Los preparativos
A pesar de que la vieja se está muriendo, hoy celebraremos su cumpleaños. Los médicos la tienen de examen en examen buscando darle alguna esperanza, pero no es mucho lo que pueden ofrecer. Desde hace dos meses la están reventando con la quimio. Se lo aplican una vez a la semana. Llegamos al oncológico antes de las seis de la mañana, pero no es hasta el mediodía cuando le dan lo suyo. Ella sabe lo mal que está. Nadie dice nada, pero todos lo sabemos.
La enfermedad le comenzó con unas llaguitas en la parte de adentro del labio superior. Se ponía yodo y azul de metileno, pero nada, nunca se le terminaban de secar. ¿Quién se iba a preocupar por eso, quién iba a pensar que de eso se muere la gente? Pero cuando se le quitó el hambre y empezó a enflaquecer, entonces sí la llevamos al doctor. Desde el primer momento el médico puso mala cara. Le hicieron biopsias y otros exámenes, pero antes de que se tuviera ni un solo resultado, el médico le prohibió terminantemente fumar:
– Entonces me moriré, porque no puedo dejar de fumar.
– Tiene que tener un poco de fuerza de voluntad. Estamos hablando de su vida.
– No es por vicio, doctor, no es por vicio. Fumar es mi trabajo, de eso vivo yo y mis hijos. Soy espiritista y leo el tabaco.
El médico se quedó sorprendido, sin saber muy bien qué objetar.
– Pero ¿no puede hacer lo que hace – sugirió el médico – de otra forma, con cartas o algo por el estilo?
– Yo no engaño a mis clientes. Yo no leo cartas. Sé leer el tabaco, y muy bien. Pero no sé hacer otra cosa, no tengo visión para otra cosa.
Y así, aunque el médico se opuso enérgicamente, la vieja continuó fumándole sus tabacos al Negro Felipe y a María Lionza.
Pero hoy andamos de fiesta. Mamá cumple cincuenta y ocho años en el mundo y nosotros, sus hijos, lo celebraremos con mucha caña, comida, música y toda su gente. Alejandro anda pagando el servicio militar y no estará franco este fin de semana. Sé que la pure lamenta que uno de sus hijos no esté en su rumba, pero también se ve que está loca de contenta de tener a todos sus demás hijos acá con ella, juntos, en su casa aunque sea por una noche. Hasta Yadira, que no sale para nada de San Juan de los Morros, agarró sus muchachos, al gordo de su marido y se empujó para Caracas. Héctor, el mayor de nosotros, estuvo aquí en la mañana ofreciendo su carro para ir a buscar lo que fuera necesario. Lo mandamos con una lista larguísima. Desde hace como cuatro años Héctor se ha distanciado mucho del barrio, desde que comenzó a salir con Aura, su actual esposa. A ella no le gusta el barrio, a pesar de que el carro llega casi hasta la puerta. Desde que se casó Héctor nos visita muy de vez en cuando, casi siempre solo, mirando el reloj desde que llega hasta que se va, como si tuviera los minutos contados. Es mi hermano y todo eso, pero no me gusta: es un petulante que quiere aparentar todo el día ser lo que no es. Le da pena, por ejemplo, que su mujer venga a la casa y la consiga llena de extraños (los clientes de mamá) o hedionda a tabaco. La vieja dice que están hechos el uno para el otro: todo les da pena.
Yadira y Nancy, la más pequeña de nosotros, están limpiando la casa desde que se levantaron, como a las nueve de la mañana. Están trasnochadas por quedarse ayer noche tomando ron y hablando boberías y riéndose de cualquier necedad. Me gusta Yadira. Creo que es la única de nosotros que lleva una vida ordenada: tiene dos hijos que son un terremoto portátil, un marido gordo pero amable y trabajador y que se ve que la quiere, tiene una casa en San Juan de los Morros, trabaja por su propia cuenta y todas esas cosas. Pero más que eso, creo que es feliz. Es una mujer hermosa: alta, morena, delgada, de movimientos ágiles y aplomados. Lo que más me gusta de ella es su mirada: directa y firme. Con ella es capaz de desarmar al más pintao. Más que sus ojos, su mirada es cautivadora y aplastante. Y eso le permite ser una mujer pacífica, una mujer que no necesita gritar ni decir groserías para que la escuchen. A veces pienso que se desperdicia con Rolando, su marido, pero alguna maña tendrá el gordo que a ella le gusta.
Nancy, en cambio, es insoportable: se vive metiendo donde no la llaman, todo lo quiere saber y todo lo quiere arreglar. De todos nosotros, creo que ella es la más parecida a mamá. Y de hecho, ella vive pregonando que es quien más quiere a la vieja. Pero no parece: le ha quitado años de vida llegando de sus fiestas casi al amanecer o dejándose raspar como tres mil materias en el liceo cada vez que tiene exámenes.
Jenifer, mi hermana dos años mayor, es rara. Demasiado callada, demasiado ensimismada, todo el día metida en la cocina. Casi no tiene amigos y le aburren las fiestas, se duerme en el cine y juraría que jamás ha tenido ni siquiera un polvito. Tiene apenas veintidós años, pero por el camino que va, la vieja teme que se quede para vestir santos. Y ni eso, porque para colmo es atea. Yo tengo la teoría de que, como todas las mosquitas muertas, un día se va a aparecer con una barriga de un cura o de algo por el estilo. La vieja me mira con ojos de fuego cuando digo eso, incluso se molesta cuando la llamo mosquita muerta, así no más, sin mala intención.
El caso es que mientras Yadira y Nancy limpian el piso, Jenifer y Cristina, una amiga suya, gorda y maloliente, están trabajando en la cocina. Cheo, el penúltimo de nosotros, y yo somos los encargados de la música. Toda la mañana se nos ha ido revisando los discos que tenemos, clasificando cuáles sonaran en la fiesta y cuáles no. Héctor tiene en la lista de compras que le dimos el último disco de “Las chicas del Can” y el de “New York Band”. Música fresca para los panas más modernos. Aunque en realidad esta es una fiesta de viejos: Sonora Matancera, Celia Cruz, Vicentico y Miguelito Valdés, Víctor Piñero, Boby Capó, Daniel Santos, Olga Chorens y cuanto carcamal ayude a removerle el color a la vieja y a revivir sus años de muchachota del cerro Marín. Cheo es un fanático de la salsa. Se gasta todo lo que gana en comprar discos viejísimos, “clásicos”, como él los llama. Tiene de todo y hoy, por fin, va a poder usarlos. Además, se pasó toda la semana raqueteando entre sus amigos cuanto disco viejo tuvieran. Consiguió hasta un 45 r.p.m. todo rayado de un tal Miguel Failde, padre de todos los dinosaurios que hicieron sudar a la vieja en sus noches de baile.
Desde que salió de su cuarto, la pure no ha hecho otra cosa que dirigirlo todo. Se apareció con su vieja bata de casa estampada con flores amarillas y rojas, comprada hace como un milenio en Maicao. A la vieja siempre le gustó lo bueno. La batica, curazoleña y de puro algodón, tuvo sus días de gloria, pero hoy da pena usarla. Ella no le para. Le gusta y punto: no se la quita ni para bañarse. La cabeza la lleva envuelta en una pañoleta roja. Desde hace un par de meses no sale de su cuarto sin esa pañoleta, tratando de ocultar la calva que la agarró desde que le dan el tratamiento con la quimio.
En lo que va de la mañana, han venido cuatro clientes. Sólo a uno de ellos mamá accedió a atender. Era una mujercita que daba lástima, delgadita, pálida, con unos lentes gruesos de miope y el pelo reseco y oxigenado cayéndole sobre la cara y los hombros. Al despedirse de ella, la vieja nos explicó:
– La pobre mujer: el marido la engaña. La otra es una morena muy joven y caliente. Los hombres se vuelven locos con una cuchara caliente. Todos son iguales.
– Mamá, usted porque es mujer, pero eso es lo más rico que hay.- le digo.
– Eres un vicioso y un cerdo – me dice mirándome con sus ojos de fuego -. Por eso es que no tienes mujer.
– A lo mejor tengo muchas y usted no lo sabe.
– Ni una tienes. Te lavo los interiores y llevo contadas las veces que te masturbas. Limpia tu mente y verás cómo te llueven las mujeres.
Ignorando lo de los interiores, le digo:
– Con una lluvia así, no es mucho lo que me va a durar limpia la mente.
– Cambia, muchacho. Respeta a las mujeres. Mira que no te voy a durar toda la vida.
La vieja vive ahora recordándonos que no nos durará toda la vida. Nosotros que vivimos con ella, estamos acostumbrados, pero Yadira no. Me dice:
– Pero, ¿por qué la amargas? ¿por qué no te callas de una vez y la dejas tranquila? Ella tiene razón, siempre tiene la razón. ¿No puedes entender una cosa tan sencilla como ésa?
– Es tarado, ¿no te das cuenta? Tiene una bola de semen en el cerebro. Ese es su problema – dice la Nancy.
– ¿Por qué no te mueres? – le respondo a la metida de Nancy y me quedo callado. No me gusta que Yadira me regañe. Me duele que lo haga. Es a la única a quien se lo permito aparte de mamá, y ella lo sabe. Mamá la mira sorprendida y dice:
– Ya, mujer, no es para tanto. El es así. Ya cambiará. Yo no lo veré, pero cambiará.
– No diga eso, mamá – dice Yadira sin poder contener las lágrimas. Deja el haragán sobre recostado sobre la pared y se va corriendo a uno de los cuartos.
– Y a ésa, ¿qué bicho la picó? – pregunta la vieja, haciéndose la desentendida.
Y es que la vieja quiere demostrarnos que no le tiene miedo a la muerte, que se dedicará a ordenar sus cosas y a decirnos lo que tenga que decirnos en el poco tiempo que le queda de vida. Hace poco nos dijo:
– Es un privilegio saber cuándo nos vamos a morir. Generalmente nadie lo sabe y le quedan pendientes mil cosas por hacer, dicen lo que no deben, no piden disculpas cuando todavía pueden hacerlo. Yo tengo la suerte de saber que tengo que hacer muchas cosas en muy poco tiempo. Y eso es una suerte, no hay duda.
Y así nos convencía y se convencía a sí misma.
Yadira y Nancy, después del llantén, siguieron moviendo hasta el último adornito que había en la sala. Lo movieron todo y lo pusieron en el medio, como para que uno pasara y se tropezará si quería ir al baño o a la cocina o a la parte de arriba de la casa. Cheo y yo sufrimos como negros tratando de rescatar el equipo de sonido de entre la montaña de muebles que habían montado en el medio de la sala. Ellas piensan que una fiesta se arma con sólo tener la casa limpia. Lo peor es que la dos bailan más que un trompo, pero son incapaces de ayudar aunque sea un poquito para que la música suene como es debido. Cheo ha conseguido un par de parlantes adicionales que quiere poner a la entrada de la casa para que el sonido se distribuya mejor. No ve la hora de colocarlas y poner el primer disco. Pero mamá, que lo conoce mejor que nadie, le advierte desde la cocina que no quiere bulla en la casa hasta la tarde.
– ¿Bulla, vieja? Me he pasado un mes buscando discos para usted y los llama bulla…
– Ni un solo escándalo hasta la tarde, ¿me oyeron? Y eso va con todos.
Rolando, el marido de Yadira, llega con un verdadero cargamento de cervezas, una caja de ron y los dos terremoticos. Yadira se deshace dando besos. Se ve tan feliz cuando la veo besando a los suyos. El gordo tiene suerte. No es que me guste Yadira ni mucho menos, pero es una tipa escultural y bonita. Si no fuera mi hermana, no sé, tal vez sí me gustara…
– Eso es poco ron – sentencia Cheo.
– Pues eso fue lo que me pidieron que trajera.
– Si se acaba, ya aparecerá. Siempre aparece- le digo. Eso si la rumba se levanta y se pone buena. La pure sale de la cocina y, aunque tiene prohibido tomar, abre una latica de cerveza, deja caer un chorrito sobre el piso (pa’ los difuntos) y se la bebe como si estuviera muriéndose de sed y no de cáncer. Todos la miramos, pero nadie dice nada. Hoy se exederá. Tal vez sea la última oportunidad que tenga para hacerlo. Tal vez estemos haciendo todo esto para darle el chance de que se exceda. Sin que lo necesite, se arregla nuevamente la pañoleta de su cabeza. Deja la latica en un rincón y se vuelve a la cocina, a ayudar a Jenifer y a Cristina. Están preparando unos higaditos de pollo fritos en mantequilla con mucho ajo y cebolla picadita. También preparan tequeños y una ensalada de gallina. Eso sí, Jenifer podrá ser mosquita muerta, pero cocina muy bien. Con los restos seguro que se prepara un consomé de gallina, lo mejor para revivir borrachos.
Cheo viene con un poco de cables en las manos, se tropieza con una de las butacas y se resbala con la cera que acaban de poner las muchachas sobre el piso. Cae al suelo de platanazo.
– Fíjense donde ponen las vainas – protesta Cheo entre las risas de Yadira y Nancy.
– Fíjate tú por dónde caminas, pendejo -le dice Nancy.
– Todo una mañana para limpiar un peazo`e sala. Va a empezar a llegar la gente y ustedes todavía con la casa patas pa`arriba. Hay que ser taradas.
– ¡Hey!, respeta, que nadie se está metiendo contigo – lo ataja Yadira.
– Es verdad – se afinca Nancy, quien no iba a dejar pasar una oportunidad como ésta -, además, deja la retrechería y déjanos limpiar. Estorbas, entiéndelo. Arranca. Fuera. Lejos de aquí.
Cheo está mudo de la rabia. Capaz que le dé un infarto y se muera antes que la vieja.
– ¿Qué es lo que pasa? – pregunta mamá desde la cocina.
– Que así no se puede, mamá. Toda la mañana Cheo y el otro han estado dale que dale con la música y no nos dejan limpiar como es debido.
– A mí no me metas en este lío – le aclaro a Yadira. Me mira con ganas de pedir disculpas, pero no lo hace.
– Ya les dije que dejaran la música para la tarde.
– Ya oíste, ¿no? – le restriega Nancy a Cheo, quien, después de levantarse continúa llevando cables de un lado para otro. La vieja se asoma por la puerta de la cocina y lo ve unos instantes. Entonces le grita:
– ¡Cheo!
Cheo se detiene en seco, sin mirar a nadie. Tira los cables contra una de las poltronas que tiene a su lado y sale de la sala hecho una fiera. En su huida se lleva por el medio una mesita y por poco vuelve a caer al piso. Trastabillando logra llegar a la puerta y se pierde. Apenas sale, las muchachas se destortillan de la risa, triunfantes. Yo recojo los cables que dejó Cheo y continúo su trabajo. Calladito y sin mucha bulla. Cheo es demasiado escandaloso.
Son casi las tres de la tarde cuando las cosas han vuelto a su lugar. Con tanta limpiadera, las muchachas han aprovechado para hacerle un despojo a la casa. Son brujas, las tres. Bellas, insoportables o mosquitas muertes, las tres salieron brujas. La vieja las entrenó así. Y lo hará hasta el día en que se muera. En cambio a nosotros, a los varones, no nos dice nada. En el aire hay olor a cera, a perfumes, a inciensos. La pure ya se ha empujado como cuatro laticas. Se ve que tiene ganas de empinar el codo. Está sentada en una de las sillas en la que esperan sus clientes, hablando con Yadira, terminando ambas un plato de consomé que les ha traído Jenifer. Yo he tenido que continuar con lo del equipo de sonido yo solo, ya que Cheo no dejó ni el celaje.
Amelia e Inés, madre e hija, se asoman como con vergüenza a la puerta. Se quedan allí paraditas, esperando a ser invitadas a entrar.
– Pasen, mijas. Pasen – les dice mamá.
Mientras la saludan educadamente, Yadira se levanta y le quita a la vieja el plato vacío de la mano.
– Vine a ver si me podía atender un momentico.
– Hoy no, hija. Estoy de cumpleaños y los muchachos están preparando una fiesta. El lunes será otro día y te atenderé con gusto.
Yadira reaparece con un cigarrillo en las manos y se sienta entre las mujeres a escuchar.
– Un momentico nada más … – insiste Amelia.
– ¿Todavía no ha aparecido la muchacha ésa?
– Ni la sombra – responde Amelia, agarrando brío.
– No te preocupes, que ella está bien. Ayer lo vimos en el tabaco: está contrariada, presionada, pero está bien.
– Lo que no aguanto es la angustia de no saber cómo está. No llama ni se aparece ni nada, ni ella ni el hombrecito ése. ¿Está segura que no me puede atender ni siquiera un minutico?
– ¡Pero que no te preocupes, mujer! Esa niña está metida en la cama con un hombre, descubriendo los placeres de la vida. Ella está bien, mejor que nunca. Y tú martirizándote sin ninguna necesidad.
– ¿Se fue la Magaly? – pregunta Yadira.
– Sí señor, hace una semana. Y todavía es hora que no sé nada de ellos.
– ¿Y no sabes donde están?
– Sí. Alquilaron una pieza en Petare. Yo sé cómo conseguirlos.
Yadira me lanza una mirada cómplice, con cara de que no entiende para nada a la colombiana.
– ¿Y por qué no va y habla con ellos?
– Porque ese no es el caso – responde Amelia, sulfurada-. Son ellos los que tienen que dar la cara. Ya hicieron lo que tenían que hacer, ahora les toca dar la cara.
– Dentro de poco serás tú la que ande por allí martirizando a tu mamá – bromea Yadira con Inés, la hija menor de Amelia. Apenadísima, ella baja la mirada y se ríe, volteando la cara a un lado.
– Mira cómo se goza la sinvergüenza ésta – continúa Yadira.
Haciendo un gran esfuerzo, Inés controla su nerviosa risa y dice:
– Yo no lo voy a hacer así. Cuando yo me vaya, yo antes se lo voy a decir a mi mamá.
Ante esta confesión, Amelia reacciona como una fiera:
– ¡Usted no me va a decir a mí nada! Que yo no me entere del momento en que comienzas a pensar en cochinadas. Tú agarras tus cosas, como tu hermana, y te vas. Después das la cara, eso sí.
– Pero, ¿cómo le vas a decir eso, mujer?
– Porque así son las cosas. ¿Cómo va a venir esta muérgana a decirme que se va a ir con un hombre que debe ser hasta más pobre que ella y a esperar que yo acepte la situación? Una unión así no la puede aprobar ninguna madre en el mundo. Tampoco lo puedo impedir, pero que no me pidan aprobación. Se vuelven como locas cuando huelen a un hombre. No tienen idea de lo que realmente es un hombre y no quieren escuchar nada una vez que se alborotan.
Todas se quedan calladas, incluyendo a la vieja. En ese momento reaparece Cheo con un montón de discos bajo el brazo.
– Por fin apareces, muchacho. Nada te va a durar en la vida con ese mal carácter que tienes. Ese mal genio va a ser tu perdición.
– Mi perdición son esas hijas suyas, mamá, y no trate de cambiar las cosas – responde Cheo, aun malhumorado. Pone los discos sobre una de las mesitas y me ayuda a terminar de conectar el último de los parlantes, uno de los que irán al lado de la puerta. La vieja continúa sentada, atendiendo a la visita.
– ¿Y sigue enferma?- pregunta Amelia, ignorante del verdadero mal que aqueja a mamá.
– Todavía, pero no me voy a echar a morir por eso.
Un segundo más tarde, Cheo deja correr un disco de Willie Colón. Bajo el atronador estallido de los parlantes, la vieja se queda como petrificada por la sorpresa. Volteando hacia Cheo, le pregunta:
– ¿Qué fue lo que yo te dije?
– Pero si estoy probando el equipo… – se defiende Cheo inútilmente.
– ¿Yo no dije que no quería nada de música hasta la tarde?
– Lo estoy probando, mamá. Después no funciona y uno tiene que salir por allí, en la noche, a buscar que alguien le preste a uno un tocadisco. Además, ya es de tarde – argumenta Cheo.
– Que apagues eso te dije, ¿o es que también eres sordo?
Como movidas por un mismo resorte, Amelia y su hija se levantaron casi al unísono. Cheo apaga el equipo y vuelve a escaparse, pero esta vez se queda a unos cuantos metros de la casa. Las dos mujeres se despiden y se van.
– Estas caliches están de atar- concluye Yadira apenas se van las dos mujeres.
Mamá camina hasta la puerta y se queda mirando a Cheo. El le sonríe y supongo que han hecho las paces con la mirada. La vieja vuelve a entrar en la casa y sube las escaleras que la llevan a la parte alta. Seguro que se va al cuartico donde tiene su altar. Cheo entra y comienza a revisar nuevamente sus discos, a darles un cierto orden que sólo él sabe a qué premisas responde. Jenifer y Cristina salen de la cocina todas llenas de grasa. La una con una cerveza en la mano, la otra con una Coca-Cola.
– ¿Y Héctor no va a regresar nunca?
– El está en lo suyo: compra que compra, aunque no sea para él – le digo.
– Ya no podemos continuar sin mayonesa. No sé por qué le dieron la lista a ese calmúo.
Cheo vuelve a arrancar con la música. Deja sonar una que sabe le gustará a la vieja: Me voy pa´ La Habana de Nelson Pinedo.
– ¡Ay!, pon una de Wilfredo Vargas – aúlla Jenifer. Yadira va de la cocina al cuarto, corriendo con un tetero en la mano.
– Tú como que no has entendido que esta fiesta es de viejos, ¿verdad? – le dice Cheo.
– La fiesta no ha empezado y el equipo no es tuyo, ¿okey? – le replica Jenifer. Van a terminar peleándose otra vez. Yo me retiro y me voy hacia la parte alta de la casa, en busca de la vieja. Debe estar en el cuartico del santuario, donde le fuma el tabaco a sus clientes. Me paro detrás de la cortina, esperando escuchar algún ruido. Sé que está llorando. Tal vez porque sabe que se va a morir, tal vez por los que ya se han muerto.
– Pasa – me dice. Eso le gusta, sorprendernos así, demostrarnos que tiene un tercer ojo que todo lo ve. A veces, cuando nos nota preocupados o tristes, nos fuma un tabaco. Luego nos dice “eso que tanto te preocupa, se va a arreglar” o “esa mujer que tienes en la mente no es buena, aléjala de tu vida”. A veces le creemos, otras no, según nos convenga.
Está echada en su sillón de mimbre, frente a su altar. La reina María Lionza ocupa el lugar de honor, en el centro, encumbrada, rodeada de su séquito de indios, animales, negros, José Gregorio Hernández, Simón Bolívar y Juan del Dinero. A un lado tiene un cuadrito con la imagen del Anima Sola suplicando clemencia o compañía en el fuego del purgatorio.
– ¿Otra vez llorando, mamá?
– Nunca se deja de llorar…
– Alejandro vendrá el próximo sábado. No se aflija.
– No es por él por quien lloro. Tu padre y Raúl son los que ya no vendrán.
Raúl era nuestro hermano, tres años mayor que yo. Se ahogó durante una semana santa, en Higuerote. Lo recuerdo tirado sobre la arena. Parecía dormido y se veía fuerte, pero estaba muerto. Mamá gritaba como una loca. Él era el más negro de todos nosotros, como papá. Se lo llevaron en una ambulancia. No me dejaron ir al velorio.
– Esas cosas hay que olvidarlas, vieja.
– No, no se olvidan. Todas las noches lo sueño y maldigo la hora en que se me ocurrió ir a esa playa. Raúl es el único niño que me queda. Todos ustedes se han hecho hombres y mujeres, pero él se quedó como un niño en mi corazón.
– Vamos, vieja, ya está bien. Déjese de eso. Hoy no es día para andar con tristezas.
– Pronto lo volveré a ver. Es lo único que me apacigua la pena de dejarlos a ustedes. Son tan locos todos. Los crié como hermanos y ustedes viven como perros y gatos. Se van a despedazar cuando yo me vaya. Sé que Yadira intentará mantenerlos unidos, pero no sé si pueda.
Llora un poco, con calma, sin desesperación. La vieja es fuerte hasta para eso. La convenzo para que vuelva a bajar. Ella accede. Héctor ya está de vuelta con el montón de cosas que le mandamos a comprar. Aura está sentadita en una silla, aislada de todo el mundo, convencida de que la suya es la actitud más elegante que se puede adoptar. La sala está llena de paquetes, bolsas y regalos que cada quien sacó aprovechando la breve ausencia de la vieja. Héctor le entrega el suyo. La vieja lo abre: un reloj de pared. Si será bruto Héctor: ¿para qué necesita la vieja un reloj?, ¿para que cuente las horas que le quedan de vida? La vieja mira y mira el reloj, pero termina por darle un beso a la bestia.
Los dos terremoticos de Yadira le entregan lo suyo a su abuela. Yadira está a punto de llorar, por la falta de costumbre, ya saben. El gordo está a su lado, tomándola por la cintura. Se me hace que cada vez que el gordo la toca, se la goza. Hay un gran alboroto en la sala. De pronto a todo el mundo le ha dado por hablar a gritos. Cheo siente que el momento ha llegado. Ajusta el volumen del equipo, deja caer la aguja y comienza a correr La Murga de Héctor Lavoe. La vieja está como mareada entre tanta gente y tantos regalos. Abre el de Yadira y encuentra una bata de casa nueva, muy parecida a la suya. La vieja se ríe, tomando la cosa como un chiste. Cheo se le viene encima, la agarra por la cintura y la saca a bailar. Ella acepta, le quita a Cheo la lata de cerveza y bebe un trago enorme. Me mira y veo sus ojos. Están húmedos. Casi brillan.