🛏️ Hay un monstruo viviendo debajo de mi cama

  

Había algo viviendo debajo de mi cama. Ese algo (¿un monstruo tal vez?) hacía unos ruidos horribles, como si se fuese a sacar los huesos por los nariz, pero unos huesos húmedos y pegajosos, hechos de puré grumoso. También carraspeaba como una locomotora que se desgajaba, produciendo un crujido húmedo que estallaba sobre el granito. Los ruidos, ese sufrido estertor, ese deslave nasal, me despertaban cada noche a las dos de la madrugada. No duraban mucho, pero cuando finalizaban ya estaba irremediablemente desvelado.

     Así que decidí averiguar quién o qué interrumpía mi sueño. Bajé de la cama. Por suerte en mis años mozos aprendí a descender paredes verticales ayudado solo de una cuerda, lo que en la jerga del montañismo llaman rapel.

     Como no disponía de arnés pasé la cuerda entre las piernas, luego la crucé sobre el pecho de derecha a izquierda, me la pasé sobre el hombro izquierdo, la crucé en sentido contrario por la espalda y la sostuve con mi mano derecha para que hiciera la función de freno.

     Descendía despacio. Apoyaba los pies sobre el borde del colchón. Era un descenso sencillo. Hasta que llegué al armazón de la cama. De allí en adelante colgaba en el aire, sostenido solo por la cuerda que se apretaba dolorosamente contra mi carne. En ese punto el espacio se curvaba y el descenso me llevó directamente debajo de la cama. Allí adentro la oscuridad era absoluta. No tenía puntos de referencia. El descenso se hizo interminable. Por suerte la cuerda era larga. Pero no lo suficiente. Sin darme cuenta llegué al extremo. La cuerda lanzó un latigazo hacia arriba y con un bufido burlón desapareció en la oscuridad.

     Sin puntos de referencia no podía decirse que cayera. Estaba en el medio de la nada más inalterable. En esa negrura embadurnada pensé en lo aburrida que sería la muerte. No me extrañó, entonces, que mis pies se posaran con suavidad sobre una superficie desconocida que se ocultaba tras el oscuro silencio.

     Entonces volví a escuchar el ronquido agónico y el chasquido flatulento que se abrían paso con unos débiles fogonazos de luz verde y pringosa. Bajo esa tenue y malsana luz pude ver una puerta hecha con pequeñas arañas traslúcidas que se abría. Tras la puerta un cuartucho con crines rojas colgando de las ventanas me hacía muecas. De allí provenía el pestilente ruido.

     No puede decirse que traspasara aquella puerta. Fue más bien como el corte de un plano, una elipsis violenta la que me colocó en el interior, frente a un camastro de madera con un colchón delgado, mohoso y raído. Pude ver recostadas sobre el colchón en una posición que solo puedo describir como arrebatadamente seductora un par de tetas flotando en formaldehido. El frasco que las contenía no era muy grande y las tetas se rozaban lascivamente. Podría decirse que me miraban de reojo con pícara condescendencia mientras sus delicados pezones se acariciaban con suavidad . Las aureolas, de un rosa desvalido, me llamaban. La piel blanca y tersa que se curvaba y se extendía desde los pezones se ruborizaba en una sonrisa que era como una bofetada entre mis piernas. Me acerqué temblando a estos impúdicos ángeles de carne y al pie del camastro me arrodillé ante ellos. Extendí mis brazos para acariciar el brillo del cristal, pero las tetas soltaron una carcajada y se apartaron. Mis brazos quedaron extendidos y los dedos bailotearon en el aire. La posición era ridícula así que dije para disimular: ¿Y el pestilente ruido? Las hermosas tetas no contestaron. En cambio rodaron a lo largo del camastro y se dejaron caer al suelo. El contacto del vidrio con el granito reluciente sonó como campanas tañendo al atardecer.

     Rodando se alejaron del camastro hacia el fondo del cuarto y yo, tras ellas, me arrastré como un miserable gusano. Pensé en un amor eterno. Pensé en que en toda mi vida no había visto unas tetas más bellas y más putas. Y finalmente pensé que yo podía ser el muñeco acicalado y bien peinado, con una raya exacta en la mitad del cogote, que acompañara a aquellas tetas el resto de sus días.

     Las tetas cavernosas y displicentes me esperaban al borde de una trampilla. La abrieron. En su interior un tobogán de metal, como los de la infancia, descendía hacia la luz. Supe de inmediato que se trataba de una emboscada de la nostalgia. Las tetas se hacían las desentendidas. Yo las amaba tanto. Pero no iba a permitir que me arrastraran hacia la trampa. No iba a deslizarme por aquel tobogán hacia la infancia, hacia la muerte. Por el contrario, envolví con mis brazos el frío y brillante frasco. Las tetas se deshicieron del abrazo y con una risa ronca que hizo temblar los pezones, se alejaron de mí.

     Me sumergí en un profundo sueño y soñé que me deslizaba por el tobogán y que la luz me envolvía. Pero pronto me di cuenta de que no soñaba y que me encontraba en un parque con una enorme fuente de líneas irregulares que habían rellenado de tierra sobre la que habían sembrado grama. Mis tetas juguetonas se balanceaban con afán salvaje en un columpio. Me vi en un pequeño charco de agua marrón y descubrí que volvía a ser un niño. Las tetas se balanceaban con tal violencia que ya tocaban las hojas más bajas de los árboles. En un último balanceo desquiciado salieron volando por los aires y se estrellaron contra los hierros oxidados de un sube y baja. El frasco estalló en mil y un reflejos, el  formaldehido se derramó y las tetas rebotaron como gelatina sobre la grama. De inmediato una jauría de perros salvajes se abalanzaron sobre ellas y las devoraron. Lloré amargamente mientras corría fuera del parque en el que los niños seguían jugando con felicidad inocente.

     Caminé por calles llenas de árboles. Las aceras estaban rotas. Pequeños yerbajos temblaban entre las grietas. En el cielo el sol jugaba a estoy, no estoy, cubriéndose entre las nubes. Ya no lloraba. Por el contrario, cierta felicidad asomaba tímidamente en mis ojos. Estas calles con sus casas apretujadas y solemnemente silenciosas me resultaban familiares. Vi una calle que ascendía desde una esquina y me dije: yo he estado aquí. Subí por ella acompañado del lejano y sordo rumor  de motores en ignición. Escuché el canto de los turpiales y supe que había retornado. Llegué a la redoma. La pared de tierra, la de las épicas escaladas, había desaparecido. En su lugar un muro de cemento dejaba ver su adusta cara sin fisuras. Un poco más allá, en el lugar de siempre, estaba la casa. Relucía y olía a nuevo. Estacionado en frente estaba el Chevrolet 1958 color blanco y yema de huevo del abuelo. Desde el ventanal del segundo piso mamá y papá me saludaban con la mano. Cuando quise entrar hicieron señas de que no y luego de que continuara mi camino. Pero yo me negué. Parado en el medio de la calle esperé. El tiempo pasaba. Un aguacero descomunal se arrancó de la nada. Grandes goterones cerraban filas en el aire y golpeaban el asfalto como pedruscos de metal lanzados desde las nubes. Luego vino el sol y se quedó quieto sobre mí. Llegó la calina de las tres de la tarde y cubrió el mundo con un reverbero caliente. El viento arrastraba de aquí para allá las hojas secas. Las noches se tornaron frías y la soledad me arropó con una frazada y me dio unas palmaditas en la espalda. Llegó el día en que, agotado y desesperado, desobedecí a mis padres. Entré en la casa. Subí corriendo las escaleras, cruce la sala. En la cocina me golpeó el olor espeso de la carne guisada. Entré en mi pequeño cuarto. Allí estaba mi cama. A sus pies la estantería con su torre de libros. A un lado el escritorio de madera. Una Olympia con una hoja en blanco en el rodillo ronroneaba solitaria. En frente el ropero con su espejo en el que me vi envejecido. De pronto estaba muy cansado, con el enorme peso de siglos de viaje sobre mis hombros. Me eché en la cama y me dormí de inmediato. Me hundí en un sueño negro como la noche. Desaparecí. A las dos de la madrugada unos ruidos horribles, como si un monstruo se fuese a sacar los huesos por los nariz,  me despertaron.

     Y ya no pude volver a dormir.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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