El muerto

     La luna llena se plantó frente a la ventana y la bruma de su luz espectral cubrió la habitación. El muerto supo entonces que esa noche y las siguientes no podría conciliar el sueño. Se levantó despacio y con cuidado, sopesando cada paso para no caerse y desbaratarse contra el suelo, se dirigió a la cocina. En el trayecto dejó un reguero de piel podrida y dientes cariados y amarillentos debido al tabaco. No era extraño que también se quedaran por el camino algunos dedos, sobre todo de los pies, con sus uñas enroscadas y mohosas. Los huesos de las rodillas crujían con cada paso que daba. 

     Esos viajes a la cocina podían durar unos cuantos segundos, lo que tarda uno en moverse en un apartamento de setenta metros cuadrados, o varios días. Es bien sabido que el tiempo de los muertos es irregular y caprichoso. Pero eso al muerto lo traía sin cuidado. Lo que de verdad lo angustiaba era el hambre eterna que procuraba apaciguar con las sobras que encontraba en la nevera y la perentoria necesidad de torcerle el pescuezo al insomnio que se le montaba sobre los hombros cada vez que la luna llena aparecía en la ventana. Cuando el viaje se dilataba no era extraño que se consiguiera a su esposa en la cocina, preparando el almuerzo. Entonces, se olvidaba de hurgar en la nevera y se quedaba con cara de bobo viendo sus ires y venires en el minúsculo cuadrado de la cocina, su torpeza al cortar la cebolla, sus lágrimas involuntarias, su costumbre de ir dejando sobre la encimera un reguero de platos, frascos de especias, cucharas, tijeras, manoplas, cuchillos, servilletas, incapaz de regresar a su sitio aquello que agarraba. En esos momentos, sintiendo cómo se derramaba su ternura por la rajadura de las carnes, habría querido volver a abrazarla.

     Pero la de esa noche fue una visita a la cocina de las que se desarrollaban dentro de los lapsos habituales del tiempo. Así que cuando hubo saciado su hambre no supo qué hacer con el resto de su muerte. Pensó que el insomnio era como estar muerto en vida. Inmediatamente se corrigió: En su caso era como estar vivo en la muerte. Su ingenio le causó gracia. La sonrisa desgarró las comisuras de sus labios. De todos modos fue una sonrisa triste. 

     Se sentó en su silla de siempre. Comprobó que ya no estaba allí la almohadilla que solía recibir sus nalgas rotundas durante las largas sesiones de lectura o viendo una y otra vez, mientras comía, sus series favoritas en la pequeña Chromebook que tenía sobre la mesa del comedor. Tampoco estaban sus libros. Trató de recordar la última vez que los vio regados sobre la mesa del comedor. Pero solo consiguió que una punzada de dolor, como 232 alfileres al rojo vivo, le atravesara la cabeza. Decidió no recordar. Se dedico a mirar la sala en penumbras. Vio el tenderete plegable que su esposa ponía siempre junto a la ventana. No vio sus ropas. ¿Dónde, se preguntó, pone las ropas de los muertos? No supo la respuesta. Tampoco importaba. Él ya no las necesitaba.

     No supo qué más hacer. Miró a través de la ventana la oscuridad exterior. Sintió en los huesos el viento que se arrastraba por las calles solitarias como si bailara en su propio cuerpo. Oyó su aullido lastimero. Finalmente se puso en pie y se dirigió al cuarto de los niños. Abrió la puerta muy despacio para evitar, en lo posible, el chillido de chicharra afónica que dejaban escapar los goznes oxidados. Entró. Sus hijos dormían envueltos en gruesas mantas. Eran grandes y rotundos. El mundo se abría frente a ellos, amplio, fulgurante, cruel. Se dio cuenta que en la muerte podía uno entristecer. Lloró, pero no con lágrimas. De los lagrimales le salieron unos chorritos de agua estancada mezclada con sangre muy negra con olor a guiso. Salió del cuarto. Se dirigió a la ventana de la sala. La abrió y se asomó a la noche. Miró el paisaje horroroso que lo rodeaba y se pregunto si no habría sido esto lo que lo mató. Luego miró cinco pisos más abajo, hacia la acera cuadriculada cubiertas por las hojas amarillas del otoño y volvió a preguntarse si sería posible morir dos veces.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!