La verruga
Me sale una verruga en el dorso de la mano. Es dura, negra, irregular. Al principio es muy pequeña. La confundo con una costra, aunque no recuerdo cómo o cuándo me he roto la piel en ese punto. La arranco. Vuelve a salir. Ahora, más grande. Palpita, me parece que palpita. La observo constantemente. Casi puedo ver cómo florece, esos imperceptibles estiramientos de la carne muerta. Entonces, deja de crecer. Es una cosa inerte. La arranco de nuevo. Renace con renovado brío. Reconquista los espacios perdidos. Ocupa otros en donde antes solo hubo aire. Ahora es del tamaño de una aceituna, una aceituna negra de piel cuarteada y descompuesta. Si agito la mano, oscila. No mucho. No es una verruga estridente. Me agrada su discreción. Me empieza a gustar mi verruga. Parece que me hablara. Yo sí que le hablo con palabras dulces. Antes de dormir le canto canciones de cuna. Por la mañana parece contenta con la luz que entra por las ventanas y caldea la habitación. Entonces crece un poco más. Ha cubierto por completo el dorso de la mano y unas diminutas ramificaciones se aventuran ya hacia mis dedos y alrededor de la muñeca. No puedo ser más feliz. Pronto, tal vez en pocos meses, mi verruga y yo seremos uno solo.
Vivir en la luna
Suelo sentarme sobre una roca de cuatro mil millones de años de antigüedad. Allí me quedo largo rato observando la esfera azul y silenciosa de la tierra. Nadie que observe el pacífico espectáculo podrá creer jamás que los habitantes de aquel minúsculo e insignificante punto que flota en la inmensidad del universo son seres avariciosos, egoístas, violentos que han pasado gran parte del tiempo que se les ha otorgado en este bello planeta tratando de aniquilarse unos a otros, Y a pesar de las continuas matanzas, de las hambrunas y las enfermedades, la población no para de crecer, expandiéndose como la metástasis de un cáncer que acabará, más temprano que tarde, con todo vestigio de vida. Yo solo espero ese momento para regresar.
Vida de perro
Llovió el día en que me convertí en perro. No sabía que como perro me chiflaría de tal manera el agua de lluvia. Me volví loco. Corrí por toda la casa, salté sobre los muebles, tiré adornos y floreros. Aullé con un desasosiego animal. Lamí los cristales de las ventanas contra los que se estrellaban las gotas de lluvia. Mi mujer no tuvo más remedio que abrirme la puerta de la casa. Me arranqué la ropa del cuerpo y a cuatro patas salí. Me revolqué sobre la grama mojada, me lancé sobre la tierra húmeda y froté mi cuerpo contra el barro. Ladré de alegría, corrí hasta la hilera de eucaliptos que limitaban el fondo del jardín y oriné contra ellos. Perseguí ardillas. Traté de llevarme a la boca algún vencejo despistado.
Desde entonces tengo prohibido entrar a la casa. Duermo en una pequeña casa de madera que me protege del frio y la lluvia y en la que paso mucho tiempo masticando mis sueños perrunos. Cada tarde, al salir del colegio, mis hijos salen a jugar conmigo. Mi mujer me saca cada noche a dar un paseo por el vecindario. Me detengo a mear en cada esquina, en cada árbol. Olisqueo el culo de mis vecinos. Pretendo montar a mis vecinas. Mi mujer se muere de vergüenza. Jala de la correa. Me obliga a volver a casa. Luego, echado en el interior de mi casita, poco antes de cerrar los ojos, observo con nostalgia las sombras que van y vienen detrás de las ventanas, bajo la cálida luz del hogar, un mundo que se va diluyendo poco a poco en mi mente como una acuarela a la que se le ha echado demasiada agua.