LA POSIBILIDAD DE UN CUENTO

      Hui despavorido, me alejé como un relámpago, un pie después del otro a toda velocidad. Lo primero que noté fue que no me cansaba, ¡y no sudaba! Entonces, mientras corría, recordé lo que me dijo aquel tipo: Usted está muerto y está en el mundo de los muertos, no le de más vueltas y quite esa cara que no es para tanto. Es como si hubiera cruzado el espejo porque este mundo es eso, el reflejo del otro, el de los vivos y viceversa. Ya verá que tiene sus ventajas. ¿Qué cómo sucedió? No tengo la menor idea y si me apura tampoco tiene la menor importancia, sucedió y ya, y no hay vuelta atrás, se lo aseguro, no hay devolución como quien dice. La muerte es una visita indeseada, ¿verdad?, una visita a la que nunca se nos ocurriría invitar a nuestra casa y que, sin embargo, cuando llega ya no se va más, se queda a vivir con nosotros jijiji, a vivir, no está mal el chiste ¿ah?, ¿qué le parece?, ¡hey!, ¿ya se va?, ¡cuánto apuro por dios! Espere, tenga nuestra tarjeta. No dude en llamarnos si necesita cualquier cosa. Al principio no es fácil, pero ya verá que pronto se acostumbra a su nuevo estado. Se dará cuenta que no es muy distinto a estar vivo. Adiós, adiós, que lo disfrute y venga a vernos cuando quiera. Pero bueno, cómo corre este tipo.

     Me metía yo en unos problemas, la verdad, en unos embrollos la mar de extraños. Cómo iba yo a decirle a mi mujer que estaba muerto, que había perdido la vida como quien pierde el pañuelo. Me la imaginaba muy bien zarandeándome. ¿Muerto Jordi? ¿Es que eres idiota o qué? ¿Qué le vas a decir a los niños, que su papá es un cadáver ambulante? Tu lo que tienes muerto, y desde hace tiempo, es el cerebro Jordi Jones. Sí, me la imaginaba bien, muy bien, dolorosamente claro lo veía. Y también a los niños los veía. ¿Cómo se lo tomarían? ¿Con qué dosis de horror o diversión recibirían la noticia?  ¿Se maravillarían? ¿Correrían espantados? ¿Y si no les decía nada? Me detuve frente al escaparate de una tienda y vi mi reflejo en la vidriera. Después de todo no había cambiado nada. Al menos por fuera seguía siendo el mismo de siempre. ¿Y por dentro? ¿Habría yo cambiado por dentro con la muerte? ¿Y esta preguntadera, era un efecto secundario de la muerte? ¿Tanto pensar y embrollarse iba a ser parte de mi no vida de aquí en adelante? ¡Ya basta Jordi!, me dije y seguí avanzando, ahora con más calma, buscando, más bien, un lugar a la sombra para sentarme y ordenar mis pensamientos. Pronto lo hallé. Un banquito de cemento, ennegrecido de mugre, bajo un pequeño árbol susurrante en una plaza inmensa llena de banquitos mugrientos y árboles pequeños y susurrantes. Unos banquitos más allá, a mi izquierda y en la hilera de enfrente vi a una mujer. Tenía buena pinta. Falda negra por encima de las rodillas, blusa blanca muy escotada, senos generosos, el pelo negro apretado en un moño por detrás de la cabeza, labios gruesos pintados de rojo, lentes de carey negros que le daban un aire de desamparo, acentuado por las miradas furtivas que daba a los lados. De pronto se tapó la cara con ambas manos y empezó a sollozar. Me acerqué hasta ella y le ofrecí un pañuelo blanco que saqué de un bolsillo. Una brisa repentina comenzó a mecer los arbolitos alrededor de nosotros. La mujer se destapó la cara. Primero vio el pañuelo que le ofrecía y luego me vio a mi, incrédula. ¿Qué hace aquí? Volvió a echar miradas inquietas a su alrededor. La plaza estaba vacía. Solo ella y yo y el viento que había aumentado de intensidad y bamboleaba los árboles sobre nuestras cabezas. ¡Váyase por dios!, gritó para hacerse oír por encima del estruendo del viento. ¿Es que no entiende? Lo van a matar si se queda aquí. Por eso no se preocupe señorita, grité. ¿Qué? Ya no me oía. Al ruido infernal del viento se había sumado otro seco y metálico de ritmo fijo que fue aumentando de volumen, como si algo muy grande y siniestro se acercara a nosotros. La mujer se levantó del banquito y se me echó encima, apretándose contra mí. Apenas podíamos sostenernos en pie, tal era la violencia del viento. Puso su boca en mi oído y me espetó: ¿Qué hace vestido así a esta hora? Entonces me percaté de que llevaba puesto un esmoquin. Tal vez me lo habían dado en ese sitio tan raro del que había escapado antes. Pero no había tiempo para pensar. El tatatata metálico se había colocado sobre nuestras cabezas. El polvo se arremolinaba alrededor en violentos remolinos oscuros. La mujer miró hacia el cielo y yo la imité. Arriba, sobre los árboles, una masa oscura flotaba, cubría la luz del sol. Una voz llegó desde allí, sobreponiéndose al estruendo, ayudada, seguramente, por un potente parlante: Caballero, ¿sería tan amable de alejarse de la señorita Lipasky? Conque señorita Lipasky…, dije esperando una explicación. La veía directo a los ojos, apretada contra mí, estrujada por mis brazos. Ella solo dijo: Es el fin, el doctor Knochenbrüche en persona. Luego hurgó en su corpiño (¿dónde más?), metió su mano izquierda, lánguida, elegante, casi etérea, entre sus senos  temblorosos y sacó un papelito que me entregó en el acto. Luego ascendió a los cielos. Fue abducida, chupada por el armatoste detrás de los árboles. Ascendió temblorosa, atravesó el ramaje. Tuvo tiempo, sin embargo, de lanzarme un beso antes de desaparecer de mi vista. Luego me tocó huir a mí, debido más que nada a la aparición, también a través del ramaje, de un ciborg espantoso con cara de pocos amigos, cuya misión, sin duda, era acabar con mi vida. Objetivo desde todo punto de vista irrealizable puesto que yo ya estaba muerto. Sin embargo corrí. Ya me iba acostumbrando a huir a paso redoblado. Corrí, corrí como para no volver, corrí hasta el bulevar que brillaba multicolor, los adoquines cubiertos de manteles y sobre estos la mercancía y sobre la mercancía los vendedores voceando, todos al mismo tiempo, sus existencias. Corrí y cuando me adentré en ese mar de colores vibrantes, grité como un demente: ¡Policía! ¡Viene la policía! Fue hermoso. Fue apoteósico. Cientos de manteles volaron por los aires cual pajarillos de multicolores alas revoloteando a baja altura, retozando en tupidos abrazos que se desasían según el capricho del viento para volverse a formar un poco más allá o un poco más acá, siempre en movimiento, siempre vibrantes, siempre volátiles. Entre tanto las mercancías quedaron esparcidas sobre los adoquines del bulevar y contra ella fue a tropezar el ciborg programado para liquidarme y que tenía los ojos puestos en mi y no en el camino como aconseja cualquier peatón con dos dedos de frente, sobre todo para no tropezar, precisamente, o para no pisar las molestas cagarrutas de los perros que proliferan en las grandes ciudades, como es el caso de la que nos ocupa y, sobre todo, para no llevarse por delante al prójimo que camina delante de nosotros o a aquel que camina en sentido contrario al nuestro. El ciborg no atendió esta simple regla interesado y concentrado, como estaba, en mi persona y fue a meter un pie en el interior de una licuadora que se deslizaba en ese momento sobre los adoquines frente a él, lo que provocó que se resbalara y perdiera el piso bajo sus pies, elevara las piernas en el aire y acercara con violencia la espalda y la cabeza al suelo adoquinado. Una vez caído el ciborg cayeron, a su vez, sobre él los manteles que habían estado volando un segundo antes en el aire. Cubierto y enredado en las telas fue tarea sencilla para los cientos de buhoneros caer, a su vez, sobre el confundido ciborg, al que habían confundido con un agente del orden, y destrozarlo con euforia desmedida, entre gritos y vítores, alegres porque por una vez los papeles se habían invertido y, ahora, los que siempre habían sido víctimas, se convertían en verdugos y el verdugo, por una vez en la vida, había quedado relegado al papel de víctima humillada a merced de una multitud enardecida que cobraba venganza. Mientras esto ocurría yo me alejaba con paso grácil, con paso liviano, casi flotando o flotando sin más, de aquella escena apocalíptica.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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