LA ENFERMEDAD, POR SUPUESTO
No paro de estornudar. Los mocos son un líquido ambarino que se desprende libremente de mi nariz y moja mis labios. Debo andar todo el santo día con un pañuelo en la mano. La nariz es el centro mismo de la picazón, el núcleo en donde se gesta el martirio de la comezón, el origen de todos los picores. Con gusto me la arrancaría de un zarpazo y se la lanzaría a las hienas. Los ojos enrojecidos y picantes son un llanto y un fuego que no cesan. Siento que van a saltar de sus órbitas en cualquier momento, sino yo mismo los estrujaría hasta hacerlos reventar. El paladar es un picor constante que trato de mitigar inútilmente rascando la lengua contra él. Dormir es el único alivio con el que cuento, un respiro de este infierno sinusítico. Pero llegar al sueño es una vía crucis plagado de obstáculos, una lucha constante contra las fuerzas patógenas y psicológicas que arremeten sin piedad contra mis defensas. Por si fuera poco me palpitan las sienes y una prensa estruja la parte superior de las cuencas de mis ojos, como si me introdujeran dos cuchillos candentes y los hundieran hasta la frente. En la piel de brazos y piernas han surgido archipiélagos de manchas rojas y escamas que amenazan con convertirse en grandes islas pustulosas. Los gases truenan en mi estómago, se levantan vientos embravecidos que revuelven los jugos gástricos, los elevan en grandes olas que se estrellan contra las paredes del estómago. El dolor se traslada a la nuca. El dolor es como una serpiente que se enrosca con lenta satisfacción en mi cabeza. Cuando me levanto por la mañana, después de un sueño intranquilo o cuando llevo mucho tiempo sentado, mis rodillas se transforman en dos bloques de granito que debo ir cincelando con paciencia y dolor hasta que recuperan cierta movilidad. La vejez me ha alcanzado en muy mal momento. Por ejemplo me ha alcanzado de lleno en la cabeza. Allí ha insertado una pequeña manguera de drenaje. Por esa manguera comienza a deslizarse la memoria y a gotear por el otro extremo, conectado con el fondo de los tiempos. Y ahora, cuando me regocijo con la larga lista de mis males, cuando más feliz soy chapoteando en mi decadencia física y mental, aparece la aguafiestas de Rosa Inés e interrumpe la gozosa enumeración de mis enfermedades.
–Tú de lo único que sufres es de hipocondría. Como tu madre. De eso y de tu obsesiva inclinación al dramatismo –dice como de pasada. Y de paso va, puesto que ni siquiera se detiene, a echarme una miradita mientras me suelta a bocajarro la frase que me hunde en la depresión. Sigue de largo. Pero no demasiado porque el piso es más bien pequeño como ya he dicho antes. Y mientras mi amada y cruel Rosa Inés se acoda en la ventana para echar una mirada al mundo detenido que hay allí afuera me doy cuenta que me he dejado fuera de la lista la depresión, enfermedad de enfermedades. No hay nada peor que sufrir un ataque depresivo en un espacio tan pequeño. No tienes para dónde coger. Suponiendo que hubiese un lugar hacia donde ir, algún lugar al que no te pudiera seguir la depresión, alguna forma de darle esquinazo. Eso no es posible. Todo el mundo lo sabe. Y si a la sensación de que el cuerpo empieza a quedarte pequeño, que se va achicando y apretando y sofocando el alma le sumas un espacio físico diminuto, estrecho, el plato está servido y la desesperación y la locura se sientan a la mesa. Entonces más vale tener las ventanas cerradas y aseguradas.
–Coño Jordi, deja el drama. Tú lo que tienes es hambre –dice la metiche de Rosa Inés repantigada en el sofá.
–Mi nunca suficientemente idolatrada rosa de mi corazón, no interrumpas mis cavilaciones existenciales. Tu no tienes ni idea de lo que palpita bajo esta piel martirizada. Además, me estás echando a perder el cuento con tus intervenciones socarronas –digo un poco ofendido debido a la poca seriedad que muestra Rosa Inés por las tribulaciones de mi alma.
–No, pero si te lo digo muy en serio. Ve a la cocina y prepárate unos espaguetis. Eso es todo lo que quieres. No te engañes. Llena la boca de pasta y coca cola y libera tu alma. A ver si así dejas de compadecerte de ti mismo y de arrastrarte miserablemente por el apartamento como alma en pena. Y de paso, luego de atragantarte, ponte con Roberto Juan que le han mandado deberes.
Definitivamente no hay forma de sufrir en esta casa. Solo por estar seguro me acerco a la ventana y compruebo que está bien cerrada y luego voy a la cocina y lleno de agua la olla para la pasta.
–Rosa Inés, ¿quedan macarrones?