El cuerpo no termina de comprender lo que realmente está ocurriendo. Todo luce tan festivo, tan alegre. La gente excitada y sonriente a pesar de la larga cola. Boletos en mano. Enormes y pesadas maletas a nuestros pies, moviéndose con lentitud y pereza. Delante de mí, un esposo le trae a su esposa un café con leche espumoso, humeante. Yo estoy sola. No tengo café ni esposo. Sólo el mismo boleto aéreo y un par de maletas, quizás un poco más grandes que la de ellos. Claro. La suyas llevan ropa, perfumes y pantaletas. Cosas útiles. La mía va cargada de miedos y sueños. En ese orden.
Cerca, mis padres no me quitan la vista de encima. Sé que quieren traspasar la endeble cuerda que nos separa y venir a ayudarme a arrastrar las maletas cada vez que la cola se mueve medio centímetro. No dejan de mirarme y aún sonríen. Quieren aparentar que están felices. También quieren creer, como yo, que sólo me voy de vacaciones por un par de meses y que pronto vendrán nuevamente a recogerme al aeropuerto.
Pero esta vez no será así.
Ni mis padres ni yo misma tenemos idea de la magnitud ni de la envergadura de mi determinación. Sé que algún día volveré a mi tierra, a la casa de mis padres, a mi cuarto. Quizás dentro de dos, cinco, ocho, diez años. O quizás nunca. Y lo que es peor: ni me importa. Porque desde hoy en la mañana, cuando desperté, me dije: nunca jamás volveré a despertar en esta cama, en este cuarto, en esta casa, en esta ciudad ni en este país. Y si alguna vez vuelvo a despertar en este cuarto, ya no seré yo, seré otra.
He abandonado a mis muertos. A mi abuela Teresa cuya tumba jamás volveré a visitar. Ni a la de mi abuelo Marcial, a quien poníamos flores cada vez que papá pasaba por Valencia.
Jamás volveré a pasear con mis padres y hermanos por los páramos merideños. Lo hicimos por última vez hace diez años, cuando aún éramos muy jóvenes y ninguno sospechaba que sería la última vez que haríamos ese recorrido juntos.
¿Asustada? ¡Aterrada! Sé que cuando sea vieja y gorda recordaré cada minuto de este recorrido que hago hasta el mostrador de embarque. Si hubiera de caminar hacia un cadalso no me hubiera resultado más penoso ni más difícil.
No pienso en Venezuela ni en la Patria. Pienso en los parques de mi niñez, en toboganes, paseos en bicicleta junto a papá, la calle Sorocaima donde fui besada por primera vez, las playas de Cata y Cuyagua, donde me hice mujer. Pienso en Cristóbal, Mauricio, Daniel, mis primeros novios que me enseñaron el dulce y amargo sabor del amor. Mis amigas María Cristina, Zully, Alicia. Pienso en mi gato Capote que ya murió pero cuya memoria seguirá atada a mi casa, mi cuarto, a mi cesta de ropa sucia donde se escondía.
Quedan dos personas delante de mí antes de llegar al mostrador de Lufthansa.
Estoy a punto de llorar. Lo sé. Lo siento. Es como un fuego que me quema el pecho y presiona mi garganta. Los ojos me arden y quisiera gritar. Ahora es que me vengo a dar cuenta, como en toda historia de amor que está a punto de terminar, que Venezuela realmente es mi cuarto. Mi cama, mis sábanas, mis cobijas, mis patines, mis pantaletas, mis toallas, mis trajes de baño, mis tacones, mis perfumes, mis faldas, mis vestidos, mis novelas, mis DVD, mis comics. Allí está todo. Allí está mi vida. Y mi patria. Esa es la verdadera patria, la de los besos y los bailes. La del amor y el despecho. La de las rodillas rotas porque me caí de la bicicleta. La tierra en la que siento calor en semana santa y frío en diciembre.
Al bajar de este avión comenzaré a hablar una lengua que aprendí a la perfección en academias baratas. ¿Olvidaré algún día mi idioma materno, me pregunto? ¿Me resultará extraña algún día mi propia lengua? Mi idioma del odio, el de las rabietas y el del amor. ¿Aprenderé realmente a ser una mujer sucia en la cama, en alemán? ¿Aprenderé a sumar, restar y multiplicar en esa lengua enrevesada y odiosa?
Un día algún desconocido me hablará al oído, quizás mientras bailamos o caminamos, y yo sospecharé en él al amor. Quizás me equivoque o acierte. No importa. El tono, la sonoridad de sus palabras. El ritmo de su respiración. Su mirada. Ay, ¡Dios! La mirada de un hombre lo dice todo o no dice nada. Pero, ¿en alemán? ¿También eso funcionará con los germánicos?
Probablemente tendré hijos de un hombre cuya voz me sedujo y me hará creer que es bueno. Necesario. Imprescindible. Aunque quizás sea bisnieto de nazis.
Miro a mis padres de reojo. Están asustados y abatidos, aunque intentan disimularlo muy bien con una suerte de sonrisa temblorosa en los labios. Temen, como yo, echarse a llorar en cualquier momento.
Quiero enamorarme de un hombre hermoso. Delgado. Atlético. Sincero. De buenos sentimientos. De buena madera. ¿Habrá alguien así esperándome en Düsseldorf?
De niña, papá me decía: no importa lo que pase, lo importante es que seas feliz.
Y cuando me subía a un columpio, a la montaña rusa, al sube y baja o al tobogán de diez o doscientos metros, papá me tomaba en sus enormes brazos salvadores y me preguntaba: ¿Eres feliz?-Sí- respondía yo, por decirle algo. Pero de verdad que creo que era feliz allí, en esos momentos.
Ya no es a un columpio ni a un tobogán, papá. Me monto a un avión y me largo. ¿Captas la idea? Salto el muro y me doy a la fuga. Porque de Caracas uno se escapa o en una urna o en un avión. Prefiero el avión. Opto por el avión. Me viene mejor el avión.
Desde niña he visto a papá fraternizar con la idea de la muerte. Nos decía: uno sabe que va pero nunca sabemos si regresaremos, porque la muerte quizás se aparezca por allí en cualquier lugar, a cualquier hora. Hace dos días me dijo: “quizás nunca más nos veamos con vida”. ¿Cómo me va a decir eso, por Dios? Pero sé que lo dijo en serio.
No lo dice, pero sé que está tan enojado con mi partida. A veces me habla mucho, como si no quisiera olvidar ninguna advertencia ni consejo, pero otras se queda absolutamente en silencio, como si no pasara nada. Me lleva y me trae de un lado a otro de la ciudad sin pronunciar palabra. Está rabioso por mi partida.
A mamá, por el contrario, poco le preocupa el tema de la muerte, no así el de los nietos. Soy la mayor y probablemente la primera en dárselos. Pero ahora, dice mamá, ya no será una verdadera abuela, ni ellos, unos verdaderos nietos. Los visitará cada uno o dos años y la verán como a una vieja extraña que cada cierto tiempo se aparece para romper la intimidad del hogar. “Hablarán otra lengua”, dice mamá. Eso es lo que más le preocupa, y en cierta forma la entiendo.
Con las manos libres de maletas regreso al lado de mis padres y vamos todos a merendar.
Es diez de enero de 2017. Todos hemos estado contando los días desde hace varios meses. Una cuenta regresiva llena de dolor y alegría, de muerte y renacimiento. Pero los peores días han sido estos últimos diez días del mes de enero.
Quería irme mucho antes, en octubre de 2016, pero he retrasado el viaje contra mi voluntad para pasar Navidades y año nuevo con la familia. Cada bocado de hallaca y cada trocito de pan de jamón han estado untados con el triste sabor de mi partida. Nunca sabremos si la alegría de las fiestas navideñas nos ayudó a sobrellevar la tristeza que todos sentíamos por mi próxima partida, o al contrario, si tanto sabor a alegría no hizo más resaltar ese sabor amargo de todo dolor.
Subimos al área de restaurantes y comida rápida. Merendamos alegres y con mucho apetito, como si de pronto nos hubiéramos olvidado de todos los aviones del mundo. A cada rato llegaba un nuevo tío y un nuevo primo. Eso no me molestaba. Me daba gusto verlos.
El momento de los abrazos de despedida fue el peor de los momentos. Mucho peor de lo que me había imaginado. Todos lloraron, hasta mis hermanos que son un bloque de hielo puro. Todos lloraron, digo, menos papá. Él se apartó un poco, como esperando incluso lograr escaparse ese último gesto de cariño y desasosiego. Supe entonces que de todos, era él quien más sufría. Quien más rabia y dolor sentía por mi partida. Al final me abrazó, pero fue como un abrazo ficcionado, falso, como si se tratara de otro hombre que fingía abrazar a otra hija. Porque abrazar a la hija verdadera, a la que se iba de verdad, eso le hubiera resultado insoportablemente doloroso.
Envuelta en lágrimas camino hacia el torniquete que marcaría mi entrada a la zona de pasajeros y a mi salida del país. Volteo a mirar a toda mi familia una, dos, tres veces. Algunos siguen agitando sus manos en señal de despedida. Papá está de pie, firme, fuerte, con los brazos cruzados. Quizás esta sea la última vez que lo veré así. En pocos años la vejez se lo devorará vivo y mis hermanos dejarán de ser inquietos adolescentes para convertirse en hombres y mujeres. ¿Tendremos de qué hablar para entonces? ¿Cómo será la mujer de Rubén y el esposo de Gabriela? ¿Sus hijos? ¿Me verán como su tía? Y si ellos también se van del país, ¿cuándo nos volveríamos a reunir? Comprendo que todo este momento es como un gigantesco rompecabezas cuyas piezas difícilmente volverán a juntarse alguna vez.
Me monto al avión, busco mi asiento y espero a que el vuelo despegue. Tengo ganas, pero no me atrevo. Mejor dicho: no puedo llorar. Si lo hago, si comienzo a llorar, no sé ni cómo ni cuándo podré detenerme. No soy tan valiente. Sin embargo, estoy feliz. Muy feliz. Mientras despego del aeropuerto internacional Simón Bolívar, me acabo de convertir en una nueva emigrante venezolana.
“Y dime si adentro de ti no oyes tu corazón partir,
y si de ti todo se ha ido
y todo está por llegar
y todo está en este viaje
y todo es nuevo y vuelve”.
(Ramón Palomares)