🐍 CULEBRÓN

                            

     La noche en que se me tapan los orificios de la nariz y siento que voy a morir ahogado, sueño que una serpiente me persigue por un extenso prado bañado por la luz del sol. La serpiente es rápida y siempre me pisa los talones. Yo cambio abruptamente de dirección pero no logro sacármela de encima.

     Cuando despierto la serpiente sigue allí, al pie de la cama, erguida, siseante y sacando la lengua con un chasquido, como queriendo rastrillar el aire frente a ella. No es exactamente igual a la del sueño. La que ahora me acompaña, diría que sorpresivamente, sin que mi voluntad haya participado de ello ¿o sí?, es mas pequeña y delgada y no es negra sino verde oliva y me observa con una insistencia que me resulta incómoda. La incomodidad se transforma en escalofrío, luego en parálisis y finalmente en un embotamiento que se manifiesta como un hormigueo espeso en la cabeza. Sin embargo, luego de unos minutos tengo la suficiente presencia de ánimo para agarrar mi móvil y tomarle una foto con Google Lens. El resultado no puede ser más aterrador. Se trata de una Mamba Negra, una de las serpientes más venenosas del planeta. Durante todo este tiempo la Mamba se ha mantenido erguida a los pies de la cama y apenas ha seguido con la cabeza el movimiento de mi brazo extendiéndose para agarrar el teléfono y volviendo a flexionarse sobre mi pecho.

     Después de un siglo, tal vez un poco más, decido que esto no puede continuar así y con movimientos milimétricos, aprendidos en unas clase de Taichi Chuan a las que nunca asistí, me bajo de la cama y dando un largo rodeo, salgo del cuarto. Durante la interminable maniobra la Mamba no ha dejado de seguirme con sus ojillos negros, girando su espigada figura como el periscopio de un submarino que no pierde de vista el objetivo y sacando y metiendo su lengua bífida con la precisión de un metrónomo.

     Revuelvo la cocina hasta que doy con un envase de plástico lo suficientemente grande para contener a la Mamba. Con un cuchillo abro unos orificios en la tapa y luego voy al baño a por la escoba. De regreso al cuarto me percato de que hace un frio de los cojones y me pregunto, repentinamente preocupado, si esta temperatura tan fría no será dañina para la Mamba Negra.

     En el cuarto me espera mi desconcertante visita en la misma posición erguida y alerta en la que la dejé. Entonces tomo conciencia de que no tengo la menor idea de como hacer para que entre en el envase. Además del terror atávico que me producen no sé nada de serpientes y mucho menos conozco las técnicas para capturarlas. Mi táctica es dejar el envase tumbado con la abertura frente a ella y con las escoba intentar arrastrarla hacia él. Pero estando uno frente al otro la maniobra resulta más bien ridícula. Y al final no la pongo en práctica porque la Mamba inclina hacia adelante su cuerpo y yo comprendo, no sé cómo, lo que pretende. Entonces dejo el envase en el suelo y la Mamba entra en él como si entrara en su casa.

     De camino al terrario del zoológico, en donde he decidido dejar a la Mamba, ocurre un incidente. Conduzco con más prudencia de lo habitual debido a la compañía que llevo en el asiento del copiloto, el envase de plástico debidamente  asegurado con el cinturón de seguridad, cuando un peatón impertinente, salido de quién sabe donde, seguramente de la seguridad de la acera, se atraviesa en mi camino y me obliga a dar un volantazo. El carro se desvía y golpea una moto que justo en ese momento me adelanta por el canal izquierdo. El conductor de la moto cae al suelo y se desliza unos cuantos metros. El hombre, un chuacheneger pasado de hormonas, se levanta ileso y se me viene encima hecho una furia. Engarza sus manazas en mi cuello y empieza a golpear mi cabeza contra el volante. Ante esta situación extravagante y mientras me zarandean salvajemente pienso que si he de morir que sea matando. No se de dónde surge esta idea violenta puesto que soy un hombre pacífico y más bien cobarde. Pero no más pienso en ello, mis manos, como pueden, se hacen con el envase de plástico y desenroscan su tapa. La Mamba se dispara como una flecha en cuanto encuentra un resquicio, se desliza sobre mi espalda, asciende en espiral por el brazo del matón y le hunde los colmillos en el cuello. Con la misma prestancia y eficacia regresa al interior del envase mientras chuacheneger se lleva las manos al cuello y cae al suelo como una secuoya gigante. Me parece que sonríe allí estirado sobre el asfalto, pero en realidad su cara se desgaja en una mueca espantosa y la lengua parece querer escapar de la boca y de los dientes que la muerden salvajemente mientras intenta arrancarse el cuello con las manos. De pronto su cuerpo se dobla en dos como si quisiese cerrarse sobre si mismo, una baba amarilla y espesa se derrama de la boca, el pecho se desinfla como si le hubieran sacado el aire a una cámara de vacío, los ojos se abren y se convierten en dos brasas rojas que se consumen por dentro. Y eso es todo. Pongo rumbo de vuelta a casa como quien regresa luego de una larga ausencia. Atrás dejo el cuerpo rígido e inmóvil pensando que lo que dejo atrás es un mal sueño.

     La Mamba se queda en casa. Me salvó la vida. No otra cosa puedo hacer. Le compro una pecera grande que cubro de tierra y a la que le coloco unas cuanta piedras que forman una cueva y un tronco reseco y resquebrajado en el que pueda tomar el sol. Pero Mamba (así la llamo) se niega a usarlo. Prefiere el envase de plástico, lo que tiene sentido puesto que fue su primer refugio cuando llego a casa. Mamba, le digo sin embargo señalando la pecera, esto es una mansión comparado con este rancho . Pero no hay forma. Así que coloco el envase en la cocina que en invierno es el lugar más caliente de la casa. 

     Desde entonces Mamba vive conmigo.

    Al principio tengo reticencias, por supuesto. No soy un suicida. Amo la vida aunque sea una ingrata y esté impregnada de soledad. Además, la agonía que produce la mordida de una Mamba es horripilante. Ya lo he visto con mis propios ojos. No pretendo pasar por semejante experiencia. Entonces,  ¿a santo de qué vivir con una Mamba en mi casa? Pues no lo tengo claro. Es la respuesta más sincera que puedo dar. Ella parece haberme aceptado, así que por que no aceptarla yo a ella. Al principio lo hago con precaución como ya he dicho. Duermo con la puerta del cuarto cerrada. Mamba duerme en la cocina y durante el día se pasea libremente por el apartamento. Suele enroscarse en los rincones calentados por el sol. Solo entra en la pecera para alimentarse de los ratones que compro regularmente para ella. Con el tiempo establecemos cierta confianza entre nosotros. Una noche, en lo más crudo del invierno, olvido cerrar la puerta del cuarto. Cuando despierto descubro que Mamba ha dormido junto a mí, bajo las gruesas mantas. Desde entonces dormimos juntos.

     Al final de la tarde, cuando regreso del trabajo, la encuentro erguida frente a la puerta, en actitud expectante, como un perro fiel pero sin aspavientos, sin melindres, imperturbable como una esfinge. 

    Yo me dirijo directamente a la cocina, me preparo una cena rápida, casi siempre un par de sanduches pasados por la tostadora y un vaso con coca cola y me siento en el sofá de la sala a ver la televisión. Mamba se sube detrás de mí y se enrosca  sobre mis piernas.

   Debo admitir que la compañía de Mamba me hace bien. Soy un ermitaño. Desde muy joven he rehuido el contacto social. Eso que llaman prójimo siempre me ha defraudado. Yo prefiero no pasar por la experiencia de la traición, el abandono y el desengaño. Es mejor estar solo. Sin embargo, con el tiempo la soledad puede convertirse en una carga muy pesada. Así que la llegada de Mamba ha sido un bálsamo que ha curado las heridas que la vida solitaria pudiera haber producido en mi alma.

     Es una vida apacible, sin contratiempos ni sorpresas en la que, tanto Mamba como yo, disfrutamos de nuestra compañía. 

     Hasta que aparece la bruja preguntando por una mariposa azul. 

  Llamarla bruja podría ser una exageración o, al menos, una imprecisión, puesto que yo no he visto nunca a una bruja de carne y hueso, más allá de las que aparecen en las películas o en los cuentos infantiles y que son siempre una representación, una construcción deformada por la fantasía. La nuestra, nuestra bruja o lo que sea, aparecida de la nada, no mide más de un metro cincuenta. Lleva puesta una túnica negra ceñida a la cintura por un cíngulo rojo. Sobre el puente de la nariz se acuñan unas gafas de pasta, negras y redondas, detrás de las cuales unos enormes ojos, agrandados seguramente por las gruesas lentes, me miran furiosos. La piel de la cara es de un blanco inmaculado y sin ser bella despide un aroma de virginal ingenuidad. Flota a unos cincuenta centímetros del suelo en la mitad de la sala y en su mano izquierda blande amenazadoramente un báculo de madera negra, retorcido y nudoso.

   Cuando Mamba se lanza sobre ella como un rayo verdoso, los colmillos goteando veneno, la bruja grita algo así como guepaje y mueve el báculo en círculos y luego hacia adelante, hacia Mamba. Entonces, de la nada, aparece una enorme cabeza, una grotesca caricatura de Bruce Lee enfurruñado, una cabeza hidrocefálica con los ojos como ranuras de  máquina tragaperras que empieza a escupir contra Mamba todo tipo de objetos. Los primeros, una tijera, un paraguas cerrado, un patito de hule que chilla cuak, cuak, mientras surca los aires, un candelabro y el Finnegans Wake de Joyce, un tocho así de grande que vuela torpemente, no dan en el blanco, pero cuando Bruce Lee escupe una replica en miniatura de su cabeza, esta logra hincar el diente en Mamba y con el impulso la arrastra al otro extremo del apartamento en donde se enzarzan en una frenética lucha. Entonces la bruja se encara conmigo y me señala con el báculo. La cara gigante de Bruce Lee desaparece. Guepaje, ¿dónde está la mariposa azul?, grita y su voz es melodiosa, hipnótica. Yo no sé de qué mariposa azul me está hablando. Yo no he visto ninguna mariposa azul. Se lo explico mientras me voy moviendo en círculo. Una técnica que aprendí de mis primeros días de convivencia con Mamba. La bruja me sigue, sin dejar de marcarme con el báculo. Me detengo cuando tengo frente a mí a Mamba que aún se debate con la cara en miniatura de Bruce Lee al fondo del apartamento. Noto que tiene la batalla ganada así que para hacer tiempo le pregunto a la bruja cuándo fue la última vez que vio a la mariposa azul, que tal vez desde ese punto podamos reconstruir sus movimientos y dar con su paradero.  Pero la bruja se echa a llorar desconsolada. Suelta el báculo y se lleva las manos a la cara. Entonces Mamba, que ya ha liquidado a la mini cara de Bruce Lee, convertida en una saeta que atraviesa el apartamento, se eleva por los aires y hunde sus colmillos en el cuello de la bruja. Como siempre rápida y precisa. Pero en esta ocasión Mamba no suelta a su presa. Parece disfrutar de ese mordisco. La bruja cierra los ojos y abre la boca, apenas una quebradura en los labios, ahora húmedos, por los que se asoma un lánguido suspiro, mientras cae suavemente sobre el suelo. Allí queda tendida. Ronca.

     La llevo a mi cuarto y la acuesto en la cama. Dejo el báculo a su lado. Me inclino sobre ella y compruebo que los colmillos de Mamba no han dejado marcas en su cuello. La cubro con las mantas y salgo del cuarto cerrando la puerta con suavidad.

     Voy a la cocina, abro la nevera, saco una lata de cerveza, la destapo y tomo un largo trago. Regreso a la sala y me siento en el sofá. Como es su costumbre Mamba se enrosca sobre mis piernas. Pero ahora tiene la cabeza ligeramente erguida y me observa detenidamente. Entonces a mí me da por pensar en la muerte. No pensaba en ella desde hacía tiempo. Es bien sabido que la soledad se presta para elucubraciones de lo más lúgubres. Pero desde que tengo la compañía de Mamba esos pensamientos mortuorios me han abandonado.

     Así que es un poco extraño que esté pensando en la muerte o, mejor dicho, pensando en los extraños que toquetearan mi cuerpo después de muerto. Me pregunto quiénes serán y si trataran mis restos con respeto. Si serán recatados, si mostraran algún interés por mí y mi historia o me manipularán con indiferencia. ¿Y si osaran profanar mis carnes? Medito en todas esas cosas mientras me bebo despacio la cerveza, cuando me parece oír el chasquido continuo del agua de la ducha. Mamba también lo escucha porque gira su cabeza con rapidez hacia la puerta cerrada de mi cuarto.

     Apuro de un trago lo que queda de la cerveza y me dirijo al cuarto. Camino de puntillas, con un sigilo que me sorprende puesto que estoy en mi propia casa. ¿De quién me quiero esconder? A pesar de lo absurdo de mi actuación mantengo la pose de merodeador y abro la puerta de mi cuarto como alguien que no quiere ser descubierto. Compruebo que la bruja no está en la cama y que efectivamente la ducha está en funcionamiento. Miro la puerta del baño entreabierta por la que salen densas nubes de vapor: Camino hacia ella como un infiltrado en líneas enemigas. Me parece ver unos resplandores rojos que estallan en el interior del baño, pero debe tratarse de mi imaginación afiebrada por la situación. Empujo la hoja de la puerta. Una ola de calor me golpea la cara. Y cuando el revoloteo de las nubes de vapor dejan un claro, la veo. Ha dejado las cortinas de la ducha descorridas y allí su pequeño y proporcionado cuerpo recibe la descarga caliente del chorro de agua. Sí, mide un metro cincuenta pero su cuerpo es hermoso, un magnífico cuerpito de inmaculado blanco dibujado con gracia, de curvas suaves donde corresponde y rotundas allí en donde la sangre suele responder ofuscada y temblorosa. Por ejemplo, las afiladas lineas de las piernas o la doble lámina de la espalda que se unen en el canal de prieta carne por el que se desliza el agua. Las nalgas se elevan decididas desde la hondura final de las espalda y se abren en una hendidura sedosa que las parte delicadamente en dos piezas perfectas. Tiene una protuberante, frondosa y enmarañada mata de pelos entre las piernas de la que cuelgan pequeñas gotas plateadas y traslúcidas. Las teticas que son como toronjas jugosas. Y cuando arquea la espalda y echa la cabeza hacia atrás para lavarse el cabello se erigen como dos cúpulas blancas cuyos pezones erectos y de un rosa pálido tiemblan, lo juro, bajo la embestida del agua.  Entonces cierra el grifo y el baño queda en silencio. Un ejercito de gotas descienden por su cuerpo con desesperada lentitud. Coje con ambas manos el cabello y lo aprieta formando una gruesa maroma que cuelga de su pequeña cabecita. Inclina la cabeza y la gira hacia mí. Me ve y sus labios se curvan. Esa sonrisa es como una flecha que se hunde entre mis piernas. 

     ¿Qué es lo que miras?, dice mientras exprime el agua de sus cabellos.

     Me doy la vuelta sin responder, avergonzado, y me encuentro con Mamba erecta como un ariete y con sus ojos, por lo común fríos y despiadados, brillando con una ansiedad temblorosa, fijos en el pequeño cuerpo mojado de la bruja.

     El tiempo pasa. Suele hacerlo sin que nos demos cuenta. Hasta que un día despiertas momentáneamente y descubres con horror que eres cinco o diez años más viejo. Pero ahora el tiempo transcurre con evidente descaro. La bruja se ha quedado a vivir en casa y nuestra rutina de dos se ha visto trastocada y envilecida por una desconfianza velada que se cierne sobre nuestras vidas subrepticiamente. 

     Ha llegado el verano y la bruja suele ir desnuda por la casa murmurando incomprensibles mantras y realizando oscuros rituales que Mamba y yo vemos a respetuosa distancia y, al menos yo, con una mezcla de horror y avidez que me produce fiebre. Se ha apoderado de mi cuarto y de ni cama, yo duermo en el sofá y Mamba ha regresado a su envase de plástico en la cocina. Una noche vuelvo a soñar con la pradera bañada por el sol. Esta vez soy yo quien persigue a Mamba. No logro darle alcance. Despierto con una sed atroz. Voy a la cocina a por un vaso de agua. Mamba no está en su envase. Un latigazo en la columna. Una revelación tan clara que me paraliza. Luego me dirijo a mi cuarto y abro la puerta lentamente.

     Enroscados sobre la cama Mamba y la bruja ejecutan un baile sincopado y lúbrico bajo el vuelo de centenares de mariposas azules. Las piernas abiertas de la bruja tiemblan ligeramente mientras Mamba desliza sus escamas sobre el coño húmedo y palpitante y su lengua viperina besuquea rítmicamente un pezón erecto. La bruja suspira palabras en un idioma extraño y aprieta con ambas manos el cuerpo hinchado de Mamba contra su coño al tiempo que eleva las caderas para aumentar el roce de las escamas que desata el fuego entre sus piernas.

     A pesar de que sabía yo con lo que me iba a encontrar allí, siento una dolorosa punzada en el pecho que me empuja hacia atrás. El dolor se transforma en espanto y en profunda pesadumbre cuando descubro que me observan a través del ramaje azul del vuelo errático de las mariposas. La bruja con esa sonrisa como cuchillo y Mamba sacándome la lengua con su habitual ritmo, pero ahora, lo sé, con sorna. Sigo retrocediendo, supongo que con el ilógico propósito de escapar de la traición, hasta que mi espalda golpea la barandilla de las escaleras, pierdo el equilibrio y caigo al vacío.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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