Una llamada telefónica.

UNA LLAMADA TELEFÓNICA




     Mi peor pesadilla se ha hecho realidad. Desde que nos hemos quedado encerrados en casa por causa de esas diminutas pelotitas con chupones que navegan libremente por las calles de las ciudades de todo el mundo buscando a quien matar, me he visto obligado a convivir con el teléfono de la casa.

     El teléfono es un foco permanente de tensión en mi vida. Una espada de Damocles sobre mi psiquis. Es un carcelero omnipresente y despiadado. Un vigilante incansable, una presencia amenazadora que en el momento menos esperado puede cobrar vida con ese timbre chirriante que ataca directamente a los nervios, los míos, para ponerme en contacto con seres que pueblan un mundo oscuro de fibras y cables, un mundo de voces que se desplazan en el vacío.

     –Coño Jordi, deja el drama.
    –¿Cuál drama mi amor? Tú misma puedes verlo allí, al lado del tablero de ajedrez de mi papá, acechando.

     –Es una cosa y las cosas no “acechan”. Además, aquí no llama nadie.

     –Pues mucho peor. Su silencio me acojona. Es un recordatorio diario de que está allí y de que en cualquier momento va a sonar o, mucho peor, me veré en la obligación de usarlo. Eso es prácticamente igual a que un condenado a muerte se ponga él mismo la soga al cuello.

     –Hablando de usar el teléfono.

     –No me jodas.

     –Tienes que resolver lo de la factura de la luz. Ya le has dado demasiadas largas.

     –Y las que faltan.

     –De eso nada. Ahora mismo te pones al teléfono.

     –Pero mi vida adorada…

     –Pero nada.

     Rosa Inés, corazón de melón, me encasqueta la factura en la cara y se encierra en el cuarto. Me quedo un rato viendo todos esos jeroglíficos indescifrables, todos esos kilovatios, porcentajes, descuentos engañosos, términos de potencia, consumos, impuestos, lecturas, períodos punta y períodos valle, derechos de enganche, costes regulados, alquiler de equipos ¿? y vaya uno a saber qué más porque me da pereza continuar leyendo. Dejo  la factura sobre la mesa y mis ojos se encuentran con Carlos Pedro que me mira muy serio con las manos entrelazadas en la espalda.

     –¿Tienes miedo papi?

     Vaya mierda. ¿Qué le digo yo a este duendecillo malicioso que parece muy interesado en mi respuesta. Con este sí que me gustaría hablar por teléfono. Así, al menos, no me vería obligado a ver sus ojitos inquisidores y esa boquita seria a la que le falta bien poco para chasquear su desaprobación.

     –¿No tienes nada que hacer?

     Mueve su cabeza de un lado al otro.
     Me paro, aparto a un lado a Carlos Pedro y camino hacia el teléfono como un condenado a muerte camina hacia el cadalso. Me quedo un rato mirando desde mi altura protectora el aparato inerte, pero lo sé, vigilante. Es como un duelo en la mitad de la calle de un pueblo polvoriento del lejano oeste. ¿Quién será el más rápido? Llevo las de perder. Yo nunca he sido rápido en nada, más bien lo contrario, voy siempre con retraso en todo. Tal vez de allí viene esa maldita costumbre mía de llegar puntual a mis citas. Una costumbre inútil porque nadie llega puntual a una cita. En mi caso esa obsesión por la puntualidad es un defecto. Otro más. Mi sermoneadora Rosa Inés no se cansa de decírmelo. En fin, que miro el teléfono, el teléfono me mira a mí (créanme) y ninguno hace un movimiento esperando que sea el otro quien tome la iniciativa. Después de un rato me voy dando cuenta de lo ridícula y absurda que es la situación, sobre todo luego de descubrir que Carlos Pedro sigue mirándome con conmiseración y una pizca de desprecio. Lo veo parado muy firme y muy serio. Sus manos siguen entrelazadas en la espalda. Es una artera emboscada de la que no saldré bien librado. Así que agarro los auriculares y marco el número de mi perdición. Y ya empezamos con la vocecita grabada que te habla indistintamente en catalán o castellano con su voz neutra, aguda, un poco apresurada como si fuese a llegar tarde a algún sitio por estar hablándote a ti, que parece la misma voz en cada llamada y en cada número que marcas. Un realero se debe meter esa mujer si en verdad existe. La voz recita una especie de derechos de privacidad que todos sabemos que nadie respeta. Espero pacientemente a que la voz termine y se digne ofrecerme opciones a través de una serie de preguntas que me permitirán, si elijo correctamente, alcanzar el ansiado y despreciable objetivo que no es otro que hablar con una persona de carne y hueso. Luego de escuchar mis derechos, dar mi DNI, explicar el asunto de mi llamada, pulsar algunas teclas que me remiten a otras tantas teclas llega al fin el ansiado y temido momento:

     –Hola, muy buenas tardes, habla con Rita. ¿En qué puedo ayudarle? –dice una voz cavernosa que parece venir desde muy lejos.

    –Vaya, Rita… sí buenas tardes… eeeeehhh… yo… llamaba… déjeme ver… quería…

     –Ay Jordi, tú no cambias vale.
     –¿Mamaaaá?

     –Sigues con esa fobia idiota al teléfono.

     –Todas las fobias son idiotas. ¿De verdad eres tu mamá?

     –¿Y quién si no? 

     –Pero es que…

     –Ay mijo siempre en la luna. La verdad es que no pareces hijo mío. Si no es porque te parí, diría que eres adoptado.

     –Mamá, pero tú…

     –Sí, sí, yo sí…, pero aquí estoy ¿no? ¿No te basta?

     –¡Mamá! –digo y me echo a llorar como una Magdalena preadolescente recordando una video llamada de hace cinco años en la que me despedí de mamá que agonizaba en una clínica a siete mil kilómetros del pueblito catalán en el que solitariamente hacía vida o en el que, para ser más exacto, me escondía de la vida. En aquella solemne ocasión quien sostenía el teléfono frente al rostro agonizante de mi madre era, como no, mi adorada Rosa Inés que siempre ha estado dispuesta a sostener lo que fuera con tal de sostenerme a mí que soy propenso a dejarme caer frente a la primera dificultad con la que me topo por pequeña que esta sea. Y vaya que ver la agonía de mi madre pixelada y un pelín subexpuesta, cierto, pero en vivo y directo era una de esas dificultades que hacían de mí un cuerpo propenso a despeñarse en el más obtuso de los barrancos. Y yo, que durante mi adolescencia y mi vida adulta, siempre le dejé claro a mamá lo mucho que me fastidiaba, en ese, digamos, punto álgido de nuestra relación, me derrumbé y con la voz quebrada y sorbiéndome los mocos le confesé cuánto la quería mientras ella hacía esfuerzos considerables para salir del sueño doloroso en el que la tenía sumida la morfina para hacerme entender que me escuchaba o al menos eso quería creer yo, como también quería creer o me imaginaba que mamá lo que trataba de decirme era que también me quería. Cualquier cosa con tal de tranquilizar mi mala conciencia.

     – Ya quisieras tú. ¿sabes lo que quería decirte?, que te den, eso es lo que quería decirte. Has sido un hijo nefasto –dice ahora desde las profundidades cavernosas del teléfono.

     –¡Lo sé mamá! –digo con la voz ahogada por el llanto.

     –Al menos habrás cumplido la última voluntad de tu padre y habrás echado sus cenizas en el Mediterráneo.

     –¡Nooooo!

  –Lo sabía. ¿Que te dije, Chimete? Este tarado no tiene noción de la responsabilidad. Pero eso es culpa tuya que siempre has sido demasiado blando con los niños.

   –¿Papá está ahí? –Esto ya es demasiado. Siento como si unas garras afiladas y rugosas me desgarraran el pecho y me arrancaran el corazón.

     –¿Y dónde quieres que esté? En el Mediterráneo desde luego no, porque tiene un hijo egoísta, frio e insensible que no cumple sus promesas.

     –¡Mami, papì! –gimoteo miserablemente como un niño abandonado.

     –Mira, te paso a tu padre que quiere hablar contigo.

     –¡Aaaarrrrgggghhhh!

     –Hola hijo, ¿cómo estás? No le hagas caso a tu madre. Ya sabes lo gruñona que es. Ahora está más insufrible que nunca. Te confieso, aquí entre tu y yo, que si supiera cómo salir de aquí la dejaría sin pensarlo dos veces.

     –Papá, te quiero. Te juro que mañana mismo te tiro al mar.

     –Déjalo, no te preocupes, no corre prisa. Además no me parece buena idea que salgas a la calle dadas las circunstancias. Mira, te dejo. Mamá acaba de poner la mesa. Vamos a almorzar…, ah los yayos y los abuelos te mandan saludos… Y el tío Eduardo también. Adiós hijo, adiós, adióooos

     Derrumbado en el suelo hipando como un cerdo en el matadero, sin aire ya en los pulmones, los ojos enrojecidos y brotados, derrotado, deshecho moral y físicamente, maldigo la hora en la que se me ocurrió obedecer a mi mandona Rosa Inés y coger el maldito teléfono.

     –A mí no me eches la culpa. Además, no hables pendejadas que ni siquiera descolgaste los auriculares –dice mi, de pronto, presente Rosa Inés con una voz que oscila entre la piedad y el hastío.

     La escucho desde muy lejos porque en ese momento mi mente comienza un largo viaje, navegando sobre una pequeña lancha o, mejor, sobre una tabla de surf, frente a la playa de la Barceloneta, adentrándose en ese mar quieto, acompañada por el susurro de los muertos que pueblan su fondo, deslizándose hacia el horizonte sobre sus negras aguas, pensando si a papá le gustaría que lo echara en estas aguas que últimamente se han llenado de tantos cadáveres ¿Le hará ilusión la compañía de tanta buena gente que huía, vaya ironía, de la muerte o, por el contrario, preferiría estar solo, él que siempre vivió hacia adentro de si mismo? 

     Y cuando por fin mi mente regresa de ese viaje exploratorio, cuando atraca en el muelle luego de ese viaje imaginario y necesario, cuando al fin se encuentra en el puerto seguro de este apartamento en el que estamos confinados, es para preguntarle a Rosa Inés:

     –Mi vida del cielo, ¿recuerdas dónde guardé las cenizas de papá?

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