Hubo un tiempo en que lo tuvo todo. No es una metáfora. Realmente lo tuvo todo. Fue el dueño del planeta entero y de todo lo que contenía. Y si no hubiese sido por esa extraña disfunción psicológica que por no tener nombre llamó avaricia negativa, no duden un segundo en que se habría apropiado del universo y su infinitud.
Sin embargo, el día en que se convirtió en el flamante propietario de la última porción de tierra y del grupo humano que la habitaba, la familia Lykov y la cordillera de Abakán en la República de Jakasia, algo se rompió en el mecanismo que había impulsado su deseo irrefrenable de poseerlo todo.
De pronto, frente al abismo que se abría frente a él, sintió la necesidad de deshacerse de algunas cosas. Era, a todas luces, un impulso sano que se originaba en una mente equilibrada y racional. ¿No era natural acaso que una persona que tenía mucho, que tenía mas que mucho, que lo tenía todo, quisiera desprenderse de alguna cosa? ¿Podría llamársele loco por querer aliviar algo la carga de sus posesiones? Él creía que no.
Así pues, se desprendió de algunos bienes regados por el mundo. Por ejemplo, le devolvió la libertad a la familia Lykov y de paso les entregó los títulos de propiedad sobre de la cordillera de Abakán. A un niño que vio por la calle le entregó los papeles que lo acreditaban como nuevo dueño de Disney World Orlando y Disney World París. A un amigo al que había olvidado, que no veía desde la juventud y que le chiflaba el cine, le regaló la compañía de streaming Netflix y puso a su disposición a Scorsese para que le hiciese la película que le diera la gana. A un viejo que tropezó accidentalmente y que notó muy afrancesado con su gran capote, su bastón, su mostacho y su sombrero de ala ancha, le regaló la torre Eiffel y un millón de dólares en efectivo. A los indigentes de Coquelles y Folkestone les dio el Eurotúnel para que lo administraran. A los sherpas nepaleses y a los porteadores chinos les cedió el monte Everest. Y así siguió y siguió explorando esta extraña y nueva afición de querer cada vez menos. Hasta que…
Hasta que sus numerosísimas esposas se sublevaron, aterradas ante la perspectiva de quedarse ellas sin nada y sus hijos sin herencia. Aprovechó entonces la oportunidad para deshacerse de esos matrimonios, otorgándoles suculentos divorcios que menguaron aún más su fortuna y posesiones. A los hijos, de los cuales uno no puede deshacerse, al menos que los mates, les dio un jugoso adelanto de las herencias, lo suficiente para tranquilizarlos hasta la hora de su muerte, con la condición de que desaparecieran de su vida.
Y así fue deslizándose por la deliciosa pendiente de la avaricia al revés como si fuese el reflejo en un espejo, moviéndose en dirección contraria a la realidad, avaricia que había dejado de ser la acumulación desmedida de bienes materiales y se había transformado en una exhibición igual de desmedida y obsesiva por tener cada vez menos y ¡menos!, ¡MENOS ¡MENOS!, ¡MENOS!, ¡CADA VEZ MENOS! Y la deliciosa pendiente se convirtió en caída libre hacia la locura, un desenfrenado arrebato en el que el apremio por desposeer se hizo incontrolable y lo convirtió en un adicto a la nada.
Entonces, rompiendo el acuerdo que habían firmado, incitados por las madres, reaparecieron los hijos para arrebatarle lo que le quedaba y de paso, con mil y una triquiñuelas, hacerse con un informe psicológico que lo declaraba loco y un peligro para si mismo y para los demás y ordenaba dejarlo a buen resguardo en una institución psiquiátrica. Esta acción le supo mal no, como puede creerse, por la evidente mala leche que la impulsaba tratándose de su propia sangre, sino por haberle arrebatado la dicha de deshacerse de sus últimas posesiones.
Sin embargo, en el manicomio tuvo mucho tiempo para pensar (el tiempo transcurría con soñolienta lentitud) y pronto llegó a la conclusión de que no todo estaba perdido, de que aún le quedaban algunas posesiones de las cuales desprenderse.
Allí, en el manicomio, compartía habitación con un escritor de ciencia ficción de origen argentino llamado Macedonio Fernández, un hombre de espesa barba blanca, ojos alucinados que miraban siempre de reojo y que escribía novelas en las que invariablemente los alienígenas invadían la tierra y la conquistaban. Las escribía en pequeños cuadernitos y con una letra microscópica que solo él podía leer. Pronto trabaron amistad y un día Macedonio le confesó que no escribía ficción, que se trataban de crónicas del futuro, que más temprano que tarde los alienígenas conquistarían realmente el planeta y que esperaba con ansias ese momento. Él por su parte le habló de su ansiedad y de su necesidad insobornable de entregarlo todo. Le contó su vida y le dijo que había escondido en un lugar seguro una cantidad de dinero que le permitiría entregarse a su vicio y que solo esperaba el momento oportuno para escapar de allí. Caminaban por el patio rodeados de altos muros coronados por alambres de puás y bajo un cielo tormentoso que se espesaba sobre ellos. Entonces Macedonio se detuvo y formo un cuenco con ambas manos. Sopló en su interior y luego dijo que lo ayudaría en su empeño.
Aquella misma noche Macedonio lo despertó y le entregó un pedazo de papel con una dirección y el nombre de un médico. Le dijo que aquel doctor le ayudaría en todo lo que pidiera a cambio de una buena suma de dinero. Luego, con el mismo lápiz con el que escribía sus novelas, dibujó una trampilla en el suelo. Era un dibujo bastante tosco. Sin embargo, Macedonio puso la mano sobre la empuñadura, la giró y la trampilla se abrió con un chirrido. Sigue el pasadizo, le dijo. No sé exactamente a dónde te llevará pero te sacará de aquí. Luego dijo: ¿Estas seguro? No hay vuelta atrás. Una vez que cierre la trampilla la borraré y ya no podrás volver. Por toda respuesta abrazó a Macedonio y entro en el pasadizo. La trampilla se cerró tras él y se hizo la oscuridad.
Ahora lo importante era escapar por ese pasadizo oscuro y húmedo. Avanzó a tiendas. Las yemas de sus dedos rozaban las paredes pringosas de la cueva. Pronto el espacio se hizo tan reducido que se vio obligado a avanzar a rastras por el suelo enfangado. Perdió la noción del tiempo. Ya no supo si pasaban los días o los meses, o tal vez los años. Luego la cueva volvió a ensancharse y por fin pudo avanzar caminando y erguido. El pasadizo terminaba en una puerta. En la cerradura estaba puesta la llave. La giró y la puerta se abrió. Del otro lado estaba el escondrijo en donde había guardado el dinero. No quiso sorprenderse. Cogió la mochila, se la puso a la espalda y se dirigió a la dirección que le había dado Macedonio.
Se trataba de una lujosa clínica edificada en un páramo cubierto de frailejones a orillas de una quebrada de aguas tumultuosas y frías de tan limpias y que rebotaban contra negras rocas cubiertas de musgo. Se entrevistó con el doctor que dirigía la clínica. Le explicó lo que pretendía y le entrego la mochila con el dinero. Le dieron una habitación de lujos escasos porque así lo había pedido.
En los siguientes años fue entregando partes de su cuerpo. Lo que hicieran con ellas le traía sin cuidado: si las vendían o las tiraban a los cerdos. Le daba igual. Lo importante era el gesto de desprenderse de algo suyo y el chute de adrenalina, la alegría casi psicotrópica que le producía tener una cosa menos. Empezó con un riñón, luego el hígado, más tarde el otro riñón. Cada órgano extraído era suplantado por una máquina que hacía sus funciones. Su avaricia era inagotable y temía el momento en el que no tuviera nada más que dar. Pero incluso para ese momento tenía planeado el giro definitivo. El hígado, los pulmones, el corazón. Cuando hubo entregado sus ojos e incluso sus dientes y su cuerpo no era más que una carcasa inservible rodeado del ronroneo y los pitidos de las máquinas que lo mantenían con vida, pidió el arma de fuego con la que realizaría el gesto final. Durante años había ansiado y temido ese momento y ahora había llegado. Palpó el arma con sus temblorosas manos, un revólver Smith & Wesson calibre 38 de cañón corto. Se lo llevó a la cabeza. Y justo cuando apretó el gatillo y este realizó el mortal movimiento hacia atrás y hacia adelante, como un péndulo, y activó el martillo que golpeó con fuerza la aguja percutora y la bala salió de la recámara y recorrió el pequeño trayecto por el cañón que desembocaba en la boca del arma y de allí a su cien derecha, supo, en un postrero rapto de lucidez, que incluso la nada no iba a ser lo suficientemente poco para él.