Solo un gesto escribió Pavese.
Pero no es tan sencillo. Ese gesto tiene consecuencias. Causa sufrimiento, eso es inevitable. Pero también acarrea dificultades e incomodidades de todo tipo. Hay que recoger los restos, para decirlo de alguna forma. Y yo quería evitar a toda costa que mi decisión irrevocable trajera más sufrimiento del necesario.
Así que sí, iba a proceder. No había nada ni nadie que pudiera evitar ese, mi último gesto. Pero lo haría de forma que causara la menor molestia posible y que acarrease a mis seres queridos solo los trámites y las diligencias imprescindibles.
Las razones por las que decidí realizar ese gesto definitivo no son importantes. Todos hemos vivido. Y todos, en algún momento, en mayor o menor grado, hemos sentido y comprendido esta pulsión irrefrenable. En mi caso se trata de zanjar el asunto de una vez por todas. Llega un momento en la vida en que no se debe seguir adelante. ¿La vejez? No es una opción. No para mí. Palabras que la definan sobran: humillación, soledad, postración, dolor.
Dicho lo anterior debo aclarar que no fue una decisión fácil. Durante mucho tiempo me debatí entre extenuantes dudas y miedos atroces. La mayor virtud de la muerte, vale decir, su condición de descanso eterno, de fuga de la realidad árida y del dolor agobiante de la vida, también es su mayor falla porque no deja de ser un salto a la nada, la perdida definitiva de la conciencia. Se gana y se pierde con la muerte. Era necesario entonces, antes de realizar el último gesto, esclarecer si lo que se gana es más que lo que se pierde o no. Sorprendentemente, al hacerme la pregunta, la respuesta llegó rápida y clara. Después de eso las dudas y el temor desaparecieron.
Llegados a este punto resulta impostergable que me presente. Mi nombre es Renato de Oliveira y soy montañista. De hecho, soy (o fui) el mejor escalador del mundo. El más famoso. El más amado y el más odiado debido a la osadía de mis aventuras, al alcance de mis logros y al desprecio que sentía por el peligro y por aquellos que no lo daban todo en la montaña, incluso por aquellos que no tenían la valentía de ofrendar su propia vida, si era necesario, para conquistar la montaña, aún a sabiendas de que la montaña no se conquista, que la montaña apenas nos acepta y que cuando no somos dignos de ella le basta un ligero movimiento de su espinazo, que para nosotros es una aterradora hecatombe, para aplastarnos como a los miserables gusanos que en realidad somos frente a su magnificencia y su poder.
Entre mi palmares puedo señalar que soy el único escalador que ha encadenado en una sola temporada, en solitario y sin oxígeno los catorce ochomiles, ascendiendo por una cara y descendiendo por la contraria para encarar la siguiente montaña. Así cayeron uno tras otro y en este orden el Nanga Parbat, el K2, el Broad Peak, el Gachebrum I y el Gachebrum II en Pakistán. Y luego de una breve pausa para viajar por vía aérea hasta Nepal, el Dhaulagiri, el Annapurna, el Manaslu, el Shisha Pangma, el Cho Oyu, el Everest, el Lhotse, el Makalu y por último el Kachenjunga. Lo digo con la finalidad de poner en contexto este relato y no para vanagloriarme por mi hazaña. Después de todo, esta inhumana proeza acabó con mis reservas físicas y anímicas y a partir de allí mi vida fue un suave pero indetenible declive. Así que aquello es agua pasada. Ahora, debido a aquel episodio glorioso y a la natural decadencia de las capacidades físicas y mentales que acarrea la edad, estoy retirado. Ya no vivo dramáticas aventuras sino que las recreo. Ya no me enfrento a paredes de tres mil metros de altura azotadas por tormentas, ascendiendo con nieve hasta la cintura, recibiendo en la cara el latigazo del viento helado, sino que escribo y doy conferencias sobre ello. Una charada. Y es precisamente eso lo que es la vejez, una charada, una triste comedia. A mí no me van a ver postrado en una cama a merced de alguna enfermera mal encarada y fría o, peor aún, al cuidado de una esposa abnegada y rodeado de familiares que solo sienten lástima y que me miran todavía con un dejo de sorpresa al percatarse de la piltrafa humana, el saco de huesos en el que se ha convertido aquel otrora gallardo deportista.
Mi plan era muy sencillo: escalar una gran pared y simular un accidente. De esa manera le ahorraría sufrimientos innecesarios a mis seres queridos y terminaría mi carrera con un acto heroico. Fallido pero heroico. Y de paso me ahorraría a mí mismo todos aquellos engorrosos preliminares que anteceden al suicidio. Me sacaría de encima la tarea de escribir la trillada cartica en la que se dan explicaciones, se pide perdón y se libra de responsabilidades. Tarea que exige esfuerzos considerables en momentos en que la carga emocional es insondable, los deseos de terminar acuciantes y las interrupciones constantes, porque hay que andarse con cuidado para no revelar nuestras verdaderas intenciones. Son momentos de gran estrés. Se lleva una vida doble. Se sigue siendo el esposo cariñoso, el padre ejemplar, el ciudadano modélico. Pero al mismo tiempo se es el monstruo que solo piensa en la muerte, que solo en la muerte halla algo de paz. Dos seres antagónicos que viven en un estado de perpetuo sobresalto.
Trazado el plan convoqué a una rueda de prensa y leí el siguiente comunicado:
Señoras y señores los he reunido aquí hoy para anunciar mi regreso a la escalada de alta competencia. Sí, han escuchado bien, vuelvo al ruedo. Pero solo para cerrar con broche de oro lo que ha sido una dilatada y exitosa carrera en el montañismo de élite. Anuncio hoy al mundo el firme propósito de escalar la mítica cara norte del Eiger. Realizaré esta ardua escalada en solitario, sin el uso de cuerdas y sin más ayuda que la que me puedan prestar mis manos y mis pies, y convertirme de esta manera en el escalador más longevo en realizar tal hazaña. Será mi último gran aporte al montañismo. Muchas gracias por su atención.
La noticia causó revuelo. Y debo decir que, en general, no fue bien acogida. Los titulares de prensa, como siempre, fueron amarillistas y apostaron por el morbo, como siempre, con el vil afán de vender más. Nada nuevo.
Titulares como estos eran los más amables: “Escalada suicida”, “De Oliveira al filo de lo imposible”, “¿Ha perdido la cabeza de Oliveira?”. Los expertos (ya sabemos que hay expertos en todo) no lo llevaban mejor: “Es una ascensión imposible para un hombre de su edad”, “¿Qué pretende demostrar?” “Su ego lo matará”. “Hay que darle paso a la juventud”. Yo me reía. Llevaban razón. De eso se trataba, de morir. Claro que los pobres no lo sabían. En mi círculo familiar tampoco lanzaban cohetes. Pero acostumbrados como estaban a mi carácter obstinado y a mis decisiones irrevocables, llevaron su consternación en silencio.
Y llegó el día señalado.
Noche cerrada en la terraza del hotel Bellevue. Aun faltan un par de horas para que amanezca. Beso a mi esposa. Le digo al oído cuánto la amo. Abrazo a mis hijas. Me dirijo a los amigos y enemigos que se han reunido al pie del imponente Eiger con el único objetivo de verme fracasar. Les digo que el fracaso le pertenece solo a aquel que lo intenta. Me puedo dar el lujo de ser pomposo porque en poco tiempo habré muerto y esa aparente derrota será, en realidad, una victoria rotunda.
Luego me despido. No quiero que nadie me acompañe. Deseo hacer solo el camino hasta el pie de la pared. Avanzo despacio. No tengo prisa. El silencio es sobrecogedor. Solo escucho el crujido de mis botas sobre el sendero de tierra. Adivino la oscura mole del Eiger acechando por encima de mí. Hace frio. El parte meteorológico para los próximos días no puede ser mejor. Todo depende de mí.
Llego a la base de la pared y me ubico un poco a la derecha de los dos espolones que marcan el inicio de la ruta. Aún no ha amanecido así que me siento y saco de la mochila unos dátiles. Tomo un trago agua. Aún no he decidido dónde ocurrirá el accidente. Lo que tengo claro es que será después de la travesía Hinterstoisser, tal vez luego de superar esos tres largos complicados que me dejarán en la base del segundo nevero. O justamente al salir del segundo nevero para enfrentar esos otros dos largos de V que luego de una travesía llevan hasta La plancha. Pero no más allá.
Amanece. Cuando clarea lo suficiente me preparo para comenzar el ascenso. Echo un último vistazo al valle, las verdes y ondulantes laderas salpicadas de bosquecillos como manchas negras y el hotel Bellevue en cuya terraza puedo vislumbrar una muchedumbre apiñada alrededor de los telescopios. He hecho de mi suicidio un espectáculo. No puedo quejarme.
Los primeros largos son en terreno descompuesto pero relativamente fáciles. Sin embargo, avanzo lentamente. Los músculos de brazos y piernas se resienten por la falta de práctica, pero mis habilidades se mantienen intactas. He elegido la vía Heckmair, la de la primera ascensión, la de 1938, por ser la más lógica y, por tanto, la más bella.
Derivo poco a poco hacia la izquierda, hasta alcanzar el segundo espolón. Y de allí de nuevo hacia la derecha hasta situarme un poco por debajo y a la izquierda de la ventana del tren. Son las doce del mediodía. Me ha llevado toda la mañana escalar lo primeros trecientos metros. Decido hacer un alto para descansar y comer algo. Luego hago dos largos hasta situarme en la base de la fisura de cuarenta metros, primera dificultad seria del ascenso.
Me cuesta más de lo que esperaba la dichosa fisura. Es muy técnica y expuesta. Por suerte los numerosos clavos y cordinos me ayudan a avanzar. Sin embargo, me lleva cuatro horas superar los cuarenta metros de fisura. Un promedio de diez metros por hora. No es mi mejor marca, desde luego. Estoy agotado cuando emprendo los dos largos que me dejan al comienzo de la travesía Hinterstoisser. Son las siete de la tarde. Me quedan como mucho dos horas de luz. Sigo adelante. Es imperioso superar la travesía y conseguir un sitio relativamente cómodo para hacer el vivac.
Es una travesía complicada la Hinterstoisser. Sin embargo, está equipada con cuerdas fijas que facilitan mucho la progresión. Es de este modo que a las nueve, con los últimos rayos del sol, finalizada la travesía, consigo un pequeño saliente en el que acurrucarme para pasar la noche. Estoy echo polvo. En mi vida me había sentido tan cansado ni me había resultado tan difícil progresar en una pared. Y no he recorrido ni un tercio. Si esta ascensión no llevara implícita la voluntad de morir tendría que admitir que estoy metido en un embrollo. Por otro lado, también debo admitir que hace tiempo no soy tan feliz y que comienzo a sentirme hermanado con esta montaña cuya forma asemeja las de unas enormes fauces abiertas. Arropado por estas sensaciones me duermo y dejo el tema de la muerte para el día siguiente.
Duermo como un bebe y con las primeras luces del día inicio la escalada, embargado por esa extraña felicidad que me acompaña desde la noche anterior.
Un primer largo muy difícil y luego otros dos más fáciles me dejan a los pies de La Manguera, una placa vertical que contra todo pronóstico no tiene ni rastro de hielo o nieve. Una cuerda de 8mm me permite progresar y asegurarme. Si por lo menos se rompiera. Y ese pensamiento me recuerda por qué he emprendido yo esta descabellada aventura, cuál es la razón por la que me encuentro colgando a setecientos metros de altura en esta pared maldita cuya historia está marcada por la muerte y el sufrimiento. Entonces se me ocurre una idea luminosa que mejora la original. No se trata ya de dejarme caer, que no deja de ser una burda simplificación del espectáculo que vine a dar. Se trata de escalar de tal modo que la caída sea irremediable, progresar con un desparpajo y a una velocidad que provoquen el error que me precipite al vacío, escalar, en suma, con la indiferencia de quien se encuentra a pocos centímetros del suelo y no teme por su integridad física.
De este modo, con este método suicida (aunque el término suene irónico), llego a última hora de la tarde, sano y salvo, al segundo nevero.
Durante el desenfrenado ascenso de hoy ha ocurrido una epifanía: Sigo siendo Renato de Oliveira. Sigo siendo el mejor escalador que alguna vez haya ollado las escarpadas laderas de una montaña. He recobrado la vitalidad heroica y salvaje que la vejez me había arrebatado. Vuelve a mí el empuje y el arrojo de la juventud. Vuelvo a ser el escalador imbatible de otros tiempos. En ese instante sé con absoluta certeza que puedo lograrlo, que puedo vencer a esta trágica pared, que puedo sumarla a la brillante vitrina de trofeos que jalonan mi dilatada carrera.
Cruzo en diagonal y toda prisa el nevero. Asciendo sumido en un éxtasis en el que el mundo, más allá de la porción de nieve en que mis piolets y mis crampones se hunden, ha desaparecido. El tiempo ya no es más que este avanzar rítmico y rápido. No hay nada más. No hay emoción. No hay alegrías ni tristezas. Ha desaparecido la desesperanza que me ha empujado hasta esta montaña mortal. Solo queda la tensión en los músculos, la vibración efervescente del esfuerzo físico y la certeza de que la montaña y yo somos uno solo.
Así que cuando llego al final del nevero apenas soy consciente de que se ha desatado una tempestad. Ha sido un estallido repentino como suele ocurrir en esta montaña. En un momento el aire es calmado y el cielo está despejado y al siguiente densas nubes negras se estrellan contra la pared empujadas por vientos feroces que convierten los copos de nieve en dardos afilados. La temperatura desciende drásticamente y las piedras empiezan a caer desde la parte superior de la pared.
Y es allí, justo antes de salir del segundo nevero, cuando tan cerca tengo el éxito y cuando he olvidado o, al menos, postergado mi proyecto suicida, que una roca golpea mi cabeza y yo me hundo en un pozo negro y mi cuerpo se desliza por el nevero, va cobrando velocidad y finalmente se proyecta sobre el vacío. La sensación dura apenas unos segundos. Cuando recobré la conciencia seguía aferrado a mis piolets. La sangre cubría mi cara y me impedía ver con claridad. Me limpié lo mejor que puedo con el dorso de la chaqueta y continué escalando.
Es difícil dar con las palabras apropiadas que describan fidedignamente el sufrimiento, el dolor y la desesperación que los siguientes seis largos me causaron. Pero luego de cinco horas de este vía crucis infernal, al filo de la media noche, con el último resto de energía que me quedaba, por fin pude dejarme caer en el vivac de la muerte. Y a pesar del vendaval, del azote de la nieve, del helado frio, del retumbar ensordecedor de los truenos, de los rayos flamígeros que estallaban contra la roca, en medio de esa violenta tormenta que amenazaba con arrancar de cuajo la montaña, me dormí.
En sueños reinaba en Calicut. Júpiter se hallaba retrogrado en Cáncer y mi destino de rey era exponer mi reinado y mi vida durante el festival del Gran Sacrificio. El combate era desigual y se desarrollaba en la sala de mi casa ante la mirada impasible de mi esposa y de mis hijas. Más bien parecían fastidiadas de que justo allí y en ese momento en que estaban enfrascadas en la trama embarullada de la telenovela del día, viniese a escenificarse un estúpido torneo en el que su rey se jugaba la corona y la vida. Yo, distraído por este incordio, no acerté a defenderme debidamente y fui muerto por no sé quién puesto que el único que en la sala de mi casa se debatía como un poseso, espada en mano, era yo.
Desperté y oí el silencio espectral. La pared parecía dormida. La niebla me rodeaba, pero se mantenía inmóvil a distancia, detenida en el tiempo. Me sentí liberado de toda carga humana. Ni dolor ni cansancio. Ningún tipo de sufrimiento me afligía. Ligero como una pluma. Supe, entonces, que ese mismo día alcanzaría la cumbre. Me arranqué la costra de hielo y sangre que cubría mi cara y los carámbanos que pendían de mis crampones y continué.
No puedo decir que escalara, no como antes. Me encontraba en un estado constante de levitación. Fluía por la pared. Discurría sin esfuerzo, como un hilillo de agua que descendiera por los accidentes del terreno. En ese estado de soñolencia llegué a La Araña por la tarde y la atravesé bajo una lluvia de piedras y hielo tan tenaz como con poca puntería. Cuando salí a la arista Mitteleggi hacía ya tiempo que el sol no la calentaba. La pared era mía.
Me tomó toda la noche y media mañana descender y llegar al hotel Bellevue. Cuando me acercaba vi la muchedumbre arremolinada en la terraza corriendo hacia mí. Vi, en primer termino, a mi adorada esposa y a mis amadas hijas, seguidas por amigos, periodistas y algunos guías de montaña conocidos. Por sus caras de espanto deduje que mi aspecto, luego de tres noches en la montaña y luego de la espantosa tormenta, debía ser dantesco. No importaba. Aquí estaba, triunfante para variar. Abrí los brazos para recibir agasajos, felicitaciones, besos y abrazos, pero el grupo, incluyendo a mi familia, pasaron de largo dejándome atrás. Quedé con los brazos abiertos frente al silencioso y ahora solitario hotel Bellevue. Me giré y vi a seis guías de montaña que habían descendido detrás de mí. Cargaban con una camilla alrededor de la cual se aglomeró la multitud. Mi esposa cayó al suelo inconsciente. Mis hijas cayeron sobre la camilla bañadas en lágrimas. Los flashes de las cámaras fotográficas comenzaron a restallar en el aíre límpido y luminoso de la mañana. Me acerqué y me incliné sobre la camilla para poder ver mi rostro desencajado y cubierto de sangre asomado por una abertura en las mantas con las que habían envuelto mi cuerpo.
Así que lo había logrado. Me había matado.
Y sin embargo, aquí sigo.