Sonó el móvil.
Yo llevaba ya un buen rato vagando por el apartamento, entraba en la cocina, hurgaba en la nevera, picaba restos de comida como esos pequeños y estilizados pajaritos que con una agilidad entusiasta recolectan insectos muertos de las rejillas de los radiadores de los grandes camiones detenidos, veía por la ventana la pesada pero suave niebla que cubría con su caricia silenciosa el paisaje semi-industrial que me rodeaba, las borrosas figuras de los transeúntes disolviéndose, tragados por el muro blanco, los carros que surgían de la niebla frente a mi y desaparecían al instante como si viniesen de la nada y regresaran a ella un par de segundo después, sin decidirme, como siempre, a sentarme a escribir.
Después de esta larguísima frase el móvil seguía sonando. Me asomé a él con la misma desconfianza de quien se asoma al abismo de un espejo negro. En la pantalla podía leerse: número desconocido. Mala cosa. Decidí no atender. Era lo usual. También era usual que luego de un determinado numero de repiques la llamada finalizara. Pero esta llamada en particular parecía no tener prisa en finalizar. Repicaba y repicaba y yo me iba poniendo cada vez más nervioso. ¿Vas a contestar o qué? La voz de mi impacientísima Rosa Inés llegó desde el cuarto y le agregó a la situación un plus de ansiedad que ya no fui capaz de soportar. Casi sin pensarlo me lancé sobre el móvil y atendí la llamada.
Dígame.
Hablo con Jordi Jones.
El mismo.
Aquí Paul Auster.
Mire señor, no necesito ningún seguro de vida.
¿Quién ha dicho nada de un seguro de vida?
¿Y para qué me llama?
Tengo un trabajo para usted.
¿Cómo dijo que se llamaba?
Auster, Paul Auster.
¿Ese Paul Auster?
El mismo.
Naaah…
Se lo juro.
Vale, pero verá señor Auster, yo ya tengo trabajo.
¿Y de qué trabaja si se puede saber?
Soy mozo de almacén en Amazon.
Vaya pringado.
¿Perdón?
Que está hecho usted para labores más elevadas, querido Jones.
No crea usted que no lo he pensado.
Entonces, ¿acepta el trabajo?
Primero me gustaría saber de qué se trata.
Hombre precavido. Eso me gusta. Pero también necesito un hombre que se atreva a luchar por lo que quiere, que no le tenga miedo a las sorpresas y que siempre esté preparado para enfrentarlas. ¿Es usted ese hombre, señor Jones?
Mi esposa diría que no.
¿Y usted, señor Jones, qué diría usted?
Pues no lo sé. Cuénteme un poco más.
No hay mucho que contar. Basta con decir que necesito que me encuentre.
¿Que lo encuentre?
Aja.
¿Y es que no sabe usted dónde está?
Pues no.
¿Y cómo es posible eso?
Ni idea. Ayer, al atardecer estaba en mi casa de Brooklyn junto a Siri. Acabábamos de cenar. Yo me sentía agotado. Había sido un día especialmente duro. Así que decidí irme a dormir. Me despedí de Siri con un beso, pero ella me retuvo, me atrajo hacia ella y me abrazó. Fue un momento extraño y hermoso. Me fui a la cama reconfortado, cómo explicarlo, con renovadas esperanzas. Me dormí enseguida. Me hundí en un sueño profundo, negro. Me desvanecí en la nada. Cuando desperté estaba aquí.
Aquí dónde.
No lo sé.
Mire a su alrededor. ¿Qué ve?
Nada.
¿Cómo que nada? Tiene que haber algo.
No hay nada, señor Jones. Solo el vacío. Dígame que me ayudará, por favor. Es mi última esperanza.
Cuente conmigo. Haré lo que pueda. Se lo prometo.
Confío en usted.
Me pondré a trabajar de inmediato.
Una última cosa, señor Jones.
Dígame.
Paul Auster no existe. Me lo he inventado todo. Sus libros, su vida. Mi verdadero nombre es Quinn. Adiós, señor Jones. Mucha suerte.
Me quedé de piedra. Toda la determinación de la que había hecho alarde al final de este diálogo improbable se esfumó pronto. Me dejé caer sobre el sillón de la sala como un barco que se hunde en mitad en la noche. Eso es lo que era yo en aquel momento, un naufragio. ¿Cómo, por el amor de Dios, podría yo, desde este rincón perdido de la geografía catalana, desde este Vallés Occidental seco y barrido por el viento, encontrar a Paul Auster? Sin ser experto en la materia resultaba evidente que cualquier pesquisa que llevara a cabo debía iniciarse en su casa de Brooklyn. Pero, ¿existía realmente esa casa? ¿Existía Paul Auster? ¿O era una invención de la soled….? Coño, Jordi, deja de hacer chistecitos malos con los títulos de las novelas. De nuevo la voz de mi atentísima Rosa Inés llegó del cuarto como un baldazo de agua fría. No le faltaba razón. Olvidemos, pues, esa frase infeliz y continuemos. Pero, ¿continuar a dónde? ¿Y cómo continuar si ni siquiera he comenzado?
Aquí estoy, entonces, sentado, ahora, en mi silla de siempre con el almohadón mullido que recibe con dulzura el peso de mis cuartos traseros, observando sobre la mesa del comedor el reguero de libros que voy leyendo a salto de mata y que alguna vez, en una época muy lejana de mi vida, usé como oráculos cuyas respuestas nunca me defraudaron, pero a las que nunca hice caso. Pero ahora, aquí, sobre la mesa del comedor, no hay ningún libro de Auster. Antes, en ese tiempo del que hablo, debo decirlo, tampoco hubo libros de Auster. Mi querido Auster, ese tipo que se me parece tanto al Rey León, ese tipo cálido, sabio, de palabras claras y sencillas, ese tipo modesto y cercano. ¿Por qué no hay ningún libro de Auster en mi biblioteca si experimento una profunda conexión con su literatura? La respuesta es transparente como el cristal y no me deja bien parado, me deja como un hombre en la oscuridad, perdido y sin rumbo. Porque lo cierto es que la conexión profunda, que yo pretendo sólida y perdurable, se desmorona en cuanto abro uno de sus libros y comienzo a leer. Y siempre, luego de cada intento (porque llevo más de veinte años intentándolo), quedo con la impresión de que me estoy perdiendo uno de los proyectos más fascinantes de finales del siglo XX y principios del XXI. Y fue en honor a ese proyecto y sobre todo a ese hombre entrañable que me puse manos a la obra. Y cuando estaba en plena investigación digital, buscando el vuelo más económico a Nueva York, el que causara menos estragos a mis ya demasiado estragados bolsillos, llegó por tercera vez la voz de mi amadísima Rosa Inés para decirme que Paul Auster había muerto ayer a las 6:58 de la tarde. Me quedé aún un rato viendo la pantalla del ordenador con cara de idiota. Luego cerré la pestaña de la web de la línea aérea, me levanté, entre al cuarto, Rosa Inés me recibió con un abrazo apretado y cálido, me vestí y me fui a la biblioteca de mi pueblo con la intención de hacerme, otra vez y las veces que hagan falta, con un libro de Auster antes de que la horda de lectores necrófilos arrasaran con los pocos ejemplares que dormían el sueño de los justos en los polvorientos anaqueles de la biblioteca.
Y esta es mi historia con Paul Auster, una aventura truncada.