Me llamo Ovidio Montes y soy detective privado. Adoro mi trabajo a pesar de que no son buenos tiempos para la investigación privada. El habitat natural de un detective es la calle. Pero la pandemia nos ha encerrado en nuestras casas y nos ha dejado con poco margen de maniobra y prácticamente sin trabajo. Sin embargo, yo he dado con una veta, un nicho como dicen en marketing, una herramienta que me permite, sin salir de casa, inmiscuirme en la vida privada de las gentes que es los que básicamente hace un detective privado. El éxito ha sido rotundo y los casos me llueven como maná del cielo. La idea me vino pensando en mi detective favorito, Nero Wolfe, ese gordo que resolvía todos los casos desde el sillón de su despacho. Me preguntaba cómo podía yo hacer lo mismo, quién podría ser mi Archie Goodwin. Por un momento me quedé con la mente en blanco y con la mirada perdida. Entonces vi mi rostro mofletudo como encerrado dentro de la caja de la pantalla de la computadora y, ¡voila!, allí estaba la respuesta, en el interior de esa pantalla, de ese barril sin fondo de información. Allí, en ese pequeño receptáculo tenía todas las herramientas que necesitaba para realizar mi trabajo. Pensemos en Facebook, por ejemplo. ¿Existe un mejor lugar o no lugar, como quieran verlo, para hurgar en las vidas privadas de las personas? Allí, si se le da un uso adecuado, se puede sacar los trapos sucios hasta de un ama de casa intachable. Una de las cosas que he aprendido en este oficio es que todos tenemos algo que ocultar. Y ahora nuestros secretos más oscuros están al alcance de cualquiera que sepa usar un ratón y que se mueva con cierta soltura en ese barro movedizo que son las redes sociales. Ahora bien, no todo es coser y cantar. Hay quienes me han acusado de hacer un uso indebido de estas maravillosas herramientas. Algunos han insinuado que lo que hago es inmoral y criminal. Los más fanáticos piden mi cabeza y organizan concentraciones virtuales y me acosan en mis redes sociales. Chorradas. Una vez que decides subir a Instagram fotos de tus comidas preferidas, narrar en Facebook las experiencias de tus últimas vacaciones o dar tu opinión políticas en Twitter tu vida es de dominio público y nos pertenece a todos. Así que me importa poco lo que digan de mí. Como dije, gajes del oficio. Lo que de ningún modo son gajes del oficio es enamorarse de la mujer de un cliente mientras hurgas en su vida y mucho menos que el cliente se enteré por un estúpido comentario que dejas en una publicación en el que esta despampanante, culta e inteligente (por lo que he visto en Twitter) mujer aparece fotografiada con un bañador que quita el aliento en una de esas calas agrestes de la Costa Brava a las que siempre he querido ir. Ahora mi cliente cree que yo soy el amante de su mujer y que lo he engañado de forma rastrera aceptando su caso. Sé por experiencia que el cerebro de un hombre celoso es ilógico y tiende a la confusión, pero, desde luego, en este caso el hombre lleva algo de razón. Por suerte el confinamiento le impide venir a mi casa a matarme personalmente. Mientras tanto he cerrado todas mis cuentas y he abierto otras con el nombre de mi nueva empresa. He decidido reinventarme y aprovechar la experiencia adquirida en el uso de las redes sociales para convertirme en Community Management. Nunca es tarde para comenzar una nueva vida. A este nuevo emprendimiento me dedicaré en cuerpo y alma el resto de mi vida o hasta que el marido celoso cumpla su promesa y me asesine.