En aquella época yo caminaba cabizbajo por las calles de Barcelona. Me flagelaba y me repetía una y otra vez lo idiota que había sido, que no había mejor lugar en donde vivir que el hogar y que el hogar, aún cuando estuviese derruido e invadido de alimañas y zarzas, sin lugar a dudas era el mejor lugar para morir. ¿A santo de que venir a podrirse en estas tierras frías y yermas? Maldita la hora en la que había decidido cruzar el charco. Y frotando y golpeando mis hombros porque el frío no era solo metafísico y mi raída chaquetica poco hacía para contrarrestarlo, caminaba y me recriminaba y lloraba quedamente y me fustigaba y me compadecía de mí mismo.
Esos vagabundeos victimistas solían terminar indefectiblemente en El Gótico, cuyas calles estrechas e intrincadas, llenas de recovecos misteriosos y esquinas peligrosas, me atraían como la mierda a las moscas. Fue allí en donde tropecé con la manzana de la discordia. Descansaba con lánguida placidez al calor de la rotisserie del restaurante Los Caracoles que formaba una de las dos esquinas de Escudellers y Nou de Sant Francesc.
No se yo qué me cautivó más, si su estática y profunda soledad o sus curvas rotundas y aterciopeladas. Lo cierto es que acercándome a ella con disimulo y muy nervioso, la cogí y la guardé entre mis ropas con la destreza de un carterista. La manzana de la discordia no opuso resistencia y nadie se percató de mi fechoría así que pude alejarme del lugar de los hechos con total impunidad.
Regresé a casa.
Por suerte el gordo Peralta, con quien compartía piso, ensimismado frente a la computadora apenas respondió a mi saludo y ni siquiera desclavó los ojos de la pantalla mientras yo pasaba raudo rumbo a mi cuarto. Coloqué la manzana de la discordia sobre la cama y me quedé largo tiempo observándola embelesado. Con las yemas de los dedos acaricié tiernamente su piel deslumbrante y suave. Le hablé largamente de mis desvelos y de mi soledad. Por alguna razón su presencia sosegada pero atenta me hacía proclive a las confidencias. Le hablé de la casa de mis abuelos en Caracas. Le hablé de mis padres recientemente fallecidos, uno después del otro en una funesta secuencia que me dejó de un día para otro en una orfandad desconsolada. Le conté de Rowina y de cómo me había abandonado, dejándome a mi suerte en Barcelona, endeudado y sin amigos, salvo el gordo Peralta, y de cómo regresó a Venezuela. Seguidamente quise explicarle la sensación de extrañamiento, el hastío, la certeza de que no hay a donde ir, de que no se puede escapar, pero entonces unos gritos que provenían de la sala me distrajeron Dejé a la manzana de la discordia sobre la cama y corrí para ver qué pasaba. Me encontré al gordo Peralta pegando gritos frente a la pantalla de la computadora. Me han insultado. A mí me han insultado estas ratas infectas, gritaba y salpicaba la pantalla con pequeñas gotas de saliva.
El gordo Peralta había creado en Facebook un grupo llamado Venezolanos embarcelonados. Su intención había sido reunir a los venezolanos que se habían visto obligados a salir del país, muchos de ellos con una mano adelante y otra atrás y que, ahora, instalados en una ciudad desconocida, con reglas nuevas, clima nuevo, estaban como pajarito en grama, viendo hacia todos lados sin ver nada y sin entender nada. El gordo Peralta había pretendido construirles un espacio en el cual pudieran reunirse, aunque fuese virtualmente, descargar sus rollos materiales, pero también los existenciales, apoyarse mutuamente, olerse los peos si fuera necesario, un lugar que les permitiera dibujar un mapa de sobrevivencia y que más temprano que tarde les ofreciera oportunidades para establecerse con un mínimo de estabilidad.
Rolitranco de mamagüevos. Se han traído el rancho de allá, vociferaba el gordo Peralta señalando un punto impreciso entre el sofá de la sala y la puerta del balcón. Ese “rolitranco de mamagüevos” no es muy serio, lo sé. Pero así hablaba el gordo Peralta. Había agarrado una rebanada de pan y una lata de cerveza y mientras caminaba por el apartamento le daba un mordisco al pan y bebía un trago de cerveza. No te imaginas lo que es ese grupo, mascullaba. Es una jungla infecta. Peor que un pabellón del retén de Catia. En la cárcel por lo menos tienen códigos, un protocolo de la violencia si quieres. Pero este grupo del coño es un quítate tu pa ponerme yo. Los venezolanos son como una enfermedad autoinmune. Si un hombre de flux y corbata escribe buscando trabajo, entonces es marico. Si una doña coloca una foto con unas arepas que están en venta entonces seguro en Venezuela nunca cocinaba. Esa es mi frase favorita: Seguro en Venezuela no…
El gordo Peralta llevaba diez años dando tumbos en Barcelona. Sobreviviendo dirán algunos. Yo prefiero no emperifollar la cosa y llamarla por su nombre: El gordo Peralta llevaba diez años malviviendo en Barcelona. Pero era más bueno que ese pan que ahora destrozaba en su boca y a pesar de sus problemas, de su coqueteo ininterrumpido con la indigencia sacaba tiempo y fuerzas para ayudar a otros.
La gente mala sobra mi pana. Y a este paso los venezolanos vamos a sobrar en todos lados, dijo soltando un largo suspiro seguido de un eructo salpicado con una mezcla de gotas de cervezas y migas de pan.
Mira gordo, le dije. Tu estás mal. Olvídate de esos pajuos. Ve a mi cuarto y tráete la botella de etiqueta. Tu lo que necesitas es ahogar esa pena en un escoces.
Fue decirlo y arrepentirme porque de la botella solo quedaba la mitad y luego arrepentirme el doble porque recordé que había dejado a la manzana de la discordia sobre la cama y el gordo Peralta la iba a ver nada más entrar al cuarto. Me quedé de piedra. Esto no podía terminar bien. El gordo Peralta se iba a dar cuenta Esperé. No salía. Gordo, llamé. No hubo respuesta. Me temí lo peor. Entonces reaccioné y me lancé como un resorte contra el cuarto. Me conseguí al gordo Peralta a los pies de la cama mirando fijamente la manzana de la discordia. Gordo. Lo llamé y no respondió. No se movió. Su mirada estaba anclada a la manzana de la discordia por una cadena que no por invisible era menos real. Casi podía escucharse el roce metálico de los eslabones que se tensaban.
Me acerqué lentamente pero no hacia el gordo Peralta sino en diagonal. Gordo, es mía, le dije. Improvisé un tono cordial mezclado con alguna nota que pudiera interpretarse como una advertencia. El gordo Peralta reaccionó. Arrancó los ojos de la manzana de la discordia y me miró. Es… hermosa, dijo. Sí, es hermosa pero es mía, dije. El gordo Peralta intentó poner sus ojos de nuevo sobre la manzana de la discordia. No gordo. Mírame a mí, dije. Obedeció. ¿Es tuya?, dijo. Es mía, dije. ¿Puedo?, dijo mientras se inclinaba sobre la cama y alargaba el brazo. No, dije y me lancé sobre él. Le agarré el brazo por la muñeca y lo alejé con brusquedad de la manzana de la discordia. El gordo Peralta se giró hacia mí y lanzó su manaza sobre mi cuello. Sus garras gordas y blandas como chorizos se cerraron sobre él. Así estábamos cuando sonó el timbre.
El timbre sonó y fue como trompetazo. Nos sacudió. El gordo Peralta pareció regresar de muy lejos o de muy adentro de si mismo. Miró hacia la sala al mismo tiempo que aflojaba la presión sobre mi cuello. El timbre seguía retumbando. Entonces apartó su mano de mi cuello y farfullando unas disculpas salió del cuarto. Aproveché para correr hasta la puerta. La cerré y pasé la llave.
Pasé la noche en vela. Acostado junto a la manzana de la discordia meditaba sobre el tiempo. Por ejemplo, ella, que yacía allí, había venido a mí desde el inicio de los tiempos. Se dice pronto pero es un largo camino. Por lo que debió pasar, lo que debió ver. Yo, a su lado, no era más que un hominino peludo y pestilente. Su sapiencia rutilaba sobre la cama e iluminaba mi cara. Supe de inmediato que debería luchar a muerte por conservarla. Y la lucha tendría que comenzar en ese mismo apartamento. Del otro lado de la puerta de mi cuarto estaba ahora mismo el enemigo. El gordo Peralta era el enemigo. La manzana de la discordia me lo gritaba silenciosamente y sabiamente desde el lecho en el que retozábamos.
No esperé a que clareara. Metí mis escasas pertenencias en un bolso: Un par de camisas, unos pantalones, un calzoncillo, tres pares de medias, pasta y cepillo de dientes, desodorante y peine (no por estar en guerra íbamos a descuidar la higiene personal) y mi viejo y manoseado ejemplar de Muerte a crédito de Celine. La manzana de la discordia la puse a buen resguardo en un bolsillo de mi chaqueta.
Me monté al hombro el bolso y con gran sigilo salí del cuarto. La sala estaba a oscuras. Fui hasta la computadora del gordo Peralta. Desenchufé la pantalla, una de esas viejas pantallas de los años noventa cuadrada y pesada. Cargué con ella.
El gordo Peralta dormía con sus carnes desparramadas sobre el sufrido colchón. Roncaba como un obrero alcohólico. La boca abierta dejaba ver la lengua cubierta de sarro blanquecino. De la comisura de los labios se escurría una baba amarillenta que apestaba. Elevé la pantalla de la computadora sobre mí cabeza y luego de reafirmarme a mí mismo que no tenía otra opción, que el gordo Peralta me seguiría allí a donde fuere con tal de hacerse con la manzana de la discordia, la dejé caer con todas mis fuerzas sobre su cabeza. El crujido confirmó que el trabajo estaba hecho. Sin embargo repetí la acción unas cuantas veces más. Hasta que vi su cabeza deshecha, el cráneo hecho astillas y el cerebro espachurrado sobre la almohada.
Las calles del Gótico, solitarias y silenciosas, me recibieron con una corriente de aire frio que me caló hasta los huesos. Metí la mano en mi bolsillo y palpé la manzana de la discordia. Su tacto me dio valor para enfrentar el camino. Me puse en marcha tiritando. En Escudellers con Neu de Sant Francesc un grupo de moros me cerró el paso. Pronto me vi rodeado. Eran tan jóvenes. Sus caras eran pulcras e ingenuas y de ellas rezumaba la crueldad. Me pidieron dinero. Les dije que iba sin blanca y traté de abrirme paso. Salieron a relucir las navajas. La primera penetró por un costado, limpiamente entre dos costillas. Las otras no las vi venir y tampoco las sentí. Caí sobre mi propio charco de sangre. Me arrebataron el bolso. Uno revisó los bolsillos de mi chaqueta y se hizo con la manzana de la discordia. La miró, la frotó contra su chaqueta y le metió un mordisco. Fue lo último que hizo. Una maceta cayo desde la oscuridad de las alturas y le rompió la cabeza. Cayó a mí lado echando sangre por la boca. El resto huyó. La manzana de la discordia rodó sobre las piedras del suelo hasta perderse de vista. Y yo recordé entonces aquella vida que había dejado mucho antes que esta. Recordé las golondrinas que surcaban el aire cálido frente a las ventanas de la casa, los hierbajos que surgían de las grietas del asfalto con la tenacidad de lo pequeño, el reverbero caliente de las tres de la tarde, la silueta de la montaña recortada sobre el cielo plomizo del anochecer, los chillidos histéricos de las guacharacas despertándome un domingo a las siete de la mañana, el vahído del primer amor, el vértigo del primer deseo, las papas fritas de la abuela burbujeando en la cazuela ennegrecida por el uso, el ajedrez de papá, los guisos espesos de mamá, el periódico del abuelo, las cervezas vestidas de novia, una carrera hacia la playa entre palmeras, el canto melancólico de la armónica del amolador que caminaba por la calle solitaria, los amigos que dejé y que tal vez ahora se pudran en una tierra calcinada. Y en el último segundo me pregunté si todo no habría sido más que un sueño y si volvería a soñar cuando todo terminara. Pero cuando al fin mis párpados se cerraron por el peso del cansancio, no soñé nada.