1
Su cuerpo era sagrado, como un templo, como una oración, como un conjuro. Si llegabas a contemplar su desnudez, sólo contemplarla, era suficiente para que supieras que eras el elegido de algún dios. Pero si lograbas tocarla, acariciar su piel bronceada y luminosa, dejar que tus dedos bordearán el vertiginosa alzamiento de sus muslos, sentir tu aliento rebotar sobre el sobrecogedor dibujo de su boca, entonces no podías hacer otra cosa que sentir que eras dios y que desde allí, desde ella, encaramado sobre la alta cima de sus senos pequeños y fulminantes, serías capaz de entenderlo todo.
2
Horacio estaba en cuclillas frente a la fogata, removiendo los leños con una delgada vara de madera. Vestía shorts rojos y una camiseta blanca. Yo estaba sentado sobre el casco de un viejo peñero pesquero. Estábamos en las playas de Adícora. Era de noche. Me pareció que nos bastaba con estar en silencio, pero él necesitaba decirlo una vez más:
– Un día nos peleamos y decidimos terminar. Dos meses más tarde nos encontramos por pura casualidad en Sabana Grande. La invité una cerveza o un café, eso no importa. En algún momento uno de los dos tocó la mano del otro. Con ese gesto declaramos que la noche sería nuestra. Nos fuimos a mi apartamento. Creo que nunca le he hecho el amor a una mujer con tanta furia y deseo como aquella noche. Terminamos dormidos. La luz del amanecer me despertó. Hacía frío. Como aún estaba aturdido por el sueño y me creía solo, me sorprendió encontrarme a una mujer en mi cama. Ella me daba la espalda y no pude reconocerla de inmediato. Me bastó inclinarme un poco con la intención de ver su rostro y, antes de lograrlo, ya la había recordado: era la mexicana. Uno de sus brazos cubría sus senos, mientras el otro le servía de soporte a su hermosa y altiva cabeza. Yo regresé sobre mi almohada. Su espalda estaba desnuda. Antes de cubrirla con la cobija pude ver en ella una pequeña cicatriz a la altura de su omoplato. No me preguntes cómo, pero nunca antes le había visto esa pequeña marca sobre su piel. En ese momento pensé: “Coño, es una mujer. Sólo una mujer”.
3
Siempre me pareció conocer a Horacio de toda la vida. En realidad nos conocimos en plena adolescencia, una mañana de octubre de 1975. Entró a nuestra aula de clases llevando apenas un cuaderno en la mano. Caminó hacia la profesora y le entregó un papelito. Lo hizo sin mirar a nadie. Después de leerlo rápidamente, la profesora nos presentó al muchacho: Horacio Vegas. A partir de ese momento sería uno más del curso de tercer año. Pero nosotros decidimos que jamás sería uno de los nuestros. Desde el primer momento nos molestó su cara de muchacho asustado, sus manos metidas en el bolsillo, su sonrisa babosa y estúpida. Horacio siempre causaba una pésima impresión. Pero siempre se las arreglaba para enmendarse. Siempre.
Al parecer él tampoco tenía mucho interés en mezclarse con nosotros. En los recesos y en las horas libres se reunía con los muchachos del cuarto año. Parecía irle bien con ellos, lo cual nos importaba menos que un comino.
Su apariencia, su actitud y su conducta parecían confesar que no era muy buen estudiante y en consecuencia los profesores habían comenzado a mirarlo con malos ojos: insistía en ir a clases con el mismo cuadernito sucio con el que entró al aula el primer día, se jubilaba con demasiada frecuencia y lo habían pescado un par de veces fumando por los jardines del liceo. Además, tenía una especial reticencia para visitar al barbero. En pocas palabras, le tenían el ojo puesto. Pero las cosas no tardaron en cambiar. Para los exámenes trimestrales de febrero obtuvo excelentes calificaciones en casi todas las materias, menos en Castellano y Literatura. El Consejo de Maestros podía sospechar que había hecho trampas en una o dos pruebas, pero no en todas y en cada una de ellas. A partir de ese momento los profesores agarraron la manía de interrogarlo a cada rato en clases, como para verificar la autenticidad de sus conocimientos. Y el tipo respondía siempre bien. A veces, incluso más de lo que se le estaba preguntando. O, una vez concluida su respuesta, se abalanzaba con alguna interrogante que complacía a los docentes y nos hacía quedar a los demás como verdaderos imbéciles. Creo que allí fue cuando comenzamos a odiarlo de verdad. Cada día estábamos más seguro de que era un farsante.
Ese mismo mes solicitó al profesor de Educación Física ser admitido en el equipo de fútbol de nuestro curso. Tal vez él hubiera preferido pertenecer al equipo de cuarto año, pero las reglas dictaban que cada alumno debía integrarse a equipos de su mismo año y, si sus méritos y habilidades lo permitían, al equipo del Liceo. Fue sometido a unas breves pruebas de resistencia y de manejo del balón. Comenzó como jugador emergente. Durante los dos primeros partidos no le dejamos otra cosa que vernos jugar. En su tercer partido tuvo su primera oportunidad de ingresar al campo de juego. Ninguno de nosotros parecía dispuesto a pasarle el balón por nada del mundo, así que Horacio parecía jugar él solo contra veintitrés contrincantes. Aún así, el balón cayó a sus pies y no lo soltó hasta llevarlo hasta la propia puerta de la portería enemiga. Todos sabíamos que él mismo hubiera podido meter aquel gol, pero eso hubiera sido para él un glorioso y definitivo final. Levantó la cabeza, reconoció a Miguel Andrade en una excelente posición y le cedió la pelota y, con ella, la patada triunfal. Le caímos encima a Miguelucho para regodearlo con nuestra alegría, aunque todos sabíamos que aquel gol era de Horacio, para quien no hubo ni una pequeña palmada. Sin embargo, a partir de ese momento lo dejamos jugar. Aunque lo habían asignado como defensa, él mismo se encargó de aclararnos que su mejor jugada era como delantero. Y nuestro equipo necesitaba eso, un buen delantero. Y Horacio era el mejor que jamás habíamos tenido.
Aquel partido fue contra los de cuarto año. O sea, que Horacio se vio obligado a masacrar inmisericordemente a sus amiguetes de las horas libres.
Al finalizar el partido Ricardo, nuestro capitán, se acercó a Horacio y le dijo: “Bien hecho”. Horacio devolvió el gesto con una breve sonrisa y continuó recogiendo sus cosas. Suficiente para que el hielo quedara roto.
Nos gustaba el fútbol, el basket y las carreras de cien metros, pero no éramos ni de lejos verdaderos deportistas. Al menos no en el sentido ortodoxo del término. Bebíamos cerveza, tomábamos ron y fumábamos marihuana. Horacio también lo hacía, pero era peor que todos nosotros juntos: podía tragarse un botella de ron él solo y apenas dar indicios de borrachera, no se conformaba con un poco de hierba sino que fumaba hachís y, cuando no encontrábamos nada, el tipo había descubierto un fármaco sucedáneo: Ritalín, un medicamento destinado para espantar el sueño en las horas de estudios y que al triplicar o cuadriplicar la dosis te hundía en ese dulce sopor propio de la marihuana. Horacio llegó a tomar hasta diez pastillas de una sola vez, buscando nuevas y peligrosas resonancias en su pequeña droga personal, lo cual lo mantuvo en vela y con taquicardia casi durante una semana. Aún así no titubeó en aspirar profundamente los vapores de la Coca-Cola hirviente o respirar dentro de una bolsa plástica las emanaciones de la pega sintética. Fuera lo que fuera que hiciéramos, Horacio era peor o mejor que nosotros, pero nunca igual.
Como era hijo de cubanos-gusanos y había pasado su infancia en Miami, Horacio podía leer en inglés la revista Rolling Stones y comprender la letra de las canciones que nosotros oíamos como zombies tercermundistas. Y fue él quien nos introdujo en la vieja música de Jethro Tull, la banda Yes, la depravada voz negra de Janis Joplin, los estremecedores alaridos de Aian Gillan, el alucinante teclado de Jon Lord y en las inclementes cuerdas de Erick Clapton. Esos dinosaurios de tres, cuatro y hasta ocho años atrás eran sus ídolos. Y él los instauró sin aparente dificultad en el altar de los nuestros: The Cure, Donna Summer y Police. Pero no sólo era un rockómano empedernido, sino que se babeaba por Brahams, Orff, Sainte Colombe, Tchaicovsky, Rimsky-Korsakov, Mozart, Scarlati y Vivaldi. Y los domingos, mientras los demás dormíamos como osos, él se iba para el Aula Magna a escuchar conciertos de Beethoven o Stravinsky.
A los dieciséis años era el único de nosotros que había leído a Rilke, a Sallinger y a Hesse. Y aunque en realidad eso no nos sorprendía, sabíamos que era extraño. Y lo único que atinábamos a hacer, era burlarnos de su apego a esos libros que jamás se nos hubiera ocurrido ni siquiera abrir.
Los profesores aprendieron a tolerarlo. Es más: a respetarlo. Horacio se convirtió para ellos en una especie de incógnita, en un enigma de difícil digestión. Tal vez la tolerancia les venía del hecho de que Horacio se había revelado como uno de los mejores jugadores en el equipo de fútbol no ya del curso, sino del liceo, selección a los que muy pocos lograban llegar. Aunque creo que el respeto les venía del no poder dejar de reconocer que, aunque Horacio fuera un estudiante con una conducta anárquica e inapropiada la mayor parte del tiempo, a la vez era el más inteligente de todos nosotros.
Este respeto se fundó con mayor solidez una vez que Horacio ganó el Concurso de Cuentos con un relato sobre un…
enmascarado que es un temible bandolero de caminos en una serranía andina. El hombre se coloca la máscara cuando es un adolescente y jura no quitársela jamás. Cumple su promesa durante años. Un día asalta a un grupo de viajeros, él solo, ya que era fiero y temido y nunca necesitó de secuaces para cometer sus fechorías. Allí encuentra a una chica de quien se enamora perdidamente. Ella también se siente atraída por él y el enmascarado lo sabe, sin que necesiten cruzar palabras. El va y la busca al pueblo y luego de muchas peripecias, logra dar con su casa. Se ven, se besan y se confiesan su mutuo amor. El ya no es un adolescente, sino un hombre adulto. La chica se enamora de su voz, de sus manos, de su piel. El enmascarado comprende que la chica está enamorada de la leyenda, enamorada de su máscara, enamorada de sus hazañas y patrañas. Entonces quiere ser amado por completo e intenta, rompiendo su promesa juvenil, arrancarse la máscara, pero no puede hacerlo. Tal vez porque ni él mismo sabe quién habita realmente bajo ella y le da miedo quitársela, o tal vez sea que la máscara se ha adherido con tal fuerza a su piel y a su rostro que se ha convertido en parte de él mismo. Entonces el enmascarado comprende que es una leyenda y que jamás podrá ser un hombre verdadero. Comprende que es un sueño. Y cuando la chica despierta, él se desvanece en el aire, para siempre.[1]
A pesar de ese premio, o quizás precisamente por él, nuestra profesora de Castellano y Literatura estuvo mucho tiempo públicamente enojada con Horacio, ya que esa era la única materia que llevaba aplazada desde que ingresó al curso. Pero era un enojo fingido. Creo que todos siempre fingíamos estar enojados con él, pero en el fondo lo admirábamos y hasta lo queríamos.
El cuento no sólo gustó a los eunucos profesores del jurado (todos amantes de Isaac Casas y Rubén Dario), sino que también nos gustó a nosotros. En serio.
Reclutamos a Horacio y lo hicimos uno de los nuestros, creyendo que eso era posible. Nos acompañó a escalar cerros, a manejar motos y a emborracharnos con ron. Pero eso no le impedía fumarse un pito de marihuana con nosotros y marcharse inmediatamente con su vieja Leica a fotografiar por allí las calles solitarias del barrio, las puertas de las casas deshabitadas o a los perros vagabundos. Seguía siendo un solitario. Y era definitivamente diferente a los demás. Pero él actuaba como si tal diferencia no existiera, como si nosotros fuéramos realmente sus interpares.
Pero había una grieta que apocaba el esplendoroso brillo de su armadura, su pequeño y mortal talón de Aquiles: le tenía miedo a las carajitas, a las mismas muchachitas divinas y bobetas a quienes nosotros manoseábamos, besuqueábamos y le metíamos mano durante cualquier sábado por la noche en cualquier fiesta en cualquier rincón de cualquier casa. Les temía porque se sentía demasiado bajito, demasiado feo, demasiado aburrido. Ni él mismo sabía que había resuelto, porque le había dado la gana o porque no podía hacer otra cosa, que las chicas serían para él el enigma del universo, el ojo del huracán sobre el cual girarían todas sus preguntas sin respuestas.
4
Hoy se cumplen dos semanas de la muerte de Horacio. Murió ahogado en las playas de Cancún. Le faltaban sólo tres días para cumplir treinta y siete años.
Cuando finalizamos la secundaria todos nos sentimos perdidos, pero Horacio fue el más desorientado de todos nosotros. Fue como si toda su superioridad se volviera contra él para aplastarlo. Nos pareció que le había llegado la hora de retornar a su pobreza, a su condición de inmigrante cubano sin futuro, a su pequeña casa poblada de muebles viejos y baratos. Mientras nosotros entrábamos a la Universidad para probar carreras y cambiarnos de Facultades, Horacio continuaba fotografiando a los perros vagabundos, leyendo libros en su cuarto, escuchando rock o música clásica o escribiendo cuentos que nunca terminaba ni mostraba a nadie. Cuando todos pensábamos que terminaría como un empleaducho tras el mostrador de una ferretería o como aprendiz en algún taller mecánico de mala muerte, no pudimos hacer otra cosa que quedarnos boquiabiertos cuando nos vino con la noticia de que había sido becado para a estudiar Administración de Empresas en Roma. Esperábamos de él cualquier cosa, menos que se dedicara a una carrera como esa, menos aún en Italia. Todos nosotros fuimos más o menos estudiantes eficientes durante nuestros estudios profesionales. Unas veces más, otras menos. Pero Horacio hizo una carrera brillante: se graduó Magna Culaudem. Nunca más regresó a vivir a Venezuela. Al graduarse fue reclutado inmediatamente por Alitalia. Visitaba el país unas dos veces al año, durante el verano y en las Navidades.
Creo que la distancia nos hizo verdaderamente amigos. Ambos fuimos excelentes corresponsales: nos escribíamos con frecuencia y fuimos forjando una suerte de diario personal cuyo ejemplar estaba siempre en las manos del otro. Cada año con cada visita era mucho más que grato encontrarnos para evocar aquellos tres años compartidos en la escuela secundaria. Era como una veta inacabable.
Cuando se ahogó, Sabrina estaba con él. Bueno, ella estaba recostada sobre la arena mientras él sacrificaba su vida a las cálidas aguas del Caribe.
Antes de entrar al agua Horacio dijo algunas cosas que Sabrina no supo comprender:
Sabrina: (…) eran casi las cuatro de la tarde cuando llegamos a la playa. Antes bebimos un par de tragos en el bar, poca cosa, tú sabes. Como Horacio es tan seco y tan poco expresivo me extrañó que acariciara mi cuello mientras me pedía que fuéramos a nadar un rato. Pedí al mesero que nos llevara a la playa una botella de Bardolino, el preferido de Horacio.
Se sentó a mi lado, en mi misma tumbona. Me puse los lentes oscuros. El me miró y lanzó una carcajada. Siempre se andaba burlando de mis lentes oscuros retro. Hasta allí me pareció que todo andaba bien. Fue después que tomó su primera copa de vino que comenzó a decir cosas raras. Me preguntó si yo creía si a su funeral iba a ir mucha o poca gente. Yo no le respondí nada. Al contrario, le pedí que no me hablara de esas cosas tan macabras y oscuras. Pero él continuó. Me dijo que él era de la opinión que su funeral sería un acto social más bien solitario: padres, hermanos, algunos tíos, quizás algún primo y sus amigos, su otra familia. Sin embargo, agregó, sé que hay una mujer que no faltará a esa cita. La reconocerás por que lleva una cicatriz en la frente, sobre su ceja derecha. No esperes una cicatriz horrible, es simplemente una marca que le da cierto carácter a su bonito rostro. ¿Cómo se llama?, le pregunté intrigada. Para ti no tiene nombre. Es mexicana y tiene una cicatriz sobre su frente. Eso será suficiente para que la reconozcas. Cuando llegue al velatorio vas a pedirle de mi parte que no quiero que vea mi cadáver. Luego le dirás que es la mujer a la que más amé en mi vida. ¡¿Cómo?!, le pregunté más molesta que asombrada. El me dijo que sabía que lo había escuchado todo perfectamente y que no me repetiría nada.
Tú sabes que nunca me planteé nada serio con Horacio. Nos veíamos, nos emborrachábamos y la pasábamos bien, sin ataduras y sin ilusiones tontas. Eso es una cosa, pero de allí a convertirme en mensajera de sus amoríos hay un gran trecho y se lo hice saber. Le puse los puntos sobre las íes. Pero creo que ya no me escuchaba.
Volvió a servirse otra copa del rojo Bardolino. Había dejado de hablar. Estoy segura que estaba pensando en su muerte. Yo no lo sabía en ese preciso instante, pero luego me di cuenta que en ese momento Horacio ya había decidido dejarse ahogar. Saboreó el contenido de su copa con un placer tan intenso que ahora me parece triste. Se levantó y se hundió en el mar.
A los pocos minutos escuché un escándalo por todas partes. La gente gritaba “un ahogado, un ahogado”. Jamás pensé que se tratara de Horacio. Tú y yo sabemos lo bien que nadaba. Y en Cancún no se ahogan ni los bebés, menos un hombre como Horacio.
Desde lejos vi el cuerpo del ahogado tirado sobre la arena. El corazón me dio un vuelco cuando me pareció reconocer a Horacio en el cuerpo del muerto. Me levanté y caminé hacia él. Yo estaba como hipnotizada, como si de repente me hubieran transportado a una pesadilla. No fue necesario llegar hasta el cadáver para reconocerlo. Me puse a gritar como una loca y a correr por toda la playa. Alguien me detuvo y comenzó a sacudirme tratando de hacerme reaccionar. Me llevaron de vuelta al hotel y me dieron algo de beber para tranquilizarme. Luego comenzaron a hacerme preguntas. Yo repetía una y otra vez que quería que Horacio viniera. Me daba cuenta que estaba hablando como una loca y me aterraba cada vez más al pensar que me quedaría así, deschavetada para el resto de mi vida. ¡Vaya, que esa no era la manera de querer perder la cabeza por un hombre!
Al final alguien me acompañó a la habitación y comenzaron a buscar documentos de identificación y algún número telefónico. Me ofrecieron otro cuarto para que me pudiera cambiar de ropa. Alguien se comunicó con mi familia en Caracas. Esa misma noche me cambiaron a otro hotel bajo la custodia de una enfermera.
Al día siguiente vino la policía a tomar mis declaraciones. Mi hermana se apareció como a las tres de la tarde. Me informó que el cuerpo de Horacio saldría esa misma noche para Nezahualcóyotl, ciudad donde sus padres habían decidido celebrar el velorio y el entierro. No tuve más remedio que abordar el mismo avión donde viajaba su urna.
No podía quitarme ni por un segundo de la cabeza el recado que me había encomendado dar. Si se hubiera muerto un año después ni me hubiera preocupado por transmitir su estúpido mensaje, pero bajo aquellas circunstancias sentía que su pedido había sido el de un hombre agonizante que expresa su última voluntad.
Fue un velorio atiborrado de gente. Quizás Nezahualcóyotl fuera la ciudad del mundo donde Horacio tenía más amigos. Pero la mujer de la cicatriz no se apareció nunca, ni al velatorio ni al entierro. Eso me provocó una tristeza infinita porque me pareció que Horacio se había matado por nada y para nada. Después del entierro me iba en llantos a cada rato. Todos pensaban que era por él, pero en realidad era por la mujer esa que nunca se apareció al funeral de Horacio (…)
5
Horacio, las medias de nylon y los tacones altos de Mónica:
Horacio era un tipo más bien feo y con los años había cultivado más barriga de la que uno necesita, además de una pequeña papadita que le agregaba, a lo menos, unos cinco años de edad. Por si fuera poco, sufría de una alopecia precoz. Era un tipo prácticamente invisible para las mujeres. Pero al hablar se transfiguraba. No era ni su voz ni lo que decía, sino cómo lo decía. Las mujeres, primero, bajaban la guardia, quizás por su misma falta de atractivo. Pero a la media hora estaban enloquecidas por él. Sus ojos grandes y tranquilos (parecían ojos de vaca), se volvían vivos y pícaros cuando hablaba. La inflexión de su voz se hacía firme, expresiva y sensual. Fue Mónica quien me ayudó a descubrir todos estos atributos seductores en Horacio.
Mónica es una amiga a quien le di clases en la Universidad hace un par de años. Tiene las piernas más espectaculares que jamás nadie haya visto fuera de las fotografías de moda y un par de glamorosos senos que serían el delirio de cualquier mamífero en trance sexual. En realidad, Mónica está como le da la gana. Luego de un intento de romance en el que ambos entendimos rápidamente que la cosa no funcionaría, nos hicimos amigos. Y una amiga es lo mejor que te puede pasar en la vida, casi mejor que una amante. Pero Mónica es la tipa más sifrina que conozco. Y se derrite por los tipos altos y buenmozos, tipos de mundo, como dice ella: viajados, con poder adquisitivo, de buen gusto. Un día planeamos una salida: un dos pa´dos a ciegas. Ella llevaría a Gabriela, de quien estaba seguro que sería idéntica a ella, pero en versión feucha. Yo, por mi parte, llevaría a Horacio, con toda la buena fe de la mala intención.
Mónica siempre anda enfundada en medias de nylon y encaramada sobre sendos tacones. Horacio y yo las pasamos recogiendo por su casa como a las ocho de la noche. Antes de ir a comer decidimos entrar a un piano-bar para tomar un par tragos antes de decidir a donde ir a cenar. En realidad era una excusa válida para relajarnos un poquito y conocernos mejor. Cuando nos bajamos del carro, el rostro de Mónica parecía un poema: le llevaba como dos pulgadas de ventaja a la altura de Horacio. Gabriela, por el contrario resultó una tipa sencilla y agradable: iba vestida con una amplia bata de lino crudo y en la mano llevaba una carterita preciosa de cuero. Más nada. Aún así, lucía muy elegante. Su pelo, tan negro y bien cortado bordeando su rostro blanquísimo, le imprimía un aire de muñeca de porcelana. Su andar desenvuelto y ágil delataban un cuerpo firme y atractivo bajo su batola de lino. No fue que me volví loco, pero la chica me gustó.
Cuando Horacio se levantó de la mesa para ir al baño, Mónica amenazó con matarme allí mismo, frente a Gabriela:
– Yo te traigo una tipa cheverísima y tú te presentas con este enano mudo.
– Cuando te bajes de tus tacones verás que es un poquito más alto que tú.
– Jamás me quitaré un solo zapato cerca de este tipo. ¡Qué bolas las tuyas! – protestó.
A su regreso, Horacio aun continuó en silencio durante un rato más, porque creo que, además de feo, continuaba siendo tímido con las mujeres. Pero de pronto empezó a sonreír para sí mismo, como si hubiera encontrado una clave secreta que sólo él podía entender. Entonces pensé: “Ya está: te jodiste, Mónica”. Ella se había limitado a ignorarlo mientras bebía con desgano su whisky. Horacio se acercó a ella y le preguntó:
– ¿Has visto “Ma nuit chez Maud”?
– ¿Qué?
– La película, la de Erick Rommer.
– Casi no voy al cine – lo cortó Mónica.
– Y no te hace falta. Pero Maud, la amante de un joven que persiste en casarse con su novia católica, se parece muchísimo a ti.
– ¡Ah!, ¿si? ¿Y cómo es eso?
– ¿Recuerdas la descripción de la señora Zorni, en “El caballero y la muerte”?
Horacio sabía perfectamente que Mónica no tenía idea de qué le estaba hablando, así que, sin esperar respuesta, continuó:
– Una mujer de una belleza enloquecedoramente perfecta. Así es Maud en la película de Rommer, pero con el exquisito aderezo de ser, además, sensual y apasionada.
Y continuó hablándole sobre películas y libros. Horacio tenía el don de poder hablar de poesía con analfabetas, de cine con ciegos o de música con sordos. Siempre lo consideré un tipo culto, pero él se autodefinía como un tipo medio leído, más nada. “Lo que pasa es que acá nadie lee, entonces uno se compra tres libros y todos piensan que eres culto”, me refutaba. Sin embargo, pese a su opinión, para mí era un tipo culto. No como esos médicos o ingenieros que van al teatro, ven películas, leen libros y asisten a conciertos, pero no saben luego donde carajo colocar lo que reciben. De esa forma van archivando un Vivaldi sobre un Sartre o sobre un Wilder, leen a García Márquez y a Isabel Allende y dicen que son estupendos porque los dos escriben igualito, o vociferan su pasión por cualquier intérprete de la música clásica, sin importarle quien sea, simplemente porque está etiquetado como clásico. Horacio deliraba por Chaikovsky, Vivaldi, Colombe y Handel, pero le aburrían Wagner, Purcel y Litz, mientras que sentía que Byrd y Stanley eran ostentosos e insípidos. Proust lo adormecía, Joyce le parecía ilegible y Faulkner lo consideraba laberíntico, salvo en Absalom, Absalom. Era lo suficientemente culto como para decir que la poesía no le interesaba, salvo unos contundentes y definitivos versos de Kavafi, Machado, Cadenas y Miranda. No como esos que andan por allí que no pueden leer un poema sin que les parezca bello, sublime y tan cargado de sensibilidad. Lo que quiero decir es que el tipo era distinto a nosotros, pero no nos lo hacía sentir. O para ser más exactos: creo que no sabía que era distinto.
Le preguntó a Mónica cuál era su plato favorito. Al escuchar su respuesta, sugirió ir a comer langostinos a una tasquita que conocía en Caravalleda, en el litoral central. Un éxito rotundo. Paseamos luego por el malecón y terminamos preparando kaipiriñas en el apartamento de Horacio. Cuando nos despedimos, ya casi amanecía. Mónica dijo que ella se quedaba ya que no quería perderse por nada del mundo el amanecer desde el balcón. Tuve que hacer un esfuerzo para que no se me cayera la mandíbula allí mismo, delante de todo el mundo: jamás había visto a una Mónica tan desatada, testigos mediante. Claro, pensé, la kaipiriña es una bebida traicionera, un efectivo “quitapantaleta”. Y los dejamos allí, preparándose más tragos.
Al día siguiente, como a las cuatro de la tarde, Mónica me llamó. Me preguntó por Gabriela y le dije que era un buen prospecto. Asombrada, exclamó: “¿Y no hicieron nada?”
– ¿Nada cómo qué?
– Nada de nada, tú sabes. Creo que le caíste bien.
– Es probable, pero la lleve a su casa y nos despedimos con un besito en la mejilla, como hace todo el mundo la primera noche que salen juntos.
Ella mordió el anzuelo.
– No te pongas moralista. No sé qué me paso. Es un tipo encantador.
– Sí, claro. Yo tuve que salir contigo como diez veces antes de que me dieras un besito. Con Horacio, tres kaipiriñas y a la cama.
– Nadie ha hablado de cama.
– De acuerdo, ¿de qué hablaron?
– De nada. El tipo es un degenerado. Y es incansable. Te dice tantas cosas. A las seis salimos a ver el amanecer. Me contó de Maud.
– ¿De quién?
– De Maud, la de la película.
– Te impresionó eso, ¿no?
– Al comienzo no. Sabía que era una treta, interesante, pero una treta. Pero al final, sí me interesó. Y mucho.
– ¿A qué hora llegaste a tu casa?
– Estoy llegando. ¿Dónde tenías guardado a este degenerado?
– Cuídate, ¿okey? Horacio es de cuidado.
Un mes más tarde me volvió a llamar. Después de algunos rodeos, me preguntó:
– ¿Qué tiene, qué es lo que tiene ese Horacio amigo tuyo?
Entonces supe que Horacio le había dado duro.
Así era él. Las volvía locas. Siempre sabía cómo entrar y cómo salir. Tenía el don de convertir lo banal en algo trascendente. Porque Mónica estaba buenísima y hacía el amor como una demonia, pero era simple, hueca, intranscendente, vacua, fútil, trivial, frívola. Hasta que Horacio la tocó. El la volvió mujer, la volvió Maud. Y ella se lo creyó.
6
En los últimos años de su vida, Horacio se volvió casi un místico del sexo, como si fuera la única religión en la que aún podía creer:
Horacio: “Siempre me parece un milagro el hacerle el amor a una mujer, llegar a través de su cuerpo a un par de segundos en los que te conviertes en un animal primitivo y en un dios omnipotente, sentir que puedes protegerlo todo, a pesar de saber que nada te protege a ti mismo. No hay nada como en esos dos, tres, diez segundos, en los que logras sentirte tan poderoso y tan indefenso, como si ambas fueran una misma cosa. Entonces te atreves a ver los ojos de la muerte, y si tienes el valor de dar un paso más, quizás logres ver el amor. Todo a través de la piel, de las manos, de los dedos, de los labios de una mujer. Es como un milagro, como un misterio, como un enigma…”.
7
Horacio y la mexicana:
Hace tres años, en enero de 1995, Horacio y yo andábamos de farra por los bares de Caracas. Eran como las cuatro de la mañana y yo lo único que quería era regresar a mi casa y tirarme en la cama a dormir la borrachera. Pero Horacio era incansable. Insistió en buscar un bar abierto hasta que dimos con uno en el centro de la ciudad.
– Los bares del downtown son los mejores – me dijo mientras estacionaba el carro.
– Eso será en Nueva York, Horacio. Aquí lo que podemos conseguir es una puñalada.
Entramos a aquel antro poblado de chulos, putas baratas y borrachines insaciables, como nosotros. Sin embargo, todo era tan sórdido que era posible respirar un tenue encanto de candidez en aquella taguara. Había dos barras: la de la izquierda daba al bar, mientras que la otra daba hacia un breve escenario en la que un organista y un guitarrista acompañaban a una hermosa chica que animaba el lugar a punta de boleros. Caminamos hacia la barra de la izquierda, la que daba hacia el bar. Horacio pidió un par de whiskies dobles. Yo no podía ni hablar de lo pesado que tenía la lengua y los párpados. El, en cambio, estaba como resucitado frente al espectáculo que le brindaba la bolerista. Bastaba mirarla un par de segundos para darse cuenta que su canto iba dedicado a un joven de unos veinticinco años, apuesto y bien vestido, que estaba sentado prácticamente frente a ella. Lo acompañaba una mujer delgadita con el pelo pintado de amarillo que no le daba ni por los tobillos a la muchacha que cantaba.
Ella, la cantante, se acercaba al joven de la barra, seguramente su ex-novio o su ex-amante, se inclinaba sobre él, bebía de su vaso, lo miraba directo a los ojos mientras cantaba “mío, siempre serás mío, aunque otros brazos te abracen, aunque otros labios te besen”. El tipo le sostenía la mirada y de vez en cuando le decía cosas al oído a su acompañante, quién, furiosa, no le quitaba los ojos de encima a la cantante. El tipo era realmente guapo y creo que por eso la otra tipa, la del pelito amarillo, se lo aguantaba todo mientras la otra le cantaba.
Sin apartar los ojos de la bolerista, Horacio me dijo:
– Esos dos que están allí -refiriéndose a la cantante y al tipo apuesto de la barra – han hecho el amor como verdaderos animales hace menos de veinticuatro horas. Pero ella debe ser tremenda: el tipo está tratando de escapar de ella pero no tiene ni puta idea de cómo hacerlo. Además es más torpe que un adolescente torpe: mira el peazo’e vaina que se ha buscado para exhibírsela a la bolerista.
Yo apenas si entendía lo que me decía, ya que lo único que quería era dormir. Sin embargo Horacio hizo algo que me obligó a despabilarme: se levantó de su asiento y caminó hasta llegar al escenario de la bolerista. Se acercó a ella y le susurro algo al oído mientras ella, sorprendida, se dejaba arrebatar el micrófono de las manos:
– Ustedes dos andan en una vaina – les dijo a la cantante y al joven apuesto y bien vestido- y yo también. Todos aquí andamos en una vaina, ¿no es así?
Un par de borrachos respondieron afirmativamente, acompañándose de estruendosos aplausos. Horacio espero a que hubiera un poco de silencio:
– Damas y caballeros, voy a permitirme cantarles una pieza a una mujer que está muy lejos de mí, una mexicana que me robó el corazón y un par de cosas más. Ella está muy lejos, en Nueva York. Mañana, a esta misma hora, yo también estaré allí, pero aún así ella seguirá estando lejos, más allá del alcance de mi mano. Quizás ahora, en este preciso momento ella esté abriendo sus piernas y muestrándole el cielo a otro. A su salud. Lo envidio: daría lo que no tengo por estar en la piel de ese otro hombre, encaramado sobre la mujer que él se goza y que yo amo. Por ellos y para ellos: “Madrigal”.
Y se puso a cantar, como un borrachín de botiquín barato mientras su cuerpo se contorneaba al compás de la música como un enamorado sin esperanza. A mí no me había dicho una sola palabra sobre la tal mexicana, pero se ponía un micrófono en la mano y le contaba sus intimidades amorosas a más de cincuenta personas a las que nunca había visto en su vida. Lo aplaudieron rabiosamente. Se escucharon peticiones. Aceptó un par de ellas. Yo me animé y pedí otro whisky y le mandé uno a Horacio. La última pieza la cantó a dúo con la bolerista. La tomó por la cintura y la apretujo contra su cuerpo. Mientras cantaban, la miraba a los ojos, a los brazos, a sus senos esplendorosos. La chica lo acompañaba y le sonreía, como si se hubiera olvidado momentáneamente del otro, del tipo guapo de la barra.
Cuando terminaron la canción, él la arrastró hasta el final del escenario, a un lugar mal iluminado, pero no lo suficientemente mal iluminado. Allí hablaron no más de cinco minutos hasta que finalmente la abrazó y la beso. La agarró por el culo y le metió manos entre las tetas. No estuvo en eso más de treinta segundos cuando el de la barra los descubrió, se levantó de un solo salto y se enfiló contra ellos. Fue a ella a quien agarró por el brazo y los separó bruscamente, mientras la insultaba:
– Puta de mierda, barata, eres una rata, una cualquiera.
– ¿Y tú? -le respondía ella.
– ¿Tú no ves que me jodiste, que me estás jodiendo?
– ¿Y tú? – insistía en preguntar la bolerista.
– ¿Y así querías que me casara contigo, puta?
Horacio agarró al tipo por el brazo y se lo llevó como pudo a una de las mesas. Era extraño, pero el tipo no parecía molesto con Horacio, como si él no hubiera sido el que le había estado manoseándole las tetas a su ex-novia. Los mesoneros le pedían que se retirará y a mí me trajeron la cuenta, rogándome que abandonáramos el local. Horacio accedió a retirarse, pero antes estuvo hablando con el tipo por más de veinte minutos. La bolerista se reincorporó a su trabajo y cantó “¿De qué te sirve tener y tener…?”. La tipa de pelito amarillo continuaba sentada en la barra, solita, esperando lastimosamente a su hombre.
Horacio se me acercó y me pidió que lo dejara en el bar. Me dijo que la bolerista necesitaba compañía y él se la daría.
– ¿Y el tipo que anda con ella? – le pregunté preocupado.
– Ese es un pajuo, no sabe lo que quiere. La carajita está que se babea por él y el muy imbécil se le presenta con una putica desnutrida. Voy a esperarla y, si me deja, me voy con ella. Total: mañana estará otra vez revolcándose con su galancito. Pero hoy la pasaremos bien, si ella se deja.
Yo me fui y lo dejé en la puerta del bar. La esperó durante más de dos horas, según me contó luego. Me confesó que la bolerista tiraba como un ángel, aunque el ángel era la otra, la mexicana.
8
Horacio y lo sagrado:
Horacio tenía una obsesión por lo sagrado. Pensaba cosas raras, como que la duda es el camino de la certeza o que la confianza era más sólida que la verdad: “Todo el mundo pide garantías, todo el mundo quiere pruebas”, me decía, “pero las cosas básicas, las verdaderamente importantes, no tienen pruebas ni garantías. Mi vida, por ejemplo, ¿quién puede garantizar que para mañana, a esta misma hora, seguiré con vida? ¿Quién puede garantizar que amaré eternamente a una mujer? ¿Quién puede darme pruebas de que tú eres mi amigo?”.
Horacio buscaba lo esencial, lo básico, la estructura de la osamenta. Pero siempre vivió en lo superfluo, en lo ambiguo, en lo banal: en la piel …
9
Desde hacía un tiempo Horacio tenía en mente la idea de montar una especie de bar en el que se pudiera jugar billar, escuchar música, tomar cerveza fría, tequilas y comer tacos mexicanos. Quería montarlo en Las Mercedes, en los Palos Grandes o, de no ser posible allí, en algún lugar de la inhóspita y desértica carretera entre Coro y Punto Fijo. El lugar lo llamaría “Tequila Sunrise“. Alguna vez me contó de dónde le venía esta idea:
Horacio:
“En vez de meternos en uno de los cinco mil bares que hay en Las Vegas agarramos la carretera del desierto, rumbo a Los Angeles. Tardamos casi dos horas en encontrar un lugar en el que pudiéramos tomar un trago: “Bay, bay, Brasil”. Bebimos cubalibres y bailamos zamba. Eran casi las dos de la mañana cuando volvimos a la carretera. No teníamos ningún rumbo fijo. Simplemente dejábamos el auto correr. Jugamos a los forajidos y a los fugitivos, a los contrabandistas, a los refugiados, a los exiliados políticos y a perdidos en el desierto. Detuvimos la marcha y nos sentamos sobre el cálido capote del carro (un Mustang ´68 totalmente repotenciado que había alquilado en una especia de club automotriz en Las Vegas) para mirar la fantasmagórica visión de un tren que cruzaba el desierto como una gigantesca serpiente luminosa. Estuvimos en silencio hasta que el tren se perdió en el horizonte casi infinito. Luego nos quedó la luna y el sonido de las criaturas insomnes.
Nos paramos en el “Big China” y cenamos comida cantonesa. El lugar estaba prácticamente vacío, lo cual es lo más inquietante que puede ocurrirle a un restaurant, pero la comida resultó excelente. Salimos de allí casi a las cinco de la mañana.
Volvimos al auto en silencio. Pero eso no tenía nada que ver con el fastidio ni con el hastío. Era un silencio de lujo, opcional: ambos sabíamos que podíamos comenzar a hablar nuevamente de lo que nos diera absolutamente la gana. Anduvimos un gran trecho así. Yo manejaba despacio, muy despacio. “¿Cuál es la película más hermosa del mundo?”, me preguntó la mexicana sorpresivamente. Sin pensarlo dos veces le dije: “Pieza inconclusa para piano mecánico”.
– Entonces, debo verla algún día – me respondió. – ¿Y la más triste?
– “El Gran Gatsby”.
– De acuerdo. ¿Y la más inquietante?
– “Demage”.
– ¿La más amorosa?
– “The Fisher King”.
– ¿La más estúpida?
– “Love Story”.
– ¿La más cobarde?
– “The touch”.
– ¿La más apasionada?
– “Body heat”.
– ¿La más bonita?
– “Frankie and Johnny”.
– ¿La más radical?
– “París-Texas”.
– ¿La más definitiva?
– La misma: “París-Texas”.
Volvimos a nuestro silencio. Ella encendió el reproductor y escuchamos a “The doors“: “End”. La mejor música para atravesar cualquier desierto del mundo. Eran casi las diez de la mañana cuando pasamos frente a un bar a orillas del camino. Nos detuvimos allí. Necesitábamos ir al baño y tomar algo que nos devolviera a la vigilia. Los carros estacionados frente a la fachada eran en sus mayoría viejos rústicos, un par de pick ups bañadas de arena y gigantescas motocicletas. Al cerrarse la puerta tras nosotros, el lugar quedó prácticamente en penumbras, como si se tratara de una sala cinematográfica o de algún templo para rendir un extravagante culto. No es que el sitio estuviera repleto, pero había más gente de la que uno pudiera imaginarse a esa hora, a pesar de que era sábado.
Las paredes estaban cubiertas con pinturas de escandalosos pero tristísimos colores, muy a lo mexicano. En una de ellas estaba la figura de la Muerte cubierta con un poncho multicolor mirando a una mujer de largos cabellos negros y de hermosos ojos oscuros. Con una de sus manos ella sujetaba su falda, mientras que con la otra se cubría el rostro. Pero aún así no dejaba de mirar a la Muerte. El cuerpo de la mujer la rechazaba, pero en su mirada había el anhelo, el deseo de la invitación. La Muerte, de pie frente a ella, acababa de arrojar una antorcha que aún humeaba a sus pies. Era como si para poder tocar a esa mujer hubiera tenido que apagar la luz que le había guiado, que le había permitido encontrarla. A primera vista, era fácil pensar que la Muerte era el verdugo del escenario. Pero si te detenías en las miradas, en el gesto de las manos (ella dominando sus faldas, cubriéndose la cara, el descaro de su mirada, el soberbio desacato de su cabellera; la Muerte apagando su luz, sus manos vacías, sus ansias por provocar el encuentro), era difícil determinar quien allí era el verdugo y quién la víctima. Quién mandaba y quien obedecía. Quién era el perseguido y quien el perseguidor. El cuadro estaba firmado por un tal Jimmy.
En la pared contigua había una visión del desierto. Pero no era una visión infinita, sino una visión cercana, vista a través de un ojo humano. Eso hacía de ese desierto el lugar más solitario del mundo, como si alguien intentara encontrar en él lo que sabía había perdido para siempre. El cuadro describía un crepúsculo. Era triste y hermoso a la vez, como si en ese lugar y en ese momento se conjugaran y se confundieran las fronteras del olvido y la esperanza.
Al frente había otro cuadro en el que la Muerte (despojada de su poncho multicolor, toda llena de huesos y de tiras de putrefacta materia orgánica) aparecía arrodillada frente a la mujer de largos cabellos negros. La Muerte aferraba con furia sus manos contra las caderas de la mujer, mientras su lengua debía estar lamiendo con sed milenaria la cavidad del sexo de ella. Pero la mirada de la mujer evitaba ver el rostro de la muerte, como si hubiera encontrado en ella el sentido de su vida, pero sin querer ni poder aceptarlo. La mujer miraba el desierto, tratando de ignorar el placer que la poseía, tratando de negar la lengua que se la comía, tratando de encontrar aún una esperanza frente a lo definitivo, a lo inaplazable, a lo irremplazable.
El último cuadro, también firmado por Jimmy, era desolador: era el reinado de la Muerte. En éste, la mujer de largos cabellos negros yacía sobre la arena bajo el esplendoroso cuerpo de la Muerte. Estaba muerta, pero la Muerte seguía vigente, de pie frente a los despojos de ella. La Muerte tenía la actitud, la paradura del triunfador. Pero su triunfo era un fracaso. Su logro, una pérdida. Su acierto, un desacierto.
Alrededor de estos murales los clientes bebían cerveza, escuchaban música y jugaban pool. Había en el aire un hedor a nicotina encerrada y a cerveza rancia. Nos acercamos a la barra. Tras ella estaban una mujer morena de ojos tristísimos y largas trenzas negras (quizás de origen mexicano, quizás más bien chicana) y un gringo de unos treinta años, de pelo rubio largo, atado en la nuca con un cordel de cuero, lo que le imprimía al rostro un cierto aire de aristocrática nobleza. Intuí que él era el autor de los cuadros. Lo llamé por su nombre:
– Jimmy…
Se acercó con pereza. La mujer, que se llamaba Matilde, apartó su vista de los vasos que fregaba y nos miró con curiosidad. Una pieza de Madredeus se dejaba escuchar.
– ¿Cómo estás? – me preguntó Jimmy mecánicamente, dando por sentado que nos habíamos visto de antes, ofreciéndonos una lacónica sonrisa.
– Sé bueno y tráenos un par de tequilas, por favor – le pedí.
– Sólo cerveza – nos aclaró, con la misma pereza con la que se nos había acercado.
– Entonces dos, muy frías.
Los demás clientes o jugaban billar o miraban jugar. Había un chico muy joven, diecisiete, dieciocho años a lo sumo. Y había tipos muy viejos: un indio (siempre hay un viejo indio en estos bares del oeste) vestido de kaki, rígido como un maniquí, de pie frente a la mesa más concurrida del lugar. A ninguno de los dos jugadores de esta mesa parecía molestarle la presencia del indio: al contrario, parecían jugar para él, para su aprobación. Se colocaban a su alrededor, bordeándole, esquivándole sin ignorarlo. De vez en cuando el indio se movía para llevarse a los labios un sorbo de cerveza o para permitir un mejor tiro a los jugadores.
La mujer de ojos tristes fue quien nos trajo las cervezas. Nos preguntó:
– ¿Cubanos?
– No. Ella es mexicana. Y yo, venezolano.
– Muy pocos venezolanos vienen por acá. A su salud – nos dijo, arrimando un par de vasos colmados de fría cerveza.
Los demás, los que rodeaban las mesas de billar, parecían estar marcados por la huella de los verdaderos fugitivos: huían de la soledad, del calor del desierto, de la luz cegadora del exterior, de la rutina, de la vida que no querían llevar pero que seguirían llevando. Aquel lugar era como la negación de todo. Allí continuaba siendo de noche, a pesar de que el sol lo achicharraba todo afuera. Allí había diversión, a pesar de que sólo había aburrimiento y fastidio. Había una extraña sensación de libertad, cuando en realidad sólo había encierro.
Jimmy se detuvo a fumar un cigarrillo casi frente a nosotros. Contemplaba las mesas del salón cómo tratando de encontrar en ellas alguna cosa, algún detalle que nunca antes hubiera visto en su vida. Me pareció que sólo con esa esperanza era posible vivir en medio del desierto, en medio del encierro de aquel bar. En realidad, pensé, sólo con esa esperanza es posible vivir en cualquier lugar del mundo.
– Me gustan tus cuadros – le dije.
– A veces, a mí también.
– Te gusta la muerte, ¿no? – le pregunté.
– Un poco. Pero más me gusta el amor.
Como movido por una bofetada, volví a mirar sus cuadros y entonces pude comprenderlos: eran cuadros de amor, de soledades, de sufrimientos insospechados, de triunfos efímeros y ambiguos. Miré con más atención el de la mujer muerta y la Muerte de pie, triunfante. Pude distinguir una pequeña mosca agazapada sobre el pezón de la bella mujer: tanta belleza relegada al disfrute de una mosca, de un insecto carroñero y nauseabundo.
Jimmy en persona volvió para ofrecernos un par de vasitos de cartón. Contenían tequila.
– Cortesía. No se vende.
Matilde, la mujer de Jimmy, quizás estaba un poco gorda. Pero sus ojos tristes seguían siendo hermosos. Ella, en su momento, debió haber sido la mujer de los cuadros.
Miré a mi acompañante, a la mexicana, y la sentí la mujer más hermosa de la historia del mundo. Y sentí que su cuerpo era sagrado, como un templo, como una oración, como un conjuro. Entonces, en ese momento, sentí que sus labios guardaban un secreto milenario y mortal. Me acerqué a ella, acaricié su pelo, su nuca, toqué sus mejillas, la comisura de sus labios. ¿Sabes que lo más difícil que hay en la vida es tocar a una mujer? Pero en ese momento lo hice, muy despacio, y luego la besé. Entonces supe que su lengua era el comienzo y el final de un laberinto venenoso.
Salimos de aquel lugar casi a las doce del mediodía. La volví a besar antes de llegar al carro, en medio de la luz cegadora del desierto. Palpé todo su cuerpo. Con mi lengua recorriendo su boca. Con mis manos acariciando sus senos. Con mis piernas oscultando sus piernas.
Antes de arrancar el carro me volteé para mirar una vez más el lugar que acabábamos de abandonar. La fachada estaba pintada de verde, con un tanque de agua color rojo sobre el techo. Me pareció un camaleón moribundo en medio del desierto. Se llamaba “Tequila Sunrise”. Allí fue donde por primera vez toqué a la mexicana.
10
Horacio nunca quiso nombrar a la mexicana por su nombre. En una sola de sus cartas, me habló de ella:
“…cada mañana, al despertarme, no puedo evitar pensar en ella, en la mexicana. Hoy, como de costumbre, lo volví a hacer. Pero hoy descubrí que había olvidado sus manos. No sus ojos, ni su mirada, ni sus labios, ni su lengua viva en la caverna de su boca. Todo eso lo llevo vivo en mi memoria. Pero sus manos se me han olvidado. Sé que esto es solo el comienzo, que tarde o temprano se irán borrando de mi memoria la textura de su piel, la forma de sus piernas, el olor de su sexo. Cuando eso ocurra, ya no podrá hacerme daño: la habré olvidado y la habré perdido. Porque aún me pertenece. Ella me pertenece a través del daño que aún me provoca. Pero cuando ese dolor desaparezca, la habré abandonado para siempre. Ya no la podré buscar ni siquiera dentro de mí. ¿Logras entender eso? Me duele que me deje de doler.”
11
Horacio: La verdad siempre está allí, al alcance de tu mano. Es uno quien no quiere verla. La ocultas, la disfrazas, la transfiguras, la desfiguras, la enmascaras, la finges, la tapas, la guardas, la pospones, la predispones, la antepones, la postergas, la transfieres, la callas, la silencias, la enclaustras. Pero ella, la verdad, siempre está allí. Eres tú, soy yo, somos nosotros quienes la reinventamos y creemos en lo que no se puede (ni se debe) creer.
12
Mi última conversación con Horacio en Nueva York:
Hace tres meses vi a Horacio por última vez. Ocurrió en Nueva York, donde Horacio vivía desde hacía poco más de seis años, trabajando para American Airlines. Hacía casi seis años Horacio había abandonado Aeroméxico la cual lo había llevado a Nezahualcóyotl, en México, durante más de cinco años. Al parecer, era un excelente gerente, pero extremadamente conflictivo, demasiado arriesgado para el gusto conservador de sus superiores. Sin embargo, sus estrategias funcionaban, sus cambios eran efectivos, sus políticas aumentaban las ganancias de las empresas. Por eso lo buscaban y lo toleraban.
Lo encontré, no sé como decirlo, preocupado, abrumado. Me recibió en su espaciosa oficina provista con un gran ventanal que te mostraba gran parte de Manhattan, como en las películas. Estaba vestido con pantalones grises, camisa azul y una corbata de dibujos púrpuras y fondo rojo. Estuvo muy amable, pero, ¿cómo decirlo?, distante, más bien ausente. Me explicó su nuevo proyecto: abrir nuevas rutas hacia el Tíbet y Bangladesh. Vuelos directos con amplio soporte turístico. Me mostró la empresa, me presentó a varias ejecutivos, me brindó café y guardó silencio. Pensé que era el momento de retirarme. Quedamos en ir a cenar.
Cuando llegué al Aquarius lo encontré sentado en la mesa, solo, tomando un trago. Lo acompañé con un vodka. Hablamos mucho, prácticamente de todo, pero era como si no hubiéramos hablado de nada. Seguía transmitiéndome esa sensación de distancia, de ausentismo casi involuntario. En algún momento me pareció pertinente preguntar si le ocurría algo. No respondió nada, al menos de inmediato, como si estuviera armando su respuesta.
– No sé, tal vez estoy trabajando mucho.
– Ya era hora, ¿no? – bromeé.
– Lo malo es que no quiero trabajar. Estoy harto de la maldita línea aérea, sin embargo estoy trabajando más que nunca, al estilo de ellos, presentando proyectos, redactando informes, elaborando estadísticas que me permitan recursos para desarrollar nuevos proyectos que luego vuelvo a trasformar en reportes y estadísticas para nuevos proyectos. ¡Es una mierda!
– Tal vez necesitas un descanso.
Volvió a callar. Por mucho rato. Bebió un sorbo grande de su trago.
– Sí, estoy cansado, muy cansado.
Sabía que no se refería al trabajo.
– ¿Qué más hay? – le pregunté.
– Hay algo que no cuadra, algo que no tiene sentido.
Se detuvo de nuevo, como si algo le impidiera avanzar.
– ¿Qué cosa? – pregunté.
– No lo sé, tal vez es que me estoy poniendo viejo.
– ¡Por dios, Horacio! Tienes treinta y seis años – objeté.
– Me estoy poniendo viejo – ratificó. – Y cuando nos ponemos viejos es como si la verdad saliera a flote. Soy un inútil, un desastre, un desorden absoluto. Nada de lo que hago tiene sentido. Siempre me he movido por impulsos, como si tuviera un resorte dentro de mí que me lleva de un lado a otro. Nadie hasta ahora se ha dado cuenta de que lo que realmente soy: un inútil, un fracaso, un perdedor. Pero siento que ya no podré ocultar la verdad por más tiempo. Volveré a renunciar a mi trabajo, comenzaré en otro sitio desde cero, lo cambiaré todo, haré las cosas a mi modo. Pero eso ya no sorprende a nadie, ni siquiera a mí mismo. Luego me volveré a aburrir y volveré a comenzar. Y así con todo. Pronto, muy pronto estaré demasiado viejo para continuar.
– Para entonces tendrás suficiente dinero para trabajar por tu cuenta, en lo que quieras.
– No tengo un puto centavo. Lo único que sé hacer con el dinero es gastarlo.
Volvió a hundirse en su silencio. Luego dijo:
– ¿Sabías que, a mi edad, mi padre tenía una familia, cuatro hijos, una casa qué mantener, un lugar al que tenía que proteger y a donde podía llegar? El tenía un espacio en el mundo, unos hijos, una mujer que lo amaba. Era una persona necesaria. En cambio, ¿quién me necesita a mí? Si yo muriera en este instante, ¿quién me lloraría, quién realmente me lloraría, digamos, un año después? No pido más. Fracasé. Soy un fracaso. No tengo nada en las manos. Nada. Yo ya me di cuenta. Pronto los demás lo notarán y me mandarán al carajo.
– ¿Quieres casarte? – pregunté, sin poder evitar sentir que era la pregunta más tonta que podía hacerle. No me respondió. Me sonrió burlonamente y me dijo:
– Sólo estoy cansado, muy cansado. Más nada. Y quiero que todo se acabe, pero no sé cómo. Soy como un rompecabezas con varias piezas perdidas, y ya no quiero seguir buscándolas. En realidad no sé dónde buscarlas. Y me aburrí. ¿Recuerdas cuando se mató Julio Arcaya? La familia se inventó una enfermedad incurable, un cáncer terminal o algo por el estilo. El tipo estaba más sano que un toro, me lo confesó su médico. Pero la familia, sobre todo su mujer, debía justificar su suicidio y se inventó lo de la enfermedad incurable. Yo creo que el tipo se aburrió: visitó los museos que debía visitar, vio las películas que debía ver, leyó los libros que le urgía leer, escribió los poemas que tenía que escribir y amó a las mujeres que tuvo que amar. Comprendió que el resto sería la repetición de lo mismo, pero degradado, mediatizado, envejecido. Entonces se reventó los sesos de un balazo. Más nada. Lo pudo todo y, tal vez, se dio cuenta de que no había podido nada. Busco y, o lo encontró todo, o descubrió que no había nada qué encontrar. Sólo fachadas. Sólo máscaras. Cosas que se parecen a cosas, pero que en el fondo no son lo que parecen. Entonces despiertas y todo se desvanece. Y cuando despiertas del sueño no tienes otra salida que matarte.
Sentí amargura en su voz, en su mirada, en su vida. Me pareció que algo dentro de él se había roto definitivamente.
– ¿Sabes? – me dijo -. Debe haber algo en mí que funciona mal para no haber logrado el amor de nadie en estos treinta y seis años de vida. Es decir, un amor provocado verdaderamente por mí. No el amor de tus padres o el de tus hermanos: ese es un amor heredado. Me refiero a un sentimiento que se haya originado verdaderamente por mí. Tal vez sea que no sé amar y, en consecuencia, nadie me ha amado.
– Y la mexicana, ¿acaso no la amaste?
– No estoy seguro, ahora no estoy seguro. La mexicana fue un invento, yo me la inventé, yo la creé. Quise ver en ella lo que ella no era. Quise ver a dios a través de ella, y lo vi. Pero no sé si fui yo quien quiso verlo o fue ella verdaderamente quien me lo mostró. Hay que estar inspirado para ver el universo entre las piernas de una mujer. Pero, ¿eres tú quien estás inspirado o es ella quien te inspira? No lo sé. No digo que no lo puedas volver ver a través de otra, digo que tal vez no estés inspirado y no logres ver nada, solo carnosidades enrojecidas y fluidos vaginales. Cansa mucho estar inspirado. Y duele, demasiado.
Tomó otro trago de su vaso y continuó:
– ¿Sabes? Creo que me hubiera gustado ser escritor. Pero da miedo querer contar y no saber hacerlo. Mostrar con palabras algo que quizás nadie más haya visto nunca. No fui escritor por cobardía. Tal vez hubiera sido un mal escritor, uno muy mediocre, pero hubiera tenido, a lo menos, la satisfacción del intento. No lo pensé dos veces y me fui al lado contrario, a otro departamento, a una oficina con aire acondicionado en la que no tuviera que arriesgarme todos los días para poder sobrevivir. Un lugar que me permitiera vivir, a secas. Y terminé viviendo en un desierto. Una vez intenté escribir un cuento sobre un hombre que amaba el mar y termina comprando un hotelucho en medio de unas montañas secas y estériles, tratando de conjurar así esa pasión amorosa por el mar que sospecha sería su perdición. Es decir, ese hombre, el de mi cuento, se pierde por temor a perderse. Evita vivir junto al amado mar porque teme acostumbrarse a su majestuosa belleza. ¿Comprendes? Entonces huye de esa belleza para mirarla desde lejos, sólo de vez en cuando, sin tocarla, para que así nunca pierda el poderoso y mágico poder de maravillarlo. Es absurdo, pero eso hacemos. Al menos, eso es lo que he hecho. Como si estuviéramos condenados a alejarnos de lo que más amamos para poder seguir amándolo.
No supe o no quise entender lo que quería decirme.
Hace dos semanas recibí la noticia de que Horacio se había ahogado. Ocurrió en México, en Cancún.
Jamás, definitivamente, me atreveré a llegar a los sitios a los que él se atrevió a llegar. Jamás.
13
Horacio, la muerte, el amor:
Muchas veces en estas dos semanas me he preguntado por qué Horacio escogió México para morir. En un primer momento pensé que había sido por la mexicana, pero luego recordé que la mexicana vivía en Nueva York.
Ahora que las cosas se han definido (la muerte es capaz de definir muchas cosas, más aun si la muerte es voluntaria (¿qué digo? ¿voluntaria? ¿o necesaria, irremediable, inaplazable?)), me vienen a la memoria conversaciones o fragmentos de cartas que parecieron intranscendentes en su momento, meras extravagancias de Horacio:
Horacio: Los mexicanos aprendieron a vivir con la presencia de la muerte. La aceptan como parte de sus vidas. En el fondo, aspiran a ella. No la evitan, ni la esconden ni la niegan. La asumen y la entienden. Y por eso le rinden homenaje. Se ríen y se burlan de la mortal calavera. Y de esa forma conjuran el estremecimiento que sentimos los demás frente a ella. Todos nos vamos a morir. Es un acto popular. Todos, más tarde o más temprano, moriremos en algún momento. Pero nadie lo dice, como si callándolo pudiéramos evitarlo. Como si ignorándola pudiéramos burlarla.
Horacio: Tampoco hablamos del amor. No tenemos cultura de amor. Asumimos que un día viene y se detiene frente a ti y uno será capaz de reconocerlo y atraparlo. Le tememos más al amor que a la muerte misma. Porque si la muerte es el fin del dolor, el amor es el comienzo de todo dolor.
Horacio: Nunca nombramos lo esencial. Preferimos lo seguro a lo esencial. Preferimos la garantía al riesgo. Somos pragmáticos. Buscamos respuestas y nos olvidamos de las preguntas. Antes nos batíamos en duelo por una mujer o por una infamia. Ahora tenemos un abogado a través del cual demandamos y ganamos. Un abogado que te casa y te divorcia: un administrador y un guardián de tus afectos, efectos y defectos. Ya no hay cabida para un hombre que atraviesa el mundo guerreando en cruzadas con tan solo el pañuelo de la dama amada. Una mujer a quien tal vez no haya besado, ni siquiera tocado su piel. Eran soñadores, idealistas. Nosotros, en cambio, nos hemos vuelto eficientes: no nos enamoramos sin antes verificar las bondades sexuales en la cama de la elegida. Nos hemos vuelto excelentes calculadores y precarios apostadores. Pésimos amantes.
Horacio: Hacer el amor es el medio, no es el fin. Es el camino que te lleva a otro sitio. No es el llegadero.
¿Qué buscaba Horacio en los bordes de la piel de una mujer? ¿Acaso la muerte, acaso el amor? ¿Lo encontró o simplemente descubrió que era una falacia, un invento de la literatura, un buen tema cinematográfico, una escaramuza hormonal, un capricho genital, un desacierto de los sentidos, una causa perdida, una máscara que al quitarla se desvanece en el aire, para siempre …?
14
Bajo a comprar cigarrillos. De regreso me detengo en mitad de mi calle, a mirar a Caracas de cuerpo entero. Aun bajo la oscuridad de la noche, es posible presentir su anarquismo, su frialdad. Es una ciudad para transitar, no para vivir en ella. Hay que tener un sitio a donde ir para poder tolerarla y, desde allí, amarla. Sin embargo, es hermosa. Tiene su gran montaña, cuyo perfil es enloquecedor en las noches claras de luna llena. Una montaña sirve para ocultar muchas cosas, para soportar muchas cosas. Me siento desterrado de esta ciudad: como si ya no tuviera nada qué buscar en ella, como si ya no tuviéramos nada qué perder en ella.
Horacio lo supo y se marchó …
15
Trabajó para Alitalia desde 1983 hasta 1986. Luego se alistó en Aeroméxico, donde permaneció hasta 1992. De allí pasó a las oficinas de American Airline en Nueva York.
Nació en La Habana, aprendió a leer en Miami, creció en Caracas, se educó y trabajó en Roma y Nezahualcóyotl, conoció las fatigas del amor en Nueva York y murió en Cancún, el catorce de septiembre de 1998. Un trotamundos. Una especie extinta de bardo sin poesía. Un saltimbanqui. Un amigo.
16
Ni por azar ni por esfuerzo: porque hay en tu vientre un recodo al que nunca podré llegar, por más profundo que te penetre, ni con el frenesí un animal delirante, ni con el desafuero de un perro enloquecido. Hay un rincón de tus entrañas al que nunca podré arribar. Un recoveco de tu alma, de tus huesos, de tus sueños y pesadillas, un borde de tu hambre, de tu miedo, de tu aliento, de tu boca. Un pliegue de tu piel, una hebra de tu pelo, una carnosidad de tus labios, un lamento de tus innumerables dolores. Jamás llegaré a esa inclinación de tu mirada, a ese receso de tus esfuerzos, a esa caricia de tus manos, a esa grieta de tus murallas. A tu llanto. A tus anhelos. A tu cuerpo. A tus senos pequeños y fulminantes. Porque me lo niegas todo negándome ese recodo, ese minúsculo pliegue de tu carne en el que te atrincheras y te ríes de mi terquedad, de mi empeño por amarte, de mi insistencia por besar esa boca en la que te presagio sin poder encontrarte nunca, ni por azar ni por esfuerzo…
(Este relato pertenece al libro “El atador de cabos”, publicado por Monteávila Editores, Caracas, 1999).
[1] Breve resumen del original, lo único que permite mi indisciplinada memoria.