Fue una estupidez colocar la silla pegada contra la pared. Fue aún más estúpido subirse sobre el asiento de la silla. Pero el colmo de la estupidez, algo así como la estupidez elevada a la enésima potencia, fue enzarzarse con la cortina trabada en la hoja abierta teniendo mas de medio cuerpo por encima del borde de la ventana. Así que mientras caía enredado en la tela gruesa y áspera de la cortina, pensó si ese cúmulo de tonterías que había encadenado con precisión quirúrgica no habrían sido, más bien, un acto inconsciente de suicidio. Desechó la idea de inmediato (es asombrosa la velocidad con la que trabaja la mente en casos de caída libre como este) puesto que mientras sus ciento veinte kilos se precipitaban en el vació atraído por la dura realidad del suelo, su cuerpo no dejaba de buscar la posición más favorable para que el impacto produjera el menor daño posible. Se vive de ilusiones, no lo duden. También pensó: Yo quiero vivir. Es cierto que el encierro le había convertido en una persona distinta. Una versión distorsionada de si mismo. Una caricatura de trazos gruesos. Es decir que empezó a comportarse con una irascibilidad exagerada y sus derroteros anímicos se habían convertido en una montaña rusa emocional. Pero distaba mucho de querer matarse.
Mientras el suelo se acercaba a gran velocidad se percató que la primavera había llegado y que los árboles se habían vestido de hojas trémulas y verdes cuya presencia dificultaban la visión del final de su breve y rápido viaje. Le entristeció brevemente la idea de perderse el mes más cruel. Su preferido.
Una paloma llegó rauda. En el último segundo, con la habitual habilidad y reflejos de estos animalitos grises que pueblan la zona, evitó chocar contra él y siguió su vuelo a quién sabe donde. En todo caso a donde ella quisiera. Eso le hizo pensar que él también era libre. Que en el brevísimo lapso de tiempo que su cuerpo tardaría en encontrarse con la tierra había conseguido su libertad. Se había escapado de ese encierro impuesto por una fuerza que no había visto nunca pero que allí estaba, omnipresente y omnisciente, controlando cada circunstancia de su vida.
Un segundo antes de que cayera por debajo del muro de su casa pudo ver a la anciana de pelo blanco y bata de paño azul perder el apoyo de su escoba y caer sobre la tierra húmeda y salpicada de hierbajos mustios de su jardín. También vio al tropel de ratas que hacían vida apacible en sus rincones oscuros lanzarse sobre ella para devorarla. No quería irse con esta última visión en sus ojos. Después de todo aquella anciana había sido una compañía durante el confinamiento. Una compañía lejana y silenciosa, es cierto, pero no por ello menos entrañable. La iba a echar de menos. Habría querido gritarle. Habría querido ser capaz de cambiar el rumbo de su caída (lo que equivaldría a volar) y dirigirse al rescate de su querida y desconocida vieja.
A la que no iba a echar ni un poco de menos era a la vieja borracha del 526 y a su perro sarnoso. Era difícil decir cuál de los dos olía peor. Eran inseparables hasta en el hedor que despedían. Y mira por donde por ahí venían. Y justo vienen a pararse debajo de su trayectoria. Es que no puede morir uno tranquilo.
A pesar de que el viento que producía su voluminoso cuerpo al desplazarse por el aire lo incordiaba sobremanera metiéndose en sus ojos, se puso a pensar en un programa que había visto en la tele. Se trataba de un noticiero en el que entrevistaban a una mujer que vivía de la beneficencia en Dinamarca o uno de esos países nórdicos en el que parece que se ha instalado el paraíso social. La mujer era tan pobre que el estado se encargaba de mantenerla. Sin embargo, vivía en una casa que ya habría querido tener para él y, como si eso fuera poca cosa, era propietaria de un coche que usaba diariamente. Él ya no recordaba la última vez que había montado en algo que no fuera un vagón de tren o un autobús público y mucho menos recordaba alguna etapa de su vida en la que hubiera sido dueño de un coche.
Luego (resulta divertida esta palabra referida a un hombre que cae desde un piso diez a una velocidad que ronda los cien kilómetros por hora y que inevitablemente se estrellará contra las duras e irregulares baldosas de la calzada) pensó en su esposa. En su pobre esposa, en la soledad que le aguardaba, en su encierro metafísico impuesto por un dios minúsculo, infinitesimal, una arrasadora, desproporcionada máquina asesina. Sintió una débil puntada de ternura. Después de todo habían sido cincuenta años de convivencia. Una convivencia no siempre feliz, es cierto. Pero, ¿cuál lo es? Ah, la utopía de la felicidad, la más peligrosa de todas. Asomada a la ventana le decía adiós con la mano. Le pareció notar por un breve instante que su rostro reflejaba alivio y se distendía como si le quitaran un peso de encima.
De pronto recordó la redoma que chocaba contra el cerro, en un extremo el desagüe de una calle, la última calle de la ciudad que se estiraba sobre el cielo. El asfalto brillaba barnizado por el agua de lluvia. Sin embargo, allí estaba el sol, un sol declinante, en cuclillas, que se agachaba hacia la noche. Y él allí hace millones de años acosado por una soledad áspera y la inquietante sensación de que no había salida. Fue en aquella redoma en donde se le perdió la infancia. Ahora que caía hacia el abismo como un pesado fardo de masa inerte también caía en la cuenta de que fue allí, en aquellos tiempos emborronados por la memoria cuando comenzó a morir y que este salto accidental no era más que el último acto de un recorrido tortuoso, plagados de sinsabores, de pocas satisfacciones y fuentes vivificantes en donde repostar, que algunos llaman vida.
Y entonces le pasó lo que siempre le pasaba. El suelo extendió sus brazos y lo recibió con amorosa dulzura. Y él cayó parado. Todavía aturdido se sentó sobre sus cuartos traseros y se lamió las patas. Luego alzó la cabeza, olisqueó el aire y lanzó un lastimero maullido hacia la ventana antes de dirigirse hacia la puerta del edificio con su andar lánguido y desinteresado. Por suerte llevaba las llaves de la puerta en el bolsillo de los pantalones.