A ver cómo lo explico. No es fácil. No es una cosa que uno vaya contando por ahí. Al contrario, no hay manera de que salga bien parado de una confesión como esta. Me tildarán de loco. Me encerrarán, seguro. Y luego tirarán la llave, no me dejarán salir jamás. Es un secreto de esos que es mejor llevarse a la tumba, enterrarlo profundo y luego seguir con tu vida, tranquilo, tan tranquilo como sea posible, como la vida te lo permita, al menos en mis circunstancias. Una vida sin sorpresas desagradables, plácida, una vida que ahora yo, con esta confesión, voy a dinamitar. ¡Ah!, lo que daría por mantener la boca cerrada, que así no entran moscas, dicen. Asquerosas moscas en la boca. Las moscas que lo pudren todo y que yo, ahora, voy a dejar entrar en mi boca con esta confesión. Pero es menester hablar, hay que decirlo. La verdad nos salvará, dicen. Pero también es cierto que la verdad mata. ¿En qué quedamos? No importa. Nada volverá a ser lo mismo después de que les cuente mi secreto. Allá voy. Para atrás ni para coger impulso. Cuidado que voy sin frenos: Yo soy un hombre invisible.
Ahora que he captado su atención, que han pelado los ojos, que sus ojos han crecido como platos, que han quedado con la boca abierta y en ellas, en las bocas, en las suyas, han entrado mis moscas putrefactas, les informo que no soy un científico loco. Nada de eso. No he dado con una fórmula que altere el índice refractivo de la materia. De modo que me resulta imposible colarme en las habitaciones de las muchachas en flor y ver cómo se desnudan. Esperar a que se duerman. Retirar con suavidad las sábanas de lino. Redescubrir sus cuerpos desnudos extendidos, distendidos, expuestos, vulnerables y abiertos como una flor de carne y, tal vez, apretar con suavidad los pezones sonrosados hasta que se empinen y esperar con ansias un débil gemido de placer. Pasar mis dedos por la línea oscura que separa las nalgas hasta llegar y adentrarme enloquecidamente en la gruta que entre las piernas comenzará a humedecerse con espesas aguas salobres. ¡Ya quisiera yo! Pero no, no se trata de ciencia ficción, o de novela erótica de tercera. Es algo más humano, demasiado humano y dio comienzo a mis doce años. Vacaciones de verano. Mi primera fiesta bailable y a orillas del mar, entre palmeras, bajo estridentes focos de colores que barrían la pista improvisada sobre la arena y que nos bañaban con sus luces irreales a mi primo el inefable Perpetuo, a Joshua, un amigo de veraneo y a mí. Parados a orillas del baile, muertos de miedo frente a dos niñas no sé yo si bellas, pero que estaban ahí, ante nosotros, sin bailar, a la espera. La brisa ondulaba sus cabellos, cuchicheaban entre ellas, incluso sonreían, echaban furtivas miradas sobre nosotros que no nos decidíamos, que no dábamos el paso. Ese primer paso que condicionaría el resto de la noche y, ¿quién sabe?, tal vez, el resto de nuestras vidas. Pero que va, no nos movíamos Parlamentábamos: vas tú, no, vas tú, entonces vamos los tres, pero ellas son dos. Las cuentas no nos daban y seguíamos sin decidirnos. Vamos dos, dije entonces y empujé a Joshua al interior de la pista. Yo el más cobarde, el más indeciso, el más tímido. Por primera vez tomaba las riendas de la situación. Por primera vez actuaba con seguridad, como si hubiera recibido una sobredosis de carácter, un chute de coraje y determinación. Dejamos atrás a Perpetuo. Él sí un echao pa lante. Arrogante director de orquesta que dirigía nuestras vidas con la astucia de un viejo zorro y que ahora yo dejaba atrás, al borde de la pista de baile, al borde de la vida, en una espantosa y humillante soledad, mirando cómo yo, su primo el quedao, avanza hacia la chica y la invita a bailar. Y sí, ahí estaba yo ahora, frente a esa chica de sonrisa fresca y acogedora, bailando pésimo, pero con la fortuna de mi lado y la convicción de que era dueño de mi destino. También estaban la brisa retozando alrededor de nosotros y las palmeras agitadas. Y al fondo el rumor de las olas que se sobreponía sobre la estridencia de la música. Todo aquello en su justo lugar, en el momento apropiado. Una conjunción inaudita que se desmoronó casi de inmediato cuando Perpetuo, mal herido su orgullo, ojos entornados de fiera que enfoca a su presa, media sonrisa, detestable media sonrisa de suficiencia, llegado desde el baldío borde de la pista, se interpuso entre la chica y yo. A empujones me sacaba de en medio mientras yo, a empujones, pretendía ya con muy poca convicción (¡qué rápido se esfumó el carácter!), ya con la derrota asumida, mantener mi posición. Y la chica, a la que aún no le había preguntado su nombre, observaba nuestro tonto forcejeo con divertido asombro y un toque de satisfacción. En ese momento se encontraron nuestras miradas, la de la chica y la mía, y un vahído hecho de pura vergüenza me tambaleó y permitió que Perpetuo tomara mi lugar. Fue allí cuando me desvanecí, cuando mi voz dejó de oírse y mi cuerpo dejó de verse. Desaparecí, me esfumé, me disolví en la nada en la que ahora existo. Me fui alejando de Perpetuo que ahora tenía a la chica tomada de la cintura y de la chica que tenía sus manos sobre los hombros de Perpetuo. Ya no me veían. No sabían nada de mi existencia. Me adentré en la playa y me senté en la arena junto a un grupo de cangrejos que habían salido de sus escondrijos y observaban la fiesta con sus ojos saltones y estáticos.
Ahora puedo decir que los he traído hasta aquí con engaños. No he sido del todo sincero. La verdad es que aquel hecho emocional, aquella vergüenza monumental produjo un efecto y, no me pregunten cómo, cuáles reacciones físicas y químicas se dispararon en mi cuerpo, lo cierto es que me hice invisible. Circunstancia que ahora confieso sí aproveché para colarme en las habitaciones de las muchachas en flor en donde hice cosas mucho peores que rozar pezones dormidos. Pero volviendo a aquella noche del infortunio… Seguí a Perpetuo y a la chica mientras se alejaban del baile. En realidad, no los seguía. Caminaba junto a ellos. Iban acaramelados, abrazados. De vez en cuando yo le daba una palmadita en las nalgas a la chica. Ella reía. La muy tonta pensaba que era Perpetuo quien se sobrepasaba. Le gustaba. Me fui llenando de una rabia sorda, un núcleo que se iba expandiendo en mi estómago y empujaba la bilis hacia la boca mientras nos acercábamos a la puerta del apartahotel donde dormía la chica. Esperé a una respetuosa distancia mientras se despedían con un largo beso. Luego Perpetuo le preguntó si quería ser su novia y ella le respondió que sí. Volvieron a besarse. Yo me impacientaba. Sentía la bilis regurgitar en la garganta viendo aquel segundo beso aún más largo y esperando a que la chica entrara, cerrara la puerta y Perpetuo decidiera, al fin, marcharse conmigo pisándole los talones. Y cuando todo aquello ocurrió y Perpetuo y yo caminábamos por las callecitas que zigzagueaban entre los apartahoteles de dos pisos del club, le agarré el pelo encrespado del cogote y le jalé la cabeza hacia atrás con tal mala leche que fue a dar con el culo contra la gravilla del suelo. Desde allí echó miradas alucinadas en todas direcciones, girando la cabeza de un lado al otro. Yo aproveché su desconcierto para estamparle en la cara una patada como si se tratara de un balón de fútbol que quisiera incrustar en las redes de la portería rival. Perpetuo, a pesar del dolor, a pesar de la nariz rota y la cara ensangrentada, tal vez estimulado por la adrenalina que produce el terror, se puso en pie y corrió como alma que lleva el diablo, huyendo de nada y de nadie, pero seguido muy de cerca por mí, que le daba largas a la persecución como un gato que juega con un ratoncillo asustado antes de devorarlo. Le daba juguetones zarpazos en la nuca que le hacían chillar y cuando, al fin, me cansé del jueguecito le trabé las piernas y Perpetuo fue a dar al suelo de nuevo. Allí se quedó, boca abajo y con la cara hundida en la gravilla.
Miré a mi alrededor con una idea en la cabeza. Me llegó como un relámpago. A eso deben referirse cuando hablan de una iluminación: un súbito destello que lo aclara todo, un ramalazo de comprensión, como si de pronto todas las piezas encajaran y la vida pusiera todas las cartas sobre la mesa para que las vieras. Y yo vi un coral muerto en el paisajismo de estilo xerófilo que bordeaba la callecita del club en donde yacía Perpetuo temblando de miedo y murmurando rezos o llamando a su mamá con voz apenas audible. Agarré el coral irregular de color blancuzco y áspero al tacto y me acerqué a Perpetuo. Al ver el enorme coral flotando sobre su cabeza, soltó un escalofriante alarido que retumbó en las paredes de los apartahoteles, despertando a las buenas gentes que dormían a esa hora. Un aullido que yo silencié dejando caer el coral muerto sobre la cabeza de Perpetuo con la fuerza del odio. Una y otra vez. Y otra. Machacando. Triturando toda aquella soberbia. Moliendo la vergüenza hasta convertirla en una victoria. Me detuve cuando asomaron las caras los primeros vecinos. Solo pudieron ver a Perpetuo desparramado en el piso y unos manchones de sangre alejándose en el aire.
No volví con mi familia. ¿Qué sentido habría tenido? Era el asesino de mi primo. Era invisible. Un fantasma condenado a vagar por la tierra en la más absoluta soledad. Me pongo trágico, lo sé. Sin embargo, mi errancia no fue del todo árida. Puso en evidencia mi inclinación hacia el mal. Y el mal divierte. Sacia. ¿Qué saciaba en mí? No lo sé. Tal vez me hacía visible. Calmaba mis ansias de ser visto, de ser escuchado, de ser tomado en cuenta. Imponía mi presencia a través del mal. En lugar de ser atropellado por un aluvión de gentes que avanzaban sin percatarse de que allí estaba yo, ocupando un espacio, era yo quien atropellaba, era yo quien obligaba a ser escuchado a aquellos que me dejaban con la palabra en la boca. Era yo quien me imponía a la fuerza, infligía dolor, reclamaba el lugar que me correspondía. Durante años peregriné por el mundo buscando una sola cosa: una nueva oportunidad para bailar con una chica en una pista de baile a orillas del mar. Un Santo Grial que no hallé. 30 años de violar, torturar, asesinar, de crear caos y confusión en el mundo, de infundir terror en la sociedad, de causar hambruna e iniciar guerras, sin que nada de aquel esfuerzo modificara mi condición de invisible.
Regresé a casa. No sabía qué más hacer. Estaba cansado, hastiado. Lo enc0ntré todo igual. Las mismas calles de asfalto cuarteado, las mismas aceras rotas, las mismas casas apretujadas unas contra otras. El mismo silencio interrumpido por el canto de las chicharras bajo el mismo sol calcinante de las tres de la tarde. Algunos árboles ya no estaban, otros habían tomado su lugar. La casa era la misma, pero más vieja. La pintura de las paredes descascarada como la piel escamosa de un anciano. Subí al jardín delantero. Avancé sobre la grama crecida. Subí sobre el techo del depósito de basura, la platabanda del tendedero de la planta baja, el techito del cuarto en donde dormía la yaya y, por último, la terraza del segundo piso. Allí estaba mamá, tendiendo la ropa. Se había encogido. Sobre la espalda encorvada el peso de los años, la tristeza. En la boca el cigarrillo húmedo de siempre. La batola salpicada de machas de grasa y comida. Detrás de las gafas sus pequeños y oscuros ojos. Entró en la casa. La seguí. Pasamos frente a mi cuarto, el pequeño cuchitril en el que me asaba en verano, el hueco en el que me escondía. En la biblioteca, sobre la cama, seguían los tomos de Las Aventuras de Tintín, Los tres investigadores, algunos números de Mortadelo y Filemón, Las aventuras del capitán Hatteras, El faro del fin del mundo de Verne, Emilio Salgari. Entramos en la cocina. Mamá se dirigió hacia el fregadero y se puso a lavar unos platos. A su lado brillaba el vaso lleno de cerveza. La dejé allí, en su santuario. Seguí hasta la sala. Papá estaba sentado en el sillón frente a la televisión. A su lado, sobre una mesita de falsa madera, la cajetilla de cigarros, el cenicero humeante y una copa redonda con dos dedos de coñac. Tenía la coronilla cubierta aún por abundante cabello, ahora gris. En la pantalla del televisor la retrasmisión de un partido del Barça. Se había quedado dormido, la cabeza encallada contra el respaldo del sillón, un hilillo de saliva cobriza colgaba de la comisura de los labios. Cogí el mando y apagué la televisión. Papá despertó con un brinco. Dejé caer el mando que rebotó contra el piso de granito y fue a dar a sus pies. Papá se agachó, lo recogió y lo volvió a poner sobre el respaldo del sillón. Se puso en pie con dificultad y con pasos cortos y torpes se dirigió al comedor. Se sentó frente al tablero de ajedrez que seguía colocado en el mismo lugar de siempre, sobre la mesa. La mesa de vidrio que ya estaba allí cuando yo llegué a este mundo. ¿Cómo había podido durar tanto en una casa con cinco niños corriendo, brincando, desgañitándose en juegos y luchas interminables? Seguía incólume, brillante con sus reflejos azules o verdes según como se miraba. Nuestras cabezas sí que se chichonearon repetidamente contra sus esquinas redondeadas, sobre todo la de Perpetuo, ¡ah mi primo Perpetuo!, rota y ensangrentada más de una vez. Pasé los dedos sobre su superficie. El calor de mi piel iba dejando una marca de condensación que desaparecía con rapidez, única señal de mi presencia, de mi existencia y que papá no advirtió concentrado en el intrincado tejido abstracto de las piezas de ajedrez sobre el tablero.
Mamá llamó a comer. A papá lo esperaba un plato de sopa de fideos humeante, una lata de Polar y una jarra de vidrio recién sacada del congelador en la mesa redonda de la cocina en la que comimos desde que tuve uso de razón. Sobre ella el mantel de siempre, blanco y salpicado de flores azules y de restos de comida. Me senté en mi lugar. Mamá, frente a las hornillas, metía el cucharón en la olla y llenaba con su contenido un plato hondo. Cuando puso el plato frente a mí, lloraba. Y me miraba. Lo mejor que me había pasado en treinta años: alguien me miraba. Y no cualquier alguien. Era mamá quien me miraba. En sus ojos brilló la ternura, relampagueó la furia y titiló el horror. Pero me miraba. Por un instante dejé de ser invisible, por un instante fui una presencia tangible en el mundo. Volví a existir. Volví a ser escuchado. Mami, dije. Mamá se inclinó sobre mí y me dio un tierno y doloroso beso en la frente. Luego, mientras sus labios se alejaban, como si se tratase del mismo mecanismo impulsado por fuerzas contradictorias, hundió un cuchillo en mi garganta y yo volví a diluirme en la nada, esta vez para siempre.