EL INSOMNIO Y LAS PESADILLAS

                   

     La noche en que cumplo siete días sin dormir mis pesadillas, hartas ya de que no las visite, se materializan y empantunfladas y a sus anchas inician su deambular por el apartamento. En la sala conversan sobre mí. Debe ser muy divertido puesto que no dejan de reírse. Aún sigo en la cama. No me doy por vencido y con empeño que raya en lo neurótico y del que no me valgo o hace mutis por el foro en otros aspectos de mi vida, los de más provecho, como por ejemplo adelgazar, sigo intentando  dormir. Mi dulcísima Rosa Inés ronca y se babea a mi lado mientras yo hundo el cuerpo en el colchón, hundo la cabeza en la almohada, aprieto los ojos, cambio de posición constantemente. Comienzo boca arriba, luego me apoyo sobre el costado izquierdo, de allí paso directamente al costado derecho, hace años que pasaron los buenos tiempos en los que podía dormir boca abajo, y termino de nuevo boca arriba con la esperanza de que el colchón me trague y pueda hundirme al fin en la dulce penumbra del sueño.

     Pero ahora escucho. Mis pesadillas me han despabilado del todo. Las distingo a todas. Allí está el avión que se precipita a tierra conmigo en su interior y su hermana gemela el avión que se precipita a tierra conmigo justo debajo con sus voces gruesas, potentes y que tienden a la histeria. Ambas congenian de maravilla con la llegada al aeropuerto sin pasaporte y su prima llegada al aeropuerto sin boleto. Estas dos últimas siempre andan con los nervios de punta y no se están quietas en ningún momento. Escucho la voz exaltada del fuego que me persigue por toda la casa y me acorrala en la puerta de salida que justamente en ese crucial momento tiene la llave pasada. Percibo también la voz engolada, joven y soberbia del hackeo de mi móvil, una pesadilla de nueva data que solo he padecido una vez y que, sin embargo, se mueve por el apartamento como Pedro por su casa y en la que un virus, simbolizado por una pequeña araña, se va comiendo la url de una página web, arañita que se va duplicando cada vez que intento neutralizarla con un anti virus, personificado por un bote de basura, hasta que la pantalla de mi móvil queda cubierta por centenares de arañitas hambrientas de datos. Luego veo claramente cómo el virus o el hacker va robando todos mis archivos y los va metiendo en una carpeta con su nombre. Finalmente la pantalla queda en negro y se activa un video de contornos oscuros en la que la voz del hacker explica por qué me ha robado y pide un rescate por la información de toda una vida almacenada en el teléfono. También escucho la voz amodorrada, agotada de correr torpemente y de apenas avanzar cuando escapo de algún peligro inminente. Sin embargo, la voz cantante, la que habla a gritos y enmudece al resto es la violenta, salvaje y desbordada pelea con mamá. Nos gritamos a la cara con una ira insostenible, casi al borde de la violencia física. El rostro de mamá se desencaja, se estira a punto del desgarro, la boca abierta de forma desesperada. Yo no puedo verme, pero una rabia roja me explota en la cara, el cuerpo me tiembla de odio.

     Harto ya del inútil esfuerzo por quedarme dormido, harto (y sobre todo ofendido por no haber sido invitado) de la festiva reunión que se realiza en la sala, me siento en el borde de la cama, miro por la ventana el rectángulo de noche que me es dado ver cada noche y le pregunto a los dioses: ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho específicamente para merecer esto? No he matado a nadie que yo sepa. Al menos yo no me he enterado. Y si lo he hecho ha sido inconscientemente y sin proponérmelo. Pero no, estoy seguro que no he matado a nadie. De lo único que puede acusárseme es de haberle deseado la muerte a alguien. Es verdad que he robado, pero en mi defensa he de decir que solo he robado libros. Y eso no cuenta. He mentido a granel, pero dejé de hacerlo en cuanto leí el cuento de Etgar Keret Mentiralandia. Así que me he rehabilitado. Es cierto que veo mucho porno, pero ¿quién no? Soy bastante gruñón, pero ese es un aspecto de mi personalidad más bien simpático. ¿A quién no le cae bien un gordo refunfuñón? ¿O es que me van a negar que a todos ustedes, aunque sea secretamente, les encanta Ignatius J. Really? Esto me lleva a otro, digamos, desliz de mi carácter que no es otro que mi desmedida pasión por la comida, el gozo celestial que me produce comer, desliz del que me declararé culpable sin reservas. ¿Pero merece este placer genuino e inofensivo tamaña condena? Yo pienso que no. También es cierto que en contadas ocasiones, muy pocas en realidad, he creído ser el mejor escritor que ha parido Venezuela, un escritor de la talla de Argenis Rodríguez, superior incluso a Francisco Massiani. Salvo la evidente exageración en lo referente a dos monstruos como Rodríguez y Massiani, no ando muy desencaminado. No se puede castigar a nadie por decir la verdad. Y en cuanto a remarcar la evidente injusticia subyacente en el hecho de que todos esos escritorzuelos de poca monta han publicado, son leídos, agasajados y aplaudidos y yo no, ¿se me va a acusar también por ello? Tampoco voy a negar que me gusta el dinero, que soy proclive a acumularlo y a gastarlo, que cuando no lo tengo me hundo en la más miserable de las angustias y que cuando lo tengo no puedo evitar que se me escurra de las manos, pero que casi nunca lo tengo porque echado en la cama todo el santo día mirando la pulcra blancura del techo, pensando en mi inexistente carrera de escritor, en los libros que no publico, en los premios que no me otorgan, en los agasajos que no recibo, no se gana dinero.

     Sin embargo he de confesar que con el tiempo, con el transcurrir de las noches de insomnio, me voy acostumbrando a la presencia de mis pesadillas. Su compañía hace más llevadera las soledades nocturnas, el silencio denso y la quietud muerta del insomne. Suelo sentarme junto a ellas en la sala para escuchar sus interminables conversaciones. Conversaciones que casi siempre versan sobre mí y en la que no hacen más que machacarme. Pero a estas alturas me parece hasta divertido y me doy el lujo de echarme unas risas con sus chistes a mi costa. Las largas noches se hacen menos inclementes escuchando la versión en clave de sátira de mis terribles experiencias a las que me someten mis pesadillas. Yo no intervengo. Ni siquiera estoy seguro de que se percaten de mi presencia. Soy como un espía en mi propia mente.

     Pero una noche caigo en un remedo de sueño, una inconsciencia lodosa que dura apenas un suspiro. Cuando vuelvo en mí Rosa Inés no está. La consigo en la cocina rodeada por mis pesadillas. Ya no me hace tanta gracia que anden por ahí como si tal cosa. Mi despampanante Rosa Inés apenas lleva puestas unas braguitas de las que sobresalen las rotundas y doradas curvas de sus nalgas y una franela blanca que deja al descubierto la lúbrica elevación de su vientre y en la que se marcan como clavos ardientes unos pezones que apuntan hacia el futuro. Hay algo equívoco en la situación. Da la impresión de que acaban de meterle mano o que están a punto de meterle mano. Los ojos brillantes y los labios entre abiertos y húmedos de mi deseada Rosa Inés me producen un cosquilleo que explota como un latigazo entre las piernas y hace que me pregunte si no será este el buen camino para recuperar el paraíso perdido del sueño.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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