El perro, una mezcla de pincher y chiguagua histérico y permanentemente malhumorado, era un incordio. Desde que llegó a casa nos tuvimos ojeriza y desde el comienzo se dedicó de forma deliberada y obsesiva a hacerme la vida miserable. No daré detalles. ¿Para qué? Lo importante es que mi mujer lo adoraba y la mierdita esa adoraba a mi mujer y no permitía que nadie se le acercara, ni siquiera yo. Dada la animadversión que nos profesábamos, cuando una tarde llegando a casa luego de un arduo día de trabajo aquel extraño se plantó frente a mí en el justo momento en que introducía la llave en la cerradura de la puerta y me preguntó si le haría el favor de permitirle sacar a pasear al perro, yo no dudé ni un solo segundo y le dije que sí. Como ya estaba la puerta entre abierta Lila Morillo aprovechó para salir. Sí, han escuchado bien. Así llamaba al perro. Esa era la calidad de mi odio. La pequeña caca pasó entre mis piernas con nerviosos saltitos. No gruñó ni ladró con su habitual furia. Por el contrario, movía la cola con alegría inusitada. Me desconcertó la confianza con la que colocó sus patas delanteras sobre la pierna del extraño. Pero no tanto como para cambiar de idea o hacerme preguntas. En lugar de eso dije: Nunca saco a pasear al perro. Me basta con abrir la puerta. El perro sale, hace sus necesidades, escandaliza un poco el vecindario con sus ladridos y vuelve a entrar. Así que no dispongo de una correa para usted. No se preocupe, dijo el extraño. Yo tengo una correa. Y efectivamente, el extraño tenía una correa entre sus manos, una correa que yo no había visto antes, tal vez por distracción. Se agachó y le puso la correa e Lila Morillo que no dejaba de lamer sus manos y disparar nerviosas chispitas de pis de pura emoción.
Me bastó verlos cruzar la esquina y desaparecer para arrepentirme de haber dejado al extraño llevarse a Lila Morillo. Si mi mujer se llegaba a enterar… Desde luego, no sería yo quien le informara. Era menester, entonces, que recuperara a la pequeña rata maloliente y, muy a mi pesar, la devolviera sana y salva a casa. De ello dependía mi matrimonio. No es que valiera gran cosa mi matrimonio. Pero solo con las suculentas raciones de sexo que recibía valía la pena aguantar algunas cosas, incluso a la mierdecilla histérica de Lila Morillo.
Así que salí tras ellos. Crucé la esquina, pero ya no estaban. Habían desaparecido. Esfumados. Corrí hasta el quiosco de Ramón con la intención de preguntarle si había visto a Lila Morillo pasar con un tipo así y asao. No recordaba yo que Ramón solía meterse en las profundidades de su quiosco, rodeado de tambaleantes pilas de revistas y periódicos, y de esa oscuridad solo salía el tiempo necesario para atender a un cliente. Era del todo improbable que hubiera visto el paso de Lila Morillo y el extraño. Así que seguí de largo pensando en lo atípico que era un quiosquero que no conociera con pelos y señales lo que ocurría en su área de influencia, ese pequeño reino sobre la acera de una gran ciudad en el que era dueño y señor del chisme vecinal. Pensando en estas tonterías llegué a la siguiente esquina. Aquí se abría un abanico de posibilidades, como suele decirse. ¿Por dónde continuar? A mi izquierda la calle se abría a una gran avenida congestionada de carros y ruido, a la derecha una calle arbolada, de pequeños edificios de tres o cuatro pisos, callados, como dormidos o sumidos en la memoria de tiempos pasados. Frente a mi, en la siguiente esquina, una calle muy pequeña, oscura, que se estrellaba contra una pared blanca, impoluta, con una puertita roja en el medio, abierta de par en par. Pero eso no era todo. Por ejemplo, podía volver sobre mis pasos y a mitad de cuadra cruzar la calle. O cruzar en diagonal desde allí mismo en donde me encontraba. O entrar en algunos de los edificio que me rodeaban. O simplemente no moverme de allí y esperar a que Lila Morillo y el extraño me encontraran a mi.
Pero lo que realmente llamaba mi atención, no podía ser de otra forma, era la puertita roja sobre la pared blanca. Era casi obvia esa atracción. Pero yo no escribo las reglas. Así que me dirigí hacia ella con la convicción inconmovible de que atravesando la puerta, al otro lado, encontraría a Lila Morillo y al extraño.
Atravesada la puerta, mi sorpresa no fue poca al encontrarme en el interior de una papelería común y corriente. ¿Qué desea?, dijo el hombre detrás del mostrador. Yo deseaba cualquier cosa menos estar en esa papelería. Sin embargo, el tipo era idéntico a mi padre. Así que me acerqué. ¿Ha visto a este perro?, dije poniendo sobre el mostrador una foto de Lila Morillo que traía conmigo. El dependiente -¿mi padre?- me miró largo. En sus ojos, combinados con una leve sonrisa apenas esbozada, brillaba la decepción. No has cambiado nada. Sigues siendo el mismo ingenuo de siempre. Todo te lo crees. No ves el engaño ni cuando te escupe en la cara. No maduras. Todo esto dijo el hombre tras el mostrador. Mi asombro no hizo más que encenderse. Esa voz, su reclamos, me trajeron recuerdos remotos hacía tiempo olvidados. Un parque. Árboles y hierva. Botes a pedal en un lago aprisionado por el cemento. Un buque pirata forzado a la inacción. El paseo en un falso tren. Un tremendísimo niño que nos robaba la pelota. Papá furioso, más bien frustrado. El padre del niño, un fortachón de actitud pendenciera, golpeando a papá con su risa realenga. Papá humillado porque frente a la violencia es un animalito indefenso. Me toma de la mano. Nos vamos. Sin la pelota. Fue durante un domingo luminoso, inclinado a la esperanza, pero en verdad traicionero, tramposo, una fachada que encubría el inicio de un lunes desolado.
El hombre tras el mostrador -¿papá?- lo entiende todo. Pero yo me empecino. No voy a escuchar a un hombre débil que se escuda tras los libros y unos audífonos que lo envuelven en acordes de música clásica. A Lila Morillo se lo ha llevado un extraño y yo he de encontrarlos si quiero salvar mi matrimonio. El hombre tras el mostrador -¿papi?- se encoge de hombros y procede a sacar mil fotocopias de la fotografía de Lila Morillo. Le pregunto cuánto le debo. Nada, dice. Por los malos momentos. Me voy con la garganta atragantada de vergüenza.
Al salir me encontré las calles cambiadas. Las de aquí allá y las de allá aquí y alguna que ya no estaba. Me di de bruces con una triste cabina telefónica de madera ajada en el lugar en el que solía estar el kiosco de Ramón. Un silencio mortecino de aguas estancadas junto a una soledad de fin de mundo se posó sobre las calles. Las aceras desiertas de pasos. Los carros ausentes o dormidos en los bordillos. Sin embargo, yo, empecinado, me lance a pegar la imagen de Lila Morillo en cuanta pared, puerta, poste, reja, santamaría, verja me topaba en esa ciudad muerta. Una labor de locos, una labor inútil en una ciudad vacía de ojos. En medio de esta febril agitación mía unos ronquidos llamaron mi atención. Parecían venir de todos lados y de ninguno a la vez. Dificil era ubicar el origen de esos ronquidos entrecortados que primero asomaban con timidez, como no queriendo molestar, pero que poco a poco iban agarrando confianza, aumentando su desgarro hasta el clímax agónico en el que el aire se detenía, toda la maquinaria inerte, como muerta, que finalmente se desinflaban en un largo suspiro solo para volver a empezar, una y otra vez. Olvidado de mis labores de cartelista, me di a la tarea de ubicar el origen de esos extraños ronquidos. Me percaté entonces que era noche cerrada, tal vez de madrugada, y que tenía sueño. Esto no evitó que siguiera la búsqueda. Tarea, como ya he dicho, harto complicada porque los ronquidos perecían estar regados en el aire. Pronto descubrí, sin embargo, que poniendo las orejas contra las paredes era posible establecer su procedencia. Así que me fui caminando así, arrastrando la oreja por paredes, puertas, santamarías, verjas, siguiendo el rastro de los ronquidos. De repente, esos ronquidos me parecieron conocidos. Los recordaba de algo. Hice memoria, me estrujé el cerebro, y entonces me acordé. Una noche en el apartamento de Piggy. Ludovico había llegado de la playa, borracho, y se había quedado dormido en un pequeño sofá de mimbre en un pequeño balcón situado en un lateral de la sala. Los ronquidos de Ludovico eran apoteósicos y agónicos, unos ronquidos edrújulos como estos que escuchaba ahora. Y todos alrededor de Ludovico, como un coro griego, observando sus gestos asfixiados y escuchando con regocijado espanto el gorgoteo de sus cañerías que culminaba en una coda silenciosa cuando ya no había más espacio en los pulmones para el oxigeno. Entonces, por espacio de unos segundos, Ludovico se estancaba en el sopor de la muerte, la boca abierta, el ciclo de inspiración, expiración atascado como en un viejo y oxidado motor que se rompiera. Y ahora sí, decíamos, se nos murió Ludovico. Pero no, porque de seguidas un largo y estertoreo suspiro nos confirmaba que Ludovico seguía vivito y coleando y el desasosegado ciclo volvía a repetirse, una y otra vez. Asombroso.
Y de repente entendí lo que esos ronquidos fantasmales querían decirme. También entendí las palabras del hombre tras el mostrador -¿mi progenitor?-. Entendí que me habían tendido una trampa y que yo había caído en ella como un imbécil. Entonces corrí con un demonio metido en el cuerpo. Corrí en dirección a casa con la convicción de que ya no era mi casa. Crucé la esquina y ya desde lejos vi a Lila Morillo tras el cristal de la ventana observando mi angustiada llegada. También vi, cuando por fin me asomé a la dichosa ventana, al extraño y a la mujer sentados muy juntos, en el sofá de la sala. Una gruesa frazada cubría sus piernas. Veían la televisión. Una escena de cálida intimidad que provocó un cataclismo en mi corazón. El fuego en la chimenea habría completado el cuadro. No importa. En mi imaginación crepitaba amoroso y envolvente.
La mujer apoyó la cabeza en el hombro del extraño y el extraño entrelazó su mano con una mano de la mujer. Junto a mi la alegría inusitada con la que Lila Morillo movía la cola, sus patas delanteras arañando el cristal de la ventana, los chorritos de pis que iba soltando de pura emoción. Comprendí, ahora sí, la magnitud de la tragedia. Comprendí que aquel hombre que gozaba de las bondades del hogar no era el extraño. Comprendí de forma inapelable y dolorosa, como el latigazo que estalla sobre la piel blanda de una espalda vencida, que el extraño era yo.
“Un silencio mortecino de aguas estancadas junto a una soledad de fin de mundo se posó sobre las calles.” Y así se posa la poesía inesperada, irrumpiendo en esa otra, oscura siempre, luminosa siempre, en estos textos ya con nombre propio ganado a puñetazo limpio en bares, en recuerdos revueltos que no sabemos de donde vienen, tal vez futuristas del pasado que se estanca en algún lugar que siempre lastima, hiere, te llena de nudos la corbata que le robaste a tu papá en aquellos años, los años de la puerta roja en el muro blanco. Gracias. Gracias. Gracias.