Burbuja inmobiliaria
Lucas Perdomo, acostado en la cama, tiene un antojo. No le apetece en absoluto levantarse. Pero si hay algo en esta vida que no se puede dejar pasar, ese algo es un antojo, sobre todo si el antojo es una Cocacola Zero muy fría. Así que Lucas Perdomo, muy a su pesar, pero al mismo tiempo feliz por las perspectivas, se levanta de la cama y va a la cocina. Se planta frente a la nevera, agarra la manilla y abre la puerta. Una luz blanca, fría, silenciosa, espectral, ilumina la cara de Lucas Perdomo. Es lo único que ilumina su cara. La nevera está vacía. Un chasquido de lengua nos advierte de la contrariedad de Lucas Perdomo. De repente tiene una idea. Pero con la misma velocidad con la que se formó, la idea se desvanece en las profundidades de su mente. En realidad no ha agarrado ninguna manilla. No hay manilla que agarrar. De haber, no hay ni nevera. Qué cosa más extraña, murmura Lucas Perdomo, acariciándose la barbilla. Se encoge de hombros y regresa al cuarto. Vuelve a echarse en la cama. Y justo cuando apoya la cabeza sobre la almohada, tiene otro antojo. Así no hay quien viva, murmura Lucas Perdomo. Para distraerse observa el vuelo de los vencejos. Pero el vuelo de los vencejos, no se sabe muy bien por qué, no hace más que reforzar su antojo, magnificarlo. Cree haber visto en la alacena un kilo de macarrones y una lata de quinientos gramos de tomate frito. Así que se levanta de la cama y vuelve a la cocina. Pero la cocina no está, ha desaparecido. La mar de extraño, murmura Lucas Perdomo rascándose la cabeza. Inicia una búsqueda exhaustiva que no le lleva mucho tiempo tratándose de un apartamento de 72 metros cuadrados. Busca en el baño, en el cuarto que usa como trastero y en la sala. Se mete debajo del sofá. Regresa a su cuarto, abre cada una de las gavetas en las que guarda la ropa, revisa en el clóset, mira debajo de la cama. Nada. La cocina ha desaparecido. Se ha esfumado. Contrariado y con el estómago regurgitando, Lucas Perdomo vuelve a echarse en la cama. No le da tiempo de analizar la situación puesto que se da un tortazo contra el parqué del piso. Lucas Perdomo no lo puede creer, pero la evidencia es incontestable: la cama ya no está. ¡La cama!, se lamenta Lucas Perdomo mientras se retuerce y procura sacarse de encima el dolor en la espalda. No es que fuera gran cosa la cama. Un artilugio incomprensible con un mecanismo eléctrico que permitía variar la inclinación y la forma del somier y que nunca usó, y un colchón de no más de cuatro dedos de ancho más apropiado para un soldado raso en una celda de castigo. Pero era su cama, el refugio en el que descansaba su maltrecho cuerpo y en el que soñaba su mente desesperada. Se para como mejor puede y temiendo lo peor se asoma a la sala. Por suerte sigue allí, aunque sin muebles. Su cascarón vacío le devuelve el eco de su lamento. Han desaparecido el sofá, el sillón, la televisión, la mesa del comedor, las sillas, la estantería con el puñado de libros que dormían el sueño de los justos, el escritorio, el portátil, el perchero, el aparador. A Lucas Perdomo ya no le asombraba nada. Empieza a hacerse una idea de su situación. Sin embargo, y como la esperanza es lo último que se pierde, decide asomarse a la ventana con, ya lo dijimos, la esperanza de conseguir sus muebles tirados por ahí. Pero no hay ventana en la cual asomarse, lo que comprueba que el hombres e el único animal que se tropieza dos veces con la misma piedra, y Lucas Perdomo se da de bruces contra la acera de baldocitas cuadriculadas frente a la mirada impávida de un gato sin hogar y de una vieja abrazada a un poste de luz.
Lucas Perdomo se pone en pie haciendo gala de la mayor dignidad posible y que dadas las circunstancias es muy poca, se limpia la ropa con las palmas de las manos y emprende camino. Ha escuchado que se puede vivir debajo de un puente. Así que se dirige hacia el rio. Lo vemos alejarse sin mirar atrás, sin echar ni una triste mirada a lo que nunca fue suyo, a lo que nunca existió.
Mosquita muerta
Pobre mosquita. Primero estuvo en nuestro cuarto. Sabría Dios desde cuanto soportaba mis ronquidos y los de mi esposa. Cuando la vi ya había amanecido. Estaba contra el cristal de la ventana, como anhelando la libertad. Me desentendí. Era lo mejor. No sé por qué, pero no quise matarla.
Seguidamente insistió, con ingenua terquedad, contra el cristal del ventanal de la sala. Vimos juntos a mi hijo dirigirse hacia la parada del autobús camino a la escuela. Se acomodó entre nosotros una suerte de camaradería. Ella con sus ansias de libertad y yo viendo a mi hijo dirigirse a otra forma de prisión. No hacía falta comentarlo. El vínculo estaba ahí. Bastaba con saberlo.
Pero finalmente la mosquita apareció en el baño cuando me disponía a desechar de mi cuerpo los restos inservibles de la cena. Percibí su vuelo errático y febril como un acto de violencia contra ese momento sagrado. Había tal ansiedad en ese vuelo que, a pesar de mi furia, sentí un poco de lástima por ella. Con paciencia de santo esperé que posara sus seis patitas peludas sobre las baldosas del baño, a mis pies. Nos miramos largo. Sabía yo lo que quería. Me lo decía con esa forma suplicante con que se frotaba las patas delanteras. Dije: Querida mosquita y dejé caer sobre ella el grueso volumen de los Cuentos completos de Antonio Di Benedetto que hacía unos días había pedido prestado en la biblioteca de mi pueblo. La mosquita no se movió. Recibió su destino con agradecida quietud.
El resto del día lo pasé pegado al cristal de la ventana, viendo con renovada nostalgia aquello que se desplegaba más allá: la vida.
Hacer tiempo
Un día, de puro aburrimiento, me puse a hacer tiempo. Me di cuenta casi de inmediato que hacer tiempo era muy sencillo. Era tan sencillo que no entendía cómo no lo habían hecho antes. Bastaba con un calendario y una impresora. El procedimiento era barato y, como dije, de una sencillez descarada. Lástima que desde hace tiempo no tenemos electricidad.
La almeja
Lo bueno de ser una suerte de colotordoc es que puedo inventar artefactos que utilizo exclusivamente para mi placer personal. Por ejemplo, esta réplica exacta del cuerpo de Inecita. Bueno, parte de su cuerpo, el más importante desde luego, aquel en el que convergen las lineas fundamentales de la vida: las barriguita levemente pronunciada sobre la que descansa el delicioso ombligo, los muslos dorados con sus pelillos brillando bajo la luz de mi lámpara de laboratorio UNILED II, las nalgas no demasiado grandes pero con la curvatura exacta para sostenerlas en las palmas de las manos, y en el centro de esa geografía, el centro del universo, el centro de cualquier universo, de todos los universos, la vagina de Inecita, una hermosa almeja sonrosada con olor a caramelo bañado en especias que no logro reconocer a pesar de que soy yo su creador. Eso es otra cosa buena de ser un colotordoc, no tener el control absoluto sobre mis creaciones y que estas cobren vida propia, se independicen y sigan su propio camino, fuera de mi control.
Me gusta pensar, me excita pensar, me la pone dura pensar que cada vez que lamo los pliegues carnosos del coño de Inecita y meto mi lengua en su gruta palpitante y húmeda, allí en donde ella esté siente un inexplicable latigazo de placer que la detiene en seco, la obliga a sostenerse de lo que tenga más cerca (a veces imagino que es otro hombre que la mira con codicia) y que finalmente languidece presa de incontrolables temblores ante la mirada atónita de los presentes. El sexo duro lo dejo para las madrugadas, para aquella hora imprecisa, que yo preciso muy bien por pura telepatía, en la que Inecita cae en el más profundo de los sueños REM. Entonces yo, desde mi laboratorio colotordiano y, por tanto, secreto, le meto mi verga tamaño estándar, debidamente envuelta en un Durex Placer Prolongado con Efecto Retardante 12 unidades, en su coño abierto y, estoy seguro, impaciente, la tomo por las caderas o le estrujo una nalga y allá voy, hasta el fondo. La clavo en esa tierra virgen, virgen para mi como compruebo de inmediato, como el estandarte de un conquistador. Allí la dejo un buen rato, sintiendo los reacomodos de la carne, sus temblores impacientes, sus gorgoteos humillados. Luego la saco despacio. Dejo adentro solo la punta, la muevo en círculos. Y luego hasta el fondo de nuevo, etc. Ya se sabe. Así cada día, cada noche, cada madrugada, mientras hago acopio de valor y me digo que mañana sí, que mañana lo primero que haré al llegar a la oficina será acercarme al escritorio de Inecita (por fin) y preguntarle, con voz trémula seguramente, si le gustaría algún día, cuando a ella le viniera bien, tomarse, un café conmigo.