🦧BABUINO DE SAFARI


Era como un perro de playa en versión mono. Igual a un mandril, pero de bajo presupuesto: desaliñado, colores tierra, nada de ese hocico multicolor tan apropiado para la estética Disney. Con ese culo horrendo, también de los mandriles, como con llagas, enrojecido, tan apreciado sin embargo para efectos de apareamiento. Yo no sabía, ni tenía por qué saber, nada de esos individuos hasta la mudanza. Empezaban los años noventa, además. Teníamos muy poca información sobre casi cualquier cosa. Nada de internet. Todos éramos más inteligentes que nuestros teléfonos y cuando me sentí obligado a averiguar, me tocó ir hasta una Librería en Valencia (Tecni-Ciencia) a hojear un libro como si lo fuera a comprar, disimulando que no tenía un centavo para adquisiciones: “Animales del mundo. Guía imprescindible”. Allí me enteré que lo que yo había visto frente a mi nueva casa, y que supuse un mandril, en realidad era eso, un mono-cacri, un primo de aquellos: un babuino.

De manera que al norte de América del Sur, en medio de una urbanización en el Estado Carabobo en Venezuela, un carricito de 14 años, yo, se topa con la seria mirada de un babuino, que es un primate oriundo del continente africano, suelto el tipo, pelando un mango y chupándole la pulpa tranquilazo, montado en una rama en el árbol que estaba frente a la casa donde me acababa de mudar.

Mi nueva urbanización se llamaba “Safari Country Club” y fui atando cabos cada día, poco a poco, en conversaciones escuetas en casa hasta entender la historia: los terrenos que cuadricularon como urbanización semi-lujosa de las afueras de la ciudad de Valencia, done ahora vivíamos, habían sido, hasta el momento de urbanizarlas, parte del terreno que ocupaba un célebre parque cerrado un par de años atrás. El “Safari Carabobo”. Se llamaba Safari porque era un parque sin jaulas, se recorría en el carro y también porque el terreno lo habían plagado de animales traídos de Africa. Fue Inaugurado en 1.976, una época en que no había mucha resistencia a la importación indiscriminada de animales de un ecosistema totalmente ajeno al nuestro.

En el parque, por 20 poderosos bolívares de los de esos años por adulto, entrabas con tu propio carro y lo recorrías al estilo Jurassic Park, pero sin rieles: “Zona de los leones”, “Zona de los elefantes”, “Zona de Rinocerontes”. Y como en la primera parte de la película, llegabas a la zona de leones y veías dos dormidos en el piso a 6 kilómetros y a veces nada. Porque llegué a ir más de una vez. También recuerdo el carro invadido en su exterior por monos burlones (no recuerdo si babuinos u otros) y mi mamá que bajes el seguro y no se te ocurra abrir, ¿me oíste?, alguna jirafa o rinoceronte más cerca y sí, caminando lentamente, una avestruz-alguacil que te esperaba al borde de la carretera y miraba inquisidora y seria hacia el interior de las ventanas con unas pestañotas que parecían postizas. Recuerdo también el sofoco inclemente. Estar empegostado en asientos de semi-cuero y sudar y sudar a 35 grados centígrados a la sombra, sin sombra y con los vidrios del carro subidos porque era un requisito de seguridad para rodar en una llanura donde había leones y otros depredadores salvajes sueltos. Por momentos se intercambiaban los papeles y parecía que los animales disfrutaban de la visita de un zoológico móvil humano y se deleitaban enormemente viendo ellos a esos animales tan curiosos (nosotros) metidos en sus jaulas de latón con ruedas. La primera vez que vi a alguien masturbarse sin saber lo que veía, fue uno de esos monos desvergonzados a un par de metros del vehículo. Una laguna con hipopótamos allá, antílopes acullá que luego eran usados como comida para los leones en una especie de reciclaje macabro. Cebras, cocodrilos…, lo típico que podía verse en la serie de televisión Daktari, pero ahí delante, a un vidrio de separación, milagro de la llamada Venezuela saudita.

Típico también de nuestros países subdesarrollados fue que, a pesar de la fama y la afluencia de público, el interés y el cuidado del parque fueron mermando. En alguna ocasión hubo escándalos porque un niño se bajó del carro en el que venía para agarrar unos mangos justo en la zona de los leones. En 10 segundos un huracán de zarpas y dientes y un grito y carne fresca. Aunque debieron encerrar a los padres inconscientes, la gente empezó a decir que qué peligro ese parque, que si los animales sueltos, que si no comían bien y se ponían agresivos. También hubo un cuidador atravesado por una cornada de rinoceronte. Salvador Segarra, que no hizo honor a su nombre y murió en el hospital. Luego atacó también la desidia y la improvisación. Se morían animales y se descuidó el trayecto y los restaurantes. Quebró el parque. Terminó cerrando, esto ya lo comenté, a finales de 1.990 y los animales que quedaron fueron muriendo de mengua mientras tractores y obreros trazaban la futura urbanización. Los que no murieron seguían sueltos a la buena de Dios, sin reubicaciones ni adaptación supervisada al entorno, ni regreso a la vida salvaje ni vuelta a su patria ni cuidados especiales ni nada.

Para cuando iniciaron la venta de las parcelas de la urbanización, era la única del mundo donde las cebras no estaban pintadas en el piso de los cruces como paso de peatones sino que cabalgaban a su suerte entre los terrenos y las calles recién pavimentadas. También, a medida que los nuevos dueños compraban terrenos, empezaron a aparecer muertos los pocos sobrevivientes, con tiros en la cabeza. Cabras de Nubia, antílopes, cebras y muchos monos con su tiro de gracia. Entre ellos, por supuesto, numerosos babuinos.

Entonces todas las piezas cayeron en su sitio. Un fogonazo de claridad. Yo era el que vivía en el parque ahora. Yo era la nueva versión de los babuinos sueltos en ese terreno. 

Todo lo que acabé averiguando me hacía pensar mucho en lo que podía estar sintiendo el babuino original. Me dirán que qué va a estar sintiendo un mono, pero hay que verlos de cerca para entender. O tal vez era éste mono en particular. No lo sé. Yo sentía que me transmitía muchas cosas con su mirada de odio y hielo. Me traspasaba imágenes, o eso creí entonces. No solo observaba neutralmente desde una rama, con fría calma. Yo podía verle el rencor en las pupilas húmedas. Él pensaba, estoy seguro, que yo había participado, como todos los que andábamos en dos patas y con esas telas extrañas encima, en la muerte de su familia. Que los habíamos dejado a su suerte para morir de hambre, que los habíamos sacado de sus casas africanas para traerlos al culo del mundo y cuando habían vuelto a hacer hogar, cuando finalmente habían superado el desarraigo, los sacamos otra vez y empezamos a parcelar su casa, a repartirnos su tierra, a dispararles en la cabeza furtivamente, de madrugada, dejándolo solo, sin familia, sin clan y sin hogar, para luego cavar y construir sobre las tumbas de sus hijos y pasearnos, obscenos, en los aparatos esos de cuatro ruedas, los mismos desde donde, al principio de todo, los veíamos a la distancia, husmeando en sus vidas en el Safari.

Si salíamos temprano para ir al colegio, allí estaba, mirando. Volvía de estudiar y tal vez había cambiado de árbol o de rama, pero seguía cerca, mirando. Como el buitre que espera la muerte de la presa, sin apuro, para devorarla. Sacaba yo la bicicleta y me miraba salir, limpiándose las uñas de una mano con la otra hasta perderme de vista. Si me quedaba en la puerta con las manos en el manubrio, de frente a él, retador, me miraba fijo, sin pausa, podía leerle en su cara lo que pensaba:

—Este pendejo…
Entonces se sacaba un moco, lo miraba un segundo y lo pegaba en la corteza de una rama.

Pronto empezaron una serie de ataques vandálicos sin perpetrador aparente en la urbanización. Y yo me di cuenta inmediatamente de lo que pasaba por vicioso.

En esos días empezaba a fumar. Cerca de los 15 y solo por mal ejemplo. Mi papá fumaba montón, mi mamá fumaba de mentiritas y no aspiraba el humo, pero formalmente pues también. Y mi hermano mayor, de 21, otro montón. Podía robar materia prima sin mucho peligro de ser descubierto, por las muchas fuentes y por la cantidad que fumaban: siempre había cajas extra, cigarreras llenas, excedentes de los cuales aprovecharme. Creo que estuve un año fumando de gratis antes de comprar la primera caja. Y salía de la casa en la noche para hacerlo sin temor a ser descubierto por el humo o el olor. La casa olía toda a cigarro siempre, pero mi baño o mi cuarto no. O estaba yo demasiado preocupado por ser descubierto. El caso es que siempre que salía, el mono estaba ahí, a la vista en alguna parte. Alguna vez hasta lo pillé sentado en la acera, frente a nuestra puerta. También sobre los carros estacionados en la calle. Hasta que un día, salí a fumar y no estaba.

Era viernes, lo recuerdo muy bien, y mis padres estaban cenando fuera como hacían todos los viernes del año. Lo hicieron por décadas y se mantenían fieles a un mismo restaurant por mucho tiempo. El de esa época era El Marchica, en Valencia. Les reservaban la mesa sin llamar, ya eran como una institución. Mis padres eran la señal de que empezaba el fin de semana en ese negocio. Y yo, vicioso recién estrenado, sabía que podía fumar calmado algunos cigarros en la calle sin problemas ni estrés. Tenía esas cenas totalmente cronometradas y sabía el tiempo que podía dedicar a fumar, cenar, luego a llamar a alguna amiga por teléfono hasta 45 minutos, dibujar escuchando música y me podía hacer el dormido cuando llegaban aunque me hubiese acostado dos minutos después de ver las luces del carro iluminar la entrada del largo estacionamiento de la casa.

El caso es que salí a fumar y el babuino no estaba. Me senté en la acera frente a la casa y prendí el cigarrillo con parsimonia bajo el árbol casi por primera vez, porque el mono estaba siempre por ahí y me mantenía a distancia. Me fumé un cigarro y nada. Me fumé el segundo y ya hasta me olvidé del mono por un rato. Cuando ya llevaba más de la mitad del tercero lo vi llegar corriendo por el medio de la calle con ese tumbao clásico de los monos, ¿No?, Una pata, la otra pata y las dos manos. Una pata, la otra pata y las dos manos. Miraba hacia atrás y seguía corriendo.

Me paré al instante y retrocedí hacia el jardín delantero de la casa. El babuino trepó al árbol sin detenerse a pensar. Apurado. Luego se quedó muy quieto como escuchando, el corazón acelerado. Tenso. Alguna vaina parecía haber hecho. Igualito a que yo hubiese estado ahí afuera fumando y mis papás llegaran más temprano. Ya dije que el mono me comunicaba cosas sin hablar. Pues en ese momento y sin haber reparado en que yo estaba ahí a unos metros, el babuino me decía que era culpable de algo que había pasado en el lugar del que acababa de llegar. Clarito me llegó.

Al día siguiente corría por toda la urbanización el chisme. En la casa de los Farache, a unas tres cuadras de la nuestra, se había metido algún ladrón. Lo raro es que no habían robado nada, pero la colección completa de la señora Farache, 38 piezas de Lladró, estaba hecha añicos a los pies de la vitrina donde los exhibía. Nada faltaba en la casa. Ni de valor ni baratija. Pero las costosas piezas de porcelana española estaban todas, las 38, casi en el mismo lugar convertidas en miles de pequeños pedazos, mezcladas todas en un carísimo rompecabezas. El mono sabía dónde pegar y que doliera.

Los ataques arreciaron. Los rosales de la quinta de los Rodríguez amanecieron arrancados un martes. Todas las rosas minuciosamente desmenuzadas. El tanque de agua de la quinta de los Gómez, lleno de raíces arrancadas de cuajo y caca de animal un jueves. Y mientras la urbanización era víctima de ataques cada vez más violentos, me di cuenta de algo que me estremeció al despertar una mañana: En mis sueños, de todo tipo, eróticos, detectivescos o de aventura, si me detenía frente a una ventana o balcón, si caminaba por un llano o subía una montaña; donde alcanzara a ver un árbol o un muro, si me detenía en ese paisaje, estaba ahí el babuino, quieto, rascándose o limpiándose un colmillo con el pulgar, pero sin quitarme un ojo de encima, diciéndome todas esas cosas terribles que me decía solo con los ojos.

No podía decirle a nadie que sabía quién era el azote del Safari Country Club. Y no podía porque no había pruebas. Yo no era el único que pensaba que el mono tenía que ver. El asunto es que nadie lo había visto hacer nada, no eran más que sospechas. Bueno, yo sí sabía que era él. Sabía incluso el móvil. Pero solo decirlo en voz alta resultaba ridículo.

Si el asunto hubiese quedado ahí, esto sería solo una anécdota. Pero los ataques empezaron a sumar sangre. Un gato muerto en casa de los Fernández, abierto en canal en el medio de la sala. Luego los dos afganos de los turcos de la redoma. La paranoia estalló cuando apareció muerto el bebé de los Gómez. Que si asfixia con una almohada, que si muerte súbita, pero yo sabía que no. Que era el mono. Esa mañana el maldito babuino hasta me sonrió.

Ahora estoy metido en un mueble de la cocina. De los de abajo que son más grandes. Son las 9:10 pm. Mis papás, como todos los viernes están fuera y falta mas de una hora para que lleguen. Buena sorpresa se van a llevar. Cenando, le conté todo a mi hermano lo que creo que ha estado pasando porque llegó maldiciendo al mono, que ya no soporta su vigilancia ni sus rascadas de culo en el árbol. Contra todo pronóstico me creyó. Tanto me creyó que dijo que ya estaba bueno y agarró el machete del patio y se fue directo al árbol, pero apenas llegó a la puerta del estacionamiento. Lo vi todo desde mi cuarto. No es pequeño el babuino pero mi hermano tampoco y sin embargo le saltó con esa jeta inmensa directo a la cara. Caer Tony al piso de cemento y que el mono le arrancara la cara fue casi un solo acto. Cuando mi hermano no se resistió más, cuando cayeron sus brazos a los lados, el babuino se detuvo y sin buscar, sin titubeos me miró directo a los ojos y me lo dijo todo. Solo alcancé a agarrar un cuchillo de cocina y meterme aquí sacando de un manotazo los calderos. Apenas veo, hay una pequeña rendija del lado de las bisagras de la puerta, pero no es mucho lo que me deja ver. Oigo que viene destrozándolo todo, liberando al fin toda su furia. No puedo sino fijarme en la obscuridad de este gabinete minúsculo porque al cerrar los ojos lo veo también, como en los sueños, pero ya no en un árbol. Me respira en la cara enseñándome los dientes. Dice montones de cosas con esos ojos acuosos. Se acerca y lo sigue destrozando todo. Parece nosotros. No tiene utilidad alguna en este instante, pero me duelen las manos de apretar el cuchillo.

1 comentario

Síguenos en:


Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

Los artículos más visitados: