METAMORFOSIS EN CLAVE MENOR
Cada mañana me despierto como un horroroso y pestilente bicho que durante el día regresa lentamente a su condición de humano. Este atípico ciclo evolutivo y devolutivo, pendular, oscilante o como quieran llamarlo, comenzó el mismo día en que la peste que se propagaba por el planeta nos obligó a atrincherarnos en nuestras casas. Murphy vive. No pudo comenzar en peor momento, desde luego. Ya pudo haber hecho el esfuerzo de manifestarse hace cinco años, cuando comencé a trabajar en la discoteca o una semana después, cuando ya estaba hasta las cejas de trabajar en la discoteca. Habría sido la excusa perfecta para dejar de trabajar en la discoteca y, en general, dejar de trabajar de forma definitiva. El sueño de toda mi vida. Pero no, a la metamorfosis de los cojones no se le ocurrió mejor cosa que manifestarse el primer día de un encierro que parece que va a durar toda la vida. En los primeros tiempos me dije: Tanto mejor Jordi. Con tantas patas te vas a convertir en el Simenón de las historias de la cuarentena, la Joyce Carol Oates de los espacios cerrados y alucinados. Yo me conformaría con convertirme en la Corín Tellado masculina. Vanas ilusiones. Hasta el día de hoy ni siquiera he sido capaz de usarlas correctamente para trasladarme de un lugar a otro, mucho menos he sido capaz de escribir un triste haiku. Así que verán, estoy un poco hastiado de este estilo de vida.
A mi nunca suficientemente adorada Rosa Inés estas metamorfosis cotidianas le tienen sin cuidado. A ella no le asquea verme como bicho. Lo que realmente le asquea es mi inclinación trágica hacia la vida.
–Eso y que hueles peor que un bicho. Deberías echarte un baño de vez en cuando Jordi. El confinamiento no está reñido con la ducha. Yo diría que eres más bicho como humano que como bicho. Desde luego, hueles peor.
–Vale, vale, no hacía falta tanta palabrería para decirme que me bañe –digo.
A quienes no parece importarles (todo lo contrario) mi aspecto mañanero y, en general, ninguno de mis aspectos a lo largo del día, es a Carlos Pedro y Roberto Juan que entran en el cuarto como una tromba marina y se echan sobre mi vientre abombado y parduzco para recibir las cosquillas que mis ridículamente pequeñas, indetenibles y veloces patas les prodigan con alegría.
Son ellos quienes, luego de saciar sus desesperos sadomasoquistas, hartos de cosquillas, me depositan dulcemente sobre el suelo para que yo pueda recorrer el apartamento a mis anchas. Pero mi limpísima Rosa Inés está pasando la escoba. Y cuando Rosa Inés pasa la escoba se transforma en una máquina despiadada y ciega que arrasa con todo lo que se interponga en su camino, incluido su esposo, si se da el caso, sobretodo si va por ahí arrastrándose miserablemente convertido en una especie de escarabajo color caca. Así que cuando la escoba me alcanza en pleno caparazón, salgo disparado como una bola de curling y voy a parar debajo del aparador de la sala. Medio aturdido aún por el golpe mis ojos se topan con el ejemplar de Muerte a crédito que creía perdido para siempre. Vaya lugar al que ha ido a parar. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? Con mucha dificultad abro el libro con mis torpes patas justo en el fragmento en el que Celine, junto a sus padres, cruza el canal de la macha en medio de un mar embravecido. Y como siempre no puedo parar de reír mientras lo leo. Pero aparentemente mi risa de insecto produce impresiones contradictorias en los demás puesto que escucho la voz de mi preocupadísima Rosa Inés que dice:
–Jordi, ¿estás bien, te he hecho daño?
No contesto de inmediato. Es mi pequeña venganza por el involuntario pero doloroso trastazo que me dio con la escoba. Creo que me ha roto el caparazón. Así que sigo leyendo y riéndome con los avatares y reflujos marítimos de Celine y su familia y solo luego de un minuto contesto:
–Todo bien mi adorada Rosa Inés. Solo estaba leyendo. Por cierto, ¿sabes tu cómo pudo venir a para Muerte a crédito, mi más apreciada novela, aquí, debajo del aparador?
Silencio allá afuera. Un silencio sospechoso. Y cómplice porque son tres los que callan. Son tres los que debe estarse mirando a la cara en este preciso instante. Tres los sorprendidos con las manos en la masa. Debí imaginarlo. Un libro no se pierde así como así. No sé por qué, pero me imagino un partido de fútbol bajo la mirada displicente de mi insensible Rosa Inés. Y ¡paf!, el libro se pierde bajo el aparador y se olvida. Y a otra cosa mariposa. En fin, qué más da. Me quedo un buen rato en la fresca penumbra leyendo a Celine. Pero me canso pronto porque mi vida como insecto corre como el viento. Además, como si fuera poco, me empieza a dar ansiedad. La ansiedad es como un hueco que se va abriendo en el estómago y se alza hacia la boca aferrándose con sus garras a las paredes de la garganta. Ahora solo pienso en comer. Aguzo el oído. Afuera reina el silencio. No sé decir si eso es buena o mala señal. Al menos es extraño. Desde que estamos encerrados en casa no he disfrutado ni siquiera de un minuto de silencio. Me resulta muy difícil imaginar a los niños enfrascados en alguna actividad en la que no estén involucrados gritos, peleas, empujones, risas estridentes, carreras, saltos, peligrosas acrobacias sobre los muebles y, en general, todo tipo de juegos que resultan del todo inapropiados para nuestro pequeño piso. Así que podrían estar esperando a que salga para aplastarme como a una repugnante cucaracha.
Entonces se me ocurre la idea.
Yo lo que quiero es salir. No salir de la fresca penumbra del aparador en la que se está muy bien. Me refiero a salir de verdad, salir a la calle, regresar a mi vida anterior, a la normalidad sin el acompañamiento de la palabra “nueva” que en el contexto actual es una palabra que suena a viejo y despide un olor rancio y retrogrado. Recorrer las calles nuevamente como dice la canción. Recuperar la libertad que nos han arrebatado seres invisibles que toman decisiones encerrados en búnkeres inexpugnables. ¡Ya basta! La arenga me ha emocionado. Cierro el libro, le pido la bendición a Celine y salgo de mi escondrijo con la firme determinación de liderar la revuelta contra el sistema que nos tiene encarcelados en nuestra propia casa. Salgo cantando ¡a las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! ¡Que una sangre impura inunde nuestros surcos! ¡Libertad, Libertad amada, combate con tus defensores! ¡Que la victoria, a tus voces viriles, acuda bajo nuestras banderas; que tus enemigos, al expirar, vean tu triunfo y nuestra gloria!
No llego muy lejos en mis afanes revolucionarios. En efecto estaba preparada una emboscada en mi contra. Nada más salir la escoba, empuñada por los aparatos represivos de mi institucional Rosa Inés, se lanza sobre mí y me obliga a cambiar el rumbo hacia las manos de Roberto Juan y Carlos Pedro que me hacen preso exactamente a las ocho en punto de la noche. Se realiza entonces un juicio sumario en el que soy declarado culpable sin que pudiera yo alegar defensa alguna y sentenciado a asomarme a la ventana y a aplaudir por el lapso de diez minutos, cada noche del resto de mi vida, junto a centenares de miles de sonámbulos que le aplauden al aire y festejan la nada. La sentencia también dictamina que seré desterrado a los confines de mis aposentos. Allí pasaré los últimos años, o días, de mi vida de insecto dormitando bajo la cama y soñando con el momento en que volveré a ser humano.
Me agradó esa sensación de extrañamiento, alienación, hastío que produce este tiempo fuera, este no tiempo que nos atenaza, como la angustia del domingo a la tarde para quien tiene que volver a un trabajo que le desagrada al lunes siguiente pero magnificado, permanente. ¿Qué tan nueva será esa normalidad que nos espera? ¡Gracias por tan buen relato!