Llegué a la avenida en el momento justo en el que se desencadenó el aguacero, viendo como se alejaba la buseta echando chispas plateadas. Alcancé el techo protector de la parada chorreando agua y con los vestigios de una tonta sonrisa en los labios. Estaba solo y solo es la mejor manera de estar cuando algo te avergüenza, como era el caso, aunque solo del todo nunca estas porque siempre cuentas contigo mismo, el más implacable de los jueces, el más intolerante y despiadado recriminador de tus acciones. Por la avenida pasaban hechos unas furias los automóviles, rasgando el agua que cubría el asfalto y haciendo un ruido nítido de metal cortado. Clavé los ojos en un pequeño recuadro por delante de mis zapatos mojados y allí los dejé anclados mientras me decía a mi mismo lo bien que me vendría ser un súper héroe, uno modesto, sin grandes poderes, nada ostentosos, más bien poderes para uso personal, por ejemplo, pensé, me vendría bien tener la capacidad de calentar mi cuerpo lo suficiente para secar la ropa que llevaba puesta, algo así, sencillo, sin pretensiones, sin incidencias en la historia, algo íntimo que solo me sirviera a mí. Debí estar cerca de media hora hundido en este tipo de cavilaciones porque eso es lo que tardaba una nueva buseta en llegar a la parada, y cuando destrabé los ojos de la acera allí estaba ronroneando, vibrando ligeramente con las fauces abiertas, esperándome a mí, ahogado en agua, titiritando, pero con el alma impoluta y el rostro radiante, aunque con algunos mechones de cabello pegados a la frente. Subí con mi dignidad intacta pero chorreando agua y pidiendo disculpas a diestra y siniestra mientras avanzaba por el pasillo hacia el fondo del autobús en donde había detectado, nada más entrar, el único asiento desocupado. Y allí me fui con mi río a cuestas y la frente en alto, sin darme por aludido, aunque todas las miradas estaban puestas en mí o, más exactamente, en mí ropa mojada que era lo que más les interesaba, más que a nadie al chofer y a los dos pasajeros que resguardaban el asiento desocupado. Mis dos futuros vecinos se agitaban nerviosos en un esfuerzo inútil por cubrir con sus cuartos traseros el puesto vacío. La mujer era gorda y sus carnes se desparramaban generosas sobre el asiento mientras miraba con un mudo reproche en los ojos al hombre, un alfeñique que era más huesos que carnes y que hacía ridículos esfuerzos por hacerse con un pedazo del asiento que me correspondía y del que pronto tomaría posesión. Mientras me sentaba intuí la mirada de odio que me dirigía el chofer a través del espejo retrovisor. El flaco se quedo muy quieto, con la mirada puesta al frente, en un punto impreciso del autobús, la gorda, en cambio, soltó un bufido de resignación y preguntó, como quien no quiere la cosa, mirando hacia otro lado, si por aquí no vendían paraguas. Recordé el mío colgando de forma lamentable de la copa de un árbol y recité un micro cuento al modo de Monterroso que había escuchado o leído en alguna parte y que me había gustado y que me parecía muy adecuado para la ocasión: “Comenzaron a llover besos. Menos mal que no había nadie vendiendo paraguas.” La gorda me lanzó la segunda mirada de odio del día, agarró con ambas manos la cartera que tenía en el regazo como si fuera mi cuello y se corrió a un lado, tratando de alejarse de mi ropa mojada y aplastando el cuerpo enjuto de una viejita que la miraba asustada, como si viera a un gigante que estuviese a punto de caerle encima o, peor, de tragársela. Pero resultó parlanchina la gorda, de esas que se bastaban así mismas para conversar, de las que usaban a su incauto interlocutor como caja de resonancia para escucharse mejor ellas mismas. El incauto, en esta ocasión, resulté ser yo. La gorda empezó con un comentario anodino: ¿Qué diita, no? Como para quedarse en casa. Yo cometí el error de asentir. Lo hice por educación y un poco a modo de disculpa por las molestias que mi ropa mojada le ocasionaba. La gorda se tomó mi gesto como una invitación a lanzarse. Ya no estaba enfadada, muy por el contrario parecía contenta de tener con quien hablar. Los días de lluvia me dan como una nostalgia, no sé, como una tristeza aquí en el pecho. ¿A usted no? No me dejó contestar (no pensaba hacerlo) Pues a mí sí, me pongo melancólica, me da por pensar en cuando era niña, no fue hace mucho, no vaya a creer, ji ji. Qué coquetas somos las mujeres, ¿verdad? ¿Está casado? Yo no, he tenido mis amores, por supuesto, pero no me he atado a nadie, solo a mis gatos claro, mis gatos lo son todo para mí. Tengo más de cincuenta, ¿sabe? ¿No me cree? Pues es la verdad. Cincuentaicinco para ser exactos. Tienen personalidad los gatos. Le puedo asegurar que si mis gatos fueran todos exactamente iguales, los podría identificar por su carácter, cada uno se comporta de un modo distinto, cada uno tiene sus manías. ¡Qué manera de llover! ¿Ha visto esos goterones? Parecen rocas, rocas de plata, igualitas ¿verdad? Usted se va a resfriar así todo mojado. Yo cuando me resfrío tomo mucho líquido, te caliente y caldo, sobre todo. El te me hace dormir y le confieso algo: cuando duermo tengo pesadillas, siempre, he aprendido a vivir con ellas, no ha sido fácil, se lo aseguro. La vida es así, no es verdad, llena de dificultades. No me quejo, para nada, no es eso, es solo un comentario, si no fuera por las dificultades la vida sería muy aburrida, ¿no le parece? Es así, se lo aseguro, se de lo que hablo, esas pesadillas caramba. ¿Le importa que le hable de mis pesadillas? No que va, qué le va a importar, si se le ve en la cara que está interesado. Es usted muy amable, por supuesto. Mire, ya nos agarró la cola. Esta ciudad es un infierno la verdad. Mire todos estos carros. Aquí vamos a estar un buen rato ¿no? Menos mal que estamos conversando, así ni se da cuenta una de que el tiempo pasa. Que agradable es usted, de verdad, lástima que esté todo empapado, da un poco de grima verlo. Fíjese, me ha mojado el vestido. Yo no entiendo cómo ha salido sin paraguas en un día así. ¿No estará usted mal de la cabeza? No se vaya a ofender, pero es que hay tantos locos en la ciudad. Es una pena. No cualquiera puede vivir en una ciudad como esta, hay que tener el carácter muy definido. Yo, modestia aparte, me considero una mujer muy ecuánime, muy centradita, no me gusta presumir, pero no voy a ser yo quien se vuelva loca en esta ciudad, no señor, tengo mis manías, claro, pero quién no las tienes, dígame, quién. Para serle franca, algunos de mis vecinos me tienen por loca, no son muchos pero hacen ruido, créame. ¿Y por qué?, pues por mis gatos, mis pobrecitos gatos, ¿qué han hecho de malo mis gatos? ¿Lo sabe usted? No, usted no sabe nada, qué va a saber si ni siquiera sabe agarrar un paraguas cuando está lloviendo, eso sí es de locos. Mis vecinos odian a los gatos, eso es lo que pasa y me odian a mí también, hay que decirlo, no me voy a quedar callada. ¿Por qué me odiaran? Yo soy buena, se lo juro, no me meto con nadie. Déjeme decirle un secreto, no, así, de cerquita, los secretos se dicen al oído: mis vecinos no son los únicos que me odian. Tengo que cuidarme de todos, todos me quieren hacer daño. Usted también me odia, se le ve en los ojos. No sé ni que hago hablando con un tipo que me odia y que de paso sale sin paraguas en un día como este, mejor me voy. En la parada por favor. La gorda se levantó y se alejó por el pasillo dando tumbos y tropezando a todo el mundo, hacia la parte delantera del autobús en donde la esperaba el chofer con la palma extendida. Estábamos en la autopista, rodeados de carros, en la mitad de un océano de metal inmóvil bañado por la lluvia. A la gorda ese detalle no pareció importarle. El chofer tampoco pareció darle mucho valor a ese hecho, porque abrió la puerta. La gorda se detuvo en las escalerillas de salida y oteó el horizonte que en ese momento lucía opresivo y tal vez ambiguo, inasible. Luego sacó un paraguas del bolso y lo abrió. Un paraguas ridículamente pequeño si lo comparábamos con los volúmenes ampulosos de la gorda, pero quién iba a reírse si lo abrió con tal elegancia y dignidad. Y se hundió, porque no hay otra manera de decirlo en este caso, en las aguas duras y metalizadas del tráfico y se alejó corriendo con pasos cortos, zigzagueando entre los carros detenidos, una mano en el pecho aferrada al bolso, en la otra el paraguas oscilante, echando cada tanto miraditas de terror, de pánico o tal vez de angustia hacia atrás. Juraría que lloraba. Cuando me cansé de verla trotar por la autopista, me concentré en mi flanco izquierdo que, no bien se hubo bajado la gorda, comenzó a ser atacado con cargas del tipo arrumacos y roces confusos por el flaco que hasta entonces se había mantenido al margen de esta historia. De reojo vi que me miraba (exactamente me hacía ojitos) con una de esas sonrisas de labios apretados que presagiaban apasionamientos desmesurados. Estaba yo de buenas ese día, en definitiva. Pero hete aquí que en ese momento un hecho acaparó su atención y de paso la mía, un hecho de esos, inusuales, casi surrealistas, uno de esos hechos que la lógica niega, que pasas toda la vida esperando y que nunca ocurren, precisamente porque los esperas. A lo mejor exagero. Veamos: En la parte media del autobús un joven, un estudiante como solíamos llamar en esos tiempos convulsos a toda persona menor de treinta años, llevaba sobre sus piernas un instrumento musical enfundado en su estuche, tal vez un violín, pero más probablemente un cuatro. A su lado, al otro lado del pasillo, un señor mayor, le calculé unos sesenta años, hablaba con el estudiante, le pedía con amabilidad que le prestara el instrumento, a lo cual, el estudiante, se negaba con rotunda tozudez, aferrando con fuerza su apreciado instrumento musical, ahora podía asegurar que se trataba de un cuatro. Lo estrechaba entre sus brazos, más bien, con miedo, pero miedo a qué. Estos bellos artefactos fueron fabricados para ser tocados, dijo el viejo. En su estuche están como muertos, son estériles. Solo cobran vida cuando son usados, dijo el viejo. Me entristece ver un instrumento musical en su estuche como en un ataúd, permítame, dijo el viejo con dulce voz. Las palabras del viejo habían interesado a los pasajeros y prácticamente todos en el autobús estábamos atentos a lo que ocurría entre los dos hombres. Quizás fue esa la razón por la que al final el joven cedió y sacó de su estuche el cuatro y se lo entregó al viejo. Lo hizo como si estuviera entregando a su hija a un violador y el viejo lo tomó entre sus manos como si estuviera recibiendo a una virgen. Buen comienzo, me dije y vi de reojo al flaco maricón a mi izquierda, pero el tipo, gracias a dios, se había olvidado de mí y seguía con sumo interés lo que acontecía en el medio del autobús. En las manos del viejo el cuatro cobró vida de inmediato, retozaba de gozo, sacudiéndose el polvo y la pereza de su encierro, emitía notas dulces, rápidas, embochinchadas, aletargadas, pero solo un segundo porque luego se aceleraban, se adornaban de flores y guirnaldas que estallaban en iban colmando el autobús de una alegría exaltada y contagiosa. Dos asientos por delante del estudiante se levanto una señora de mediana edad, muy delgada, que comenzó a cantar con la voz de Montserrat Caballé y allí si fue la locura, el desbarajuste de los sentidos, la felicidad plena. Estábamos todos tan alegres, estaba yo tan exaltado, era todo tan sublime, tan extraordinario, que no me di cuenta cuando el flaco juguetón a mi lado se puso el pasamontañas y sacó el revólver. ¡Esto es un salto al vacío!, rugió una voz en la parte delantera del autobús. Era un gordo grandote, también con pasamontañas, que blandía un pistolón. Se dice, esto es un asalto papacito, gritó el flaco, y luego dirigiéndose a mí, en voz baja, a modo de confidencia: Es que somos nuevos en esto ji ji. Qué más da, aquí todo el mundo entendió lo que quería decir, ¿no es verdad?, preguntó el gordo a los pasajeros. Todos estuvieron de acuerdo en que lo habían entendido muy bien. ¿Ves?, dijo dirigiéndose al flaco. Y luego, como si recordara algo: Y deja de coquetear con el cabrón ese o es que crees que no me he dado cuenta. Bueno mi vida, está bien. ¡Qué sensible diosito! Mejor concéntrate en lo que vinimos a hacer. Es que me sacas de mis casillas Jacinto. La verdad es que eres una puta… Ay mi rey ya la cagaste, ¿por qué coño dijiste mi nombre? Bueno ya, no es para tanto. Ni que tu nombre fuera tan especial. Debe haber como un millón de Jacintos en esta ciudad. Si mi amor, pero con este garbo. ¿No te parece? Bueno, basta. Y ustedes, coños de madre, manos arriba. Si, si, manos arriba, como en las películas, dijo el flaco y se le disparó un tiro que perforó el techo del autobús Uy, dijo tapándose la boca con la mano libre. Hacía tiempo que habíamos dejado la autopista atrás y el autobús avanzaba a buen ritmo por la avenida, hacia el centro. Pero luego del disparo vino el caos. El chofer detuvo el autobús y se lanzó por la ventana. Algunos pasajeros lo imitaron, otros corrieron por el pasillo hacia las puertas. Los dos atracadores giraban como trompos tratando de detener la estampida. En vano. En diez segundo el autobús quedó vacío. Bueno, vacío del todo no. Quedaba yo y quedaban el gordo y el flaco, pareja de atracadores. Buen título para una película, por cierto. ¿Por qué no me bajé como los demás? No lo sé. Allí estaba yo, sentado al fondo del autobús, con las piernas muy juntas, el maletín sobre las piernas, mojado, viendo a ese par de locos que a su vez me miraban a mí y se miraban entre ellos como si mirándonos, escrutándonos fuésemos capaces de discernir qué demonios debíamos hacer a continuación. Se veían tan solos el gordo y el flaco, tan vulnerables con sus armas caídas, apuntando al suelo, que me dieron un poco de lástima. Pero no tuve mucho tiempo para profundizar en mis emociones porque las cosas empeoraron inmediatamente, como suele ocurrir en estos casos. Para empezar el gordo y el flaco se pusieron a discutir como marido y mujer (precisamente eso es lo que me parecían que eran) recriminándose por viejas heridas, soliviantándose, haciéndose un daño terrible con las palabras que son las que más daño hacen, echándose en cara engaños e infidelidades. El que llevaba la peor parte era el flaco que, al parecer, era bastante voluble en las cuestiones del amor y le había hecho algunas barrabasadas al gordo, incluso con algunos amigos y, lo que era peor, con un par de enemigos también. Era imperdonable. Como era imperdonable, al menos así se lo parecía al flaco, que el gordo se fuera cada dos por tres de putas, qué tenían esas mujeres que no tuviera él. ¿Ah? ¿Podía explicárselo? Puestos a pagar podía darle ese dinero a él que bastante falta le hacía. Era una discusión la mar de extraña entre dos hombres armados y con las caras cubiertas por pasamontañas, una discusión que fue finalizada con brusquedad por los balazos que provenían no sé de donde, pero que eran dirigidos, con toda seguridad, hacia el autobús y que, como suele decirse, literalmente llovieron sobre nosotros, una lluvia silbante y de cristales rotos, una lluvia que se cernía sobre tres idiotas con el horror de lo definitivo. Yo al fin reaccioné y me eché al piso. El flaco se metió debajo de una fila de asientos, acurrucado allí pegaba gritos, chillidos agudos de bestia histérica. ¡Ay mamita, ay mamita! ¡Mi gordo sálvame!, gritaba. El gordo, en cambio, estaba impasible, parado en el pasillo, un poco inclinado hacia adelante, viendo por la ventana. Se había sacado el pasamontañas. Su impasibilidad no era producto de la valentía o de la sangre fría sino, más bien, de la incomprensión y, tal vez, de la locura. Es decir, el gordo estaba como ido y miraba hacia afuera buscándole explicación a tanto tiro. No comprendía el gordo lo que ocurría ni por qué ocurría. Tampoco comprendió (eso mucho menos) por qué cayó como un fardo pesado, como si de pronto le hubieran arrancado todos los huesos del cuerpo, sobre el piso del autobús. Aún tenía los ojos abiertos, aún parecía querer entender, pero claro, ya no le quedaba tiempo para buscarle explicaciones a las cosas, un orificio sangrante en la frente se lo impedía Al caer el gordo como el enorme elefante con una bala en la frente que era, soltó su pistolón que, deslizándose, fue a topar con mi nariz. La cara del gordo con sus ojos haciendo preguntas sin respuestas quedó a los pies del flaco y este, al verlo ahí tan quietecito, tan tranquilo, le hizo su propia pregunta: ¿Y ahora qué hacemos mi gordis? ¿Ah? ¡Contéstame pues! ¿Qué coño hacemos ahora vida de mi vida, amor mío? ¡Qué nos matan cabrón! El gordo no contestaba por su puesto. ¡Qué iba a contestar si estaba muerto! Cuando de ello se dio cuenta el flaco, cuando se percató del pequeño orificio enrojecido en el medio de la frente, enmudeció, pero enmudeció de a de veras, hasta la sangre pareció detenerse, el corazón hizo un alto en sus labores para enterarse de lo que acontecía, los ojos se le pusieron chiquiticos, la respiración era una letanía dolorosa. Se dio la vuelta y colocó su cara junto a la del gordo. Le acarició la mejilla. Gordis, mi gordis, susurró. Besó sus labios y luego, retirándose unos centímetros, colocó las manos a manera de almohada sobre el piso empesgostado de mugre, descansó la mejilla sobre ellas y se quedó mirando a su gordo con una triste sonrisa en los labios. El tiempo se detuvo y un silencio denso, casi palpable, nos envolvió. Desde afuera habían dejado de disparar. El flaco veía a su gordis y yo veía, alternativamente, su estampa triste y bucólica y la pistola que rozaba mi nariz con su materia fría. ¡Cobarde porque no me atrevía a cogerla! ¿Y para qué? ¿Para matar a un pobre marica que estaba velando a su hombre? Y si la cogía, ¿no cambiaría acaso mi historia, no sería esta otra historia? No, que va. Ciñámonos a lo acordado. Empujé la pistola con la nariz y luego con la mano la alejé de mi, la puse bien lejos, la escondí entre los asientos, la cubrí de mugre, me desentendí de ella y seguí con lo mío que era esperar echado sobre el piso del autobús, tiritando porque de pronto sentí un frio atroz, un helado aliento que lamía todo mi cuerpo, una exhalación de miedo, un vacío, una tenue brisa erizada de témpanos muertos y luego explosiones, dos o tres, y una nube blanca y espesa que nos cubrió como si el aire se congelara y mis ojos empezaron a arder y yo a tratar de arrancármelos y ya no pude respirar, sentí una roca taponando mi garganta, comencé a escupir y a toser y a asfixiarme y me dije hasta aquí llegaste Jordi Jones y ya no dije nada más, ni pensé en nada, ni vi nada, ni sufrí ya más, porque perdí el conocimiento y no volví a ver ese autobús, tampoco volví a ver al gordo, tal vez porque estaba muerto, ni volví a ver al flaco enamorado, quién sabe qué habrá sido de él.