saltan los ojos. Mañana te comen los gusanos.
– Entonces mueve el culo, huevón. Mueve el culo – volvió a retar Eduardo.
El de la pistola se levantó de un solo salto. Se puso de pie frente a Eduardo y le dio una última patada en el estómago. Eduardo ya no pudo decir nada más.
Los tipos se fueron en silencio. Eduardo permaneció tirado en el piso un rato más. Cuando se levantó se sintió mareado. La nariz y la boca le sangraban. Se limpió con la manga de la camisa. Se apoyó contra el árbol y lo abrazó. Entonces comenzó a temblar, de miedo. No pudo evitar irse en vómitos.
– Coño, viejo, así no puedes estar aquí – le dijo Aureliano, el barman del “Neptuno”, cuando lo vio sentado en la barra.
– Sólo dame un ron. Seco, por favor.
Aureliano ignoró el pedido. Se fue a un extremo del mostrador y le hizo señas a una mujer que atendía a otra que, por su ropa, parecía ser una cliente. Cuando se acercó, le habló casi al oído, señalando a Eduardo con la mirada.
Belkys caminó hacia él:
– Ven, acompáñame – le dijo con tono autoritario.
– Coño, Aureliano es un huevón. Lo único que tiene que hacer es traerme un maldito ron y más nada.
– ¿Tú te has visto en el estado que andas?
Tenía el labio superior y el ojo izquierdo hinchados, las mejillas y la barbilla cubiertas de sangre reseca, el pelo y el bigote los llevaba amarillentos de tierra.
– ¿Quién te hizo eso?
– Un par de mariquitos. Pero los voy a joder.
– Ven, acompáñame. Sólo voy a ver qué te hicieron.
Lo tomó firmemente de la mano. Eduardo se dejó llevar. Belkys lo arrastró a través de la pista de baile, lo sumergió luego por una puertecita angosta y bajita que estaba al fondo y lo ayudó a subir por unas escaleras oscuras. Al final se veía el resplandor de la luz amarilla y mortecina del segundo nivel. Desde allí apenas se oía la música del “Neptuno”. El piso era de madera. Atravesaron un pasillo poblado por puertas a lado y lado. Algunas estaban abiertas. En su interior había otras muchachas más o menos de la misma edad y del mismo tipo de Belkys: mestizas de piel canela con la cara pintorreada y los pelos alborotados, todas con faldas cortísimas, mostrando las piernas cubiertas con medias de nylon y calzando enormes y puntiagudos tacones. Fumaban y hablaban, echadas sobre el borde de sus camas. Belkys no necesitó de llaves para abrir la puerta de su cuarto. Encendió la luz y se separó de Eduardo. Acomodó como pudo el desorden de su cama e invitó al hombre a sentarse.
– Lo que quiero es un ron, no sentarme en ninguna cama de mierda.
Belkys lo miró pacientemente, respiró hondo y salió, cerrando la puerta tras ella. La diminuta habitación tenía por ventana un pequeño boquete forrado con tela metálica en la parte superior de la pared del fondo. Estaba tan alto que para poder ver a través de él, había que encaramarse obligatoriamente en alguna silla. En la pared de enfrente había un espejito. Se levantó y se miró en él.
– ¡Mierda! – exclamó. Se volvió a sentar. Buscó en el bolsillo de la camisa, pero no encontró su cajetilla de cigarros. Se dejó caer sobre la cama.
Estaba casi dormido cuando Belkys volvió a aparecer. Llevaba en las manos una botella de ron medio vacía, una poncherita de plástico llena de agua y una toalla que alguna vez debió ser roja. Eduardo abrió sus ojos para recibirla, pero no se levantó. Le dolían las costillas.
– Vamos, levántate. Aquí no te puedes dormir.
Eduardo obedeció mecánicamente. Se reincorporó dolorosamente.
– Toma – le dijo mientras le entregaba la botella de ron -. No tengo vasos.
Puso la poncherita en el piso para luego humedecer una punta de la toalla. Con el extremo mojado comenzó a limpiarle la cara, mientras que con la parte seca iba restregando la mugre humedecida. El tratamiento era insuficiente para quitar el desastroso aspecto de Eduardo, pero al menos lo convertía en un desastre limpio. El ojo izquierdo parecía continuar hinchándose cada vez más. Desabotonó la camisa del hombre y se la quitó. Buscó en un baúl, sacó una franela y se la puso.
– ¿Qué te pasó?
– Me asaltaron. Un par de mariquitos. Pero los voy a matar. No les di un coño. Me entraron a patadas y me lo quitaron todo, pero yo no les di nada.
– Un tiro es lo que te han podido dar, por pendejo.
– Baja y cómprame una caja de Lucky.
– Si vuelvo a bajar me tendré que quedar.- Diles que estoy contigo. Yo pago.
– Eso no se puede.
– ¿Qué pasa? ¿Acaso mi dinero no vale?
– No tienes dinero, ¿no y que te robaron todo? Además, te acostaste con Yajaira y no pagaste. Nadie se quiere acostar más contigo.
– No me acosté con ella: me la cogí.
– Eres un cerdo, coño – dijo Belkys tirando la toalla sobre la cama. Buscó en la gaveta de la mesita de noche y sacó una cajetilla de Belmont. Se la puso a Eduardo sobre la cama.
– Y no le pagué porque olía a morcilla, a morcilla podrida con ajo y cebolla.
– Das asco, ¿sabes?
– Asco da esta vaina – dijo, señalando el Belmont que encendía.
Belkys agarró la cajetilla y sacó un cigarrillo para ella. Eduardo empinó la botella y bebió un enorme trago. Arrugó la cara.
– Quiero que te quedes conmigo.
– No se puede. No tienes real y le debes la noche a Yajaira. Te aceptan en el bar porque eres cliente viejo, más nada. Pero ya no te quieren aquí.
– ¿Quién no me quiere?
– Nadie. Ni las muchachas, ni Aureliano, ni Rodolfo, ni Johnny.
– Pues, que se vayan todos al mismísimo carajo. Me sabe a mierda.
– A nosotras también.
– ¿No te provoca quedarte conmigo, así, sin que nadie se entere, tirando de verdad?
Belkis era fea. Tenía la cara redonda y los cachetes inflados. Su boca era amorfa, como sin limites entre sus labios y el resto del rostro, con los ojos pequeñitos como escondidos entre la gordura de sus mofletes. Cuando alguna vez la había besado, Eduardo sintió que su lengua era como un músculo baboso e impreciso. Le repugnaba besarla, aceptar esa babosidad sobre su cuello, sobre sus labios. Pero tenía lindos senos y bellas piernas. Prefería besar su sexo que su boca. Porque su sexo era hermoso. Su abertura vaginal tenía la perfección que no tenían sus labios.
– Si no pagas, no me provoca mucho.
– Ven acá, acércate un poquito.
– Tengo que bajar. Quédate un rato más, pero no te duermas. Te tienes que ir.
– Espera un minuto – le dijo. Se puso de pie. Buscó la cajetilla y sacó otro Belmont-. Déjame verte solamente. Quiero ver tus piernas.
– No se puede.
– A ver. Sólo las piernas. Casi las veo por completo, pero quiero verlas sin las medias.
Se inclinó frente a ella y le levantó la diminuta falda.
– Son lindas. Cada vez que las miro, siento que estoy mirando las piernas de una mujer, de una hembra de verdad.
– Sólo mira.
– Voy a mirar. Sólo mirar.
– No me toques.
– No te toco. Acaricio tus piernas. Sobre tus medias. Estoy tocando tus medias.
– Tengo que bajar. Allá abajo hay una tipa con un celular que repica cada diez minutos. El novio la busca y le pregunta que dónde está. El tipo le entró a coñazos. Ella dice que él está loco por ella y que fue por eso que lo hizo, pero yo no creo que un tipo que le pegue a una mujer pueda quererla. Tal vez la quiso, pero desde el momento que le pega, deja de quererla. Ella está jugando con él por el telefonito ese que tiene y le dice “caliente, frío”, mientras el tipo se acerca o se aleja. Cuando el tipo agarra la ruta equivocada, ella le dice: “frío”. Cuando retoma el camino correcto, le dice: “vas bien: tibio”. Yo le dije: “dile que estás con otro, que te lo está metiendo, que te gusta que otro te lo meta, que te asusta y te encanta que otro te posea”. Pero ella le dice: “estoy con un señor muy simpático que me está invitando tragos y se ríe bellísimo”. La tipa es medio tonta. No sé cómo vino a parar acá. Capaz que le haya dicho al novio la dirección exacta del bar y esté dándole ahora mismo la paliza de su vida.
Mientras hablaba, Eduardo había logrado quitarle las medias de nylon. Sabía que debajo de ellas nunca usaba pantaletas. Belkys le mostraba la desnudez de sus piernas. Eduardo recorría su piel con sus manos, apenas tocándola.
– Voy a olerte.
Y sin esperar su aprobación, acercó su rostro a sus piernas.
– Voy a olerte toda, sin tocarte.
Y levanto aún más su falda. El sexo de Belkys quedó a la vista. Eduardo pasó su nariz por encima de la vellosidad de su pelvis. La olfateó hambriento. Se aproximó. Con sus manos separó un poco las piernas de la mujer. Sacó su lengua y la tocó. Ella misma se abrió aun un poco más. El continuaba jugando a olerla. Pero no tardó en hundir su cara en el monte oscuro de su sexo. La lamió con brío e impudicia. Sus manos buscaron sus senos. Intentó acostarla. Ella aprovechó esa maniobra para separarse bruscamente de él. Eduardo sintió un agudo dolor en las costillas.
– Déjame. Te dije que no tocaras. Tengo que bajar.
Se puso las medias y se acomodó la falda. Antes de salir, le dijo:
– Págale a Yajaira. Ya nadie te quiere por aquí.
El malecón estaba semidesierto. Quedaban los beodos inagotables, las putas más viejas y repulsivas y algún caminante trasnochado. El mar seguía golpeando con obstinada vehemencia el empedrado malecón. Eduardo se sentó sobre el muro y miró a los pocos caminantes que aún poblaban su noche. De vez en cuando miraba el mar. El viento arrastraba los papeles y la basura, haciéndolos deambular la calle como extrañas criaturas nocturnas.
En algún lugar, en alguna habitación, en alguna cama, tal vez un par de amantes estuvieran intentando acercarse al amor a través de sus cuerpos, de sus voces, de la acrobacia de sus manos, del impredecible efecto de la confesión de sus secretos, de la fragilidad de sus sonrisas, de la incansable búsqueda de sus miradas, del inútil intento por olvidar lo pasado.
Eduardo se levantó y caminó de nuevo hacia el callejón donde horas antes lo habían asaltado. Le dolía respirar. Pensó que tal vez le habían fracturado algún hueso. No había nadie en la calle oscura. Arribó sin novedad a la otra vía, solitaria pero bien iluminada. Anduvo por ella. Tendría que caminar por lo menos una hora antes de llegar a su casa. Buscó un cigarrillo inútilmente: había olvidado la cajetilla de Belmont en la habitación de Belkys. Un carro pasó a su lado. Iba muy despacio. Se detuvo pocos metros delante suyo. Era una patrulla. De su interior bajó un policía gordo.
– Documentación, ciudadano.
– No tengo, señor agente. Me asaltaron
– Muéstreme su denuncia.
– No he puesto ninguna denuncia. Me asaltaron, me fui a tomar un trago y lo único que quiero es llegar a mi casa.
– Contra la pared.
– Le estoy diciendo que me asaltaron, dos carajitos… – replicó Eduardo.
El policía sacó, amenazante, el rolo de su cinturón.
– Que te pongas contra la pared.
Eduardo obedeció. El pecho le dolía. El policía palpó con violencia las piernas, la cintura y la espalda. Le hizo daño.
– Coño, ¡ten cuidado! – protestó Eduardo.
– Móntate en la unidad.
– ¿Para qué?
– ¡Que te montes te digo! Aquí el que pregunta soy yo.
– A mí me asaltaron y me entraron a patadas. Yo soy la víctima y ¿soy yo quien va preso?
De la patrulla se bajó el otro policía, el conductor.
– Móntate en la unidad y en la comisaría haremos las averiguaciones.
– Lo que quiero es irme a mi casa. No me voy a montar en ninguna patrulla de mierda.
Con un rapidísimo movimiento de mano, el policía gordo golpeó con su rolo el muslo derecho de Eduardo. Se encorvó de dolor y perdió el equilibrio, pero no cayó al piso. El otro policía-conductor intervino:
– Sargento…
– No se meta, cabo. No se meta – advirtió el policía gordo. Volvió a golpearlo, esta vez en el brazo.
– Sargento, conozco a este hombre…
El sargento retrocedió como por arte de magia. El cabo continuó hablando:
– Trabaja en el puerto, en aduanas. Es gerente de una agencia. Se conoce a toda la Guardia Nacional del puerto.
– Un gerente no anda como un vago caminando sin papeles por las calles, con la camisa llena de sangre y con la cara hinchada como un cochino- replicó el sargento.
– Ando por la calle como me da la gana, gordinflón de mierda, maldito hijo de puta, grandísimo coño de tu madre.
El sargento se estremeció de rabia ante el insulto, pero también se asustó. Retrocedió aún un paso más. ¿Quién demonios podía atreverse a hablarle así, con aquella facha de maleante nocturno?
– Prepare su arma, cabo. Este hombre es peligroso.
– Yo lo conozco, sargento. Este tipo se sienta a beber cervezas con mi comandante y con el coronel de la Guardia de aduanas.
– Retírese a la unidad, cabo – ordenó el sargento.
– Cuidado con lo que hace, sargento. No se meta en problemas.
El cabo obedeció. El sargento guardó el rolo y lo siguió. Cojeando por el dolor que aun le causaba en la pierna el rolazo recibido, Eduardo se encaminó contra el policía gordo:
– Te jodiste, gordito. Estás bien jodido, ¿me oíste? Mañana, a esta misma hora, te vas a morir de la ladilla pagando calabozo. Voltéate. Mírame. Me llamo Eduardo Landaeta. Escúchalo bien. Eduardo Landaeta. No vas a tener un fin de semana libre en los próximos diez años. ¿Sabes quién voy a decir me que puso la cara así? Tú, maricón, con tu rolito de mierda.
El sargento se detuvo y se volteó para encararlo.
-Anda, mariconcito. Saca tu pistolita. Dispara. ¿Sabes qué voy a hacer mientras estés en el calabozo? Me voy a coger a tu mujer. Voy a acabarle en la boca. Tu mujer me lo va a mamar mientras te pudres de la ladilla en tu calabozo. Le voy a chupar las tetas y se lo voy a meter bien duro, huevonote. No me importa que sea una negra gorda, como tú, igual me la voy a coger.
El cabo llamó al sargento:
– Sargento, móntese. Vámonos de aquí.
El sargento se volteó nuevamente y terminó de llegar a la patrulla. Se montó en ella y, antes de largarse, le gritó a Eduardo: ¡Loco de mierda!
Eduardo sintió un fuerte dolor en el pecho. Apenas si podía respirar. Tenía ganas de volver a vomitar pero no pudo. Estaba asustado. Tenía miedo y dolor. Se tiró al piso. Sintió algo parecido al deseo de llorar. Se recostó contra la pared de la fachada de una casa y se durmió.
– ¿Tienes plata?
Eduardo retrocedió contra la pared que le había servido de apoyo mientras dormía. Frente a su cara, a menos de diez centímetros, tenía el rostro de un viejo pestilente y desdentado.
– ¿Tienes o no? – volvió a preguntar el viejo.
-Nada. No tengo nada.
-Malo, eso está malo. Siempre hay que llevar algo de plata. ¿Tienes algo para tomar? ¿Algún cigarrito?
Eduardo no respondió nada. No sabía si estaba despierto o si aquello era parte de una pesadilla.
-Yo sí tengo. Toma – el viejo sacó de su mugriento pantalón una botellita de aguardiente. Bebió un enorme trago y luego se la pasó a Eduardo. El brebaje amargo y picante lo estremeció y, de alguna manera, lo revivió:
– ¿Tienes cigarros? – le preguntó al viejo.
– Unos cuantos.
-Dame uno.
Eduardo sintió frío. Le quitó al viejo la botella de la mano y se empinó otro trago largo. Su cuerpo se sacudió involuntariamente.
– Tienes un problema en ese ojo, un problema bien gordo – dijo el viejo riéndose como un demente.
-No. El problema creo que está en las costillas. Casi no puedo respirar. Me asaltaron. Pero yo no les di nada. Me lo tuvieron que quitar a coñazos.
-A mí ya no me asaltan. ¿Quién me va querer asaltar a mí? – dijo el viejo, volviendo a reírse enajenadamente.
El viejo recuperó su botella de las manos de Eduardo, se levantó y comenzó a caminar, sin despedirse. Eduardo se reincorporó y lo alcanzó.
– ¡Hey!, ¿a dónde vas?
-Tengo cosas qué hacer.
-¿Qué coño vas a hacer a esta hora?
-Cosas. Muchas cosas.
-Dame otro trago.
-Pequeño. Toma. Pero yo sostengo la botella. A ti se te pega. Luego se me acaba y, ¡zuas!, todos se pierden.
Eduardo tomó su trago y continuó caminando al lado del viejo. Sin darse cuenta, se encontró nuevamente en la callejuela en la que lo habían asaltado. Continuaron andando hasta el malecón. Estaba desierto. La cercanía del mar pareció excitar al viejo. Volvió a sacar su botellita y bebió un trago corto. Esta vez entregó la botella a Eduardo, pero apenas si se mojó los labios.
Como si hubiera enloquecido de pronto, el viejo pegó un salto y se encaramó sobre el muro del malecón. Una vez allí, comenzó a ejecutar una extraña danza. Luego se detuvo y concentró su mirada en el negro mar.
– Es hermoso. Demasiado hermoso. En él vive la voz del Señor. Nadie lo sabe, ni siquiera el mismo Papa, pero de allí es de donde sale la voz de Dios.
El viejo sacó de sus bolsillos una flauta y comenzó a tocarla. Sus soplidos eran absolutamente inarmónicos, pero el sonido resultante era dulce y tranquilizador. De pronto se detuvo y ofreció su flauta a Eduardo:
– ¿Quieres tocarla?
– No, no sé hacerlo.
– Yo tampoco. Es fácil. Sólo tienes que soplar y pensar en Dios. Más nada.
– Dame otro trago, anda – suplicó Eduardo.
– Chiquito, muy chiquito, para que dure. “De lo bueno poco”, decía mi madre. Y tenía razón.
– De lo bueno, todo – objetó Eduardo
– Es verdad. Tú también tienes razón.
A lo lejos apareció un buque. Estaba lleno de luces, probablemente repleto de turistas. Si se te antoja, pensó Eduardo, podías pensar que era un barco fantasma, y trastocar su alegre visión en un pequeño destello triste y melancólico en medio del mar negro y tenebroso.
– ¿No te parece lindo? – preguntó Eduardo al viejo.
– ¿Te refieres al Todopoderoso?
– Estoy hablando del barco. ¿Te gustan los barcos?
– ¡Jamás me montaría en un barco, señor! ¡Jamás! Oyelo bien. Soy un hombre de tierra firme. Y amo el mar porque nos esconde y nos enseña la voz del Señor. Sólo por eso. Estoy loco. Lo sé. Conozco a muchos que lo están y no lo reconocen. Pero aunque no lo admitan ni lo sepan, ellos tienen una misión. Una santa misión, como la mía.
– ¿Y cuál es tu misión?
– Escuchar el mar, en las noches. Sólo así Dios estará seguro de que por lo menos hay un hombre que escucha su voz.
– ¿Y qué te dice? – preguntó Eduardo, descaradamente burlón.
– Su voz es un susurro y nunca sé realmente lo que me dice. Pero la oigo. Es suave y dulce, como un murmullo de las olas. A veces debo tomar mucho para poder escucharla, pero sé que él entiende mis pobres debilidades.
El buque continuaba acercándose.
– Y tú, ¿qué buscas? – preguntó el enajenado viejo.
– Un carajo.
– Malo, eso está malo.
– ¿Quieres la verdad? Hoy quería tirarme una puta o que me pegaran un tiro. Sólo eso. Pero no conseguí ninguna de las dos cosas.
– No buscaste bien.
El viejo acarició su botellita con avaricia. Mojó sus labios y la volvió a ofrecer.
– Hoy tuve verdaderas ganas de tirarme a la Belkys. Nada más. Es fea, pero tiene ricas piernas.
– A mí ya no se me para, ni siquiera en las mañanas. A veces Lucrecia se deja lamer. Hiede como una mona, pero me gusta chupársela. No siempre, pero a hay noches en que no puedo evitarlo.
– ¿Es puta?
– No. Lucrecia está loca, como yo. Pero no es puta. Ella no te cobra ni nada. Cuando le paso la lengua, ella repite: “Marcos, Marcos, Marcos…”. Todos se la pueden chupar. Y ella se deja. Pero no hace más que llamar a Marcos mientras se lo haces.
El viejo volvió a encumbrarse para danzar nuevamente sobre el muro del malecón. El buque se había acercado lo suficiente para proyectar con total claridad sus fantasmagóricas luces.
– ¿A dónde coño vas?
– Tengo muchas cosas que hacer. La voz del Señor me llama. Tiene cosas que decir y yo debo estar allí para escucharlas.
– ¿Me regalas un último cigarro?
Sin mirarlo, el viejo buscó en todos sus bolsillos hasta conseguir un cigarrillo deforme y con la piel arrugada.
– Toma – le dijo.
En el poco tiempo que Eduardo se detuvo para encender el cigarrillo, el viejo había ganado una distancia enorme. Caminaba realmente muy aprisa, dando enormes zancadas, como si repentinamente hubiera sido poseído por el demonio. Eduardo tuvo que correr para volver a alcanzarlo. Lo encontró sentado en el suelo, con los ojos cerrados, murmurando palabras inaudibles que parecían ser parte de un rezo. Eduardo lo miró durante unos segundos y lo abandonó, comprendiendo que de alguna o de muchas maneras el viejo había retornado al corazón de su chifladura.
A lo lejos lo vio dar carreritas en círculo, mientras gritaba que ya era tarde. Eduardo buscó un banquito y se sentó a observar primero al loco, luego al buque que ya comenzaba a alejarse. Pensó que en algún lugar, en algún cuarto, en alguna cama, tal vez muy cerca de ellos, por lo menos un par de amantes intentaran de alguna forma acercarse al amor. Quizás ese intento, sin garantías de triunfo, fuera suficiente para darle algún sentido a la noche.
(Este relato pertenece al libro “El atador de cabos”, publicado por Monteávila Editores, Caracas, 1999).