Todo empezó por culpa del curso ese. Al principio todo bien: cómodo y a buen precio. Una cosa por WhatsApp. Ni diez dólares por sesión, 6 sesiones. Yo no tenía idea de cómo podía ser un curso chateado, pero resulta que es práctico y raro por partes iguales. Raro porque el profesor graba audios y los va dejando ahí colgados y uno los oye y las posibilidades de interacción son escasas. Las hay, pero son un poco a contrapelo, extemporáneas, de pronto no te leen al tiempo y vas como adelante y atrás en el relato para mantener el ritmo. Tendrías que dejar otro audio rápido para “conversar”, pero parece que hay una regla tácita de exclusividad en los audios y nadie se atreve a igualarse al profesor, así que apenas hay otras voces, porque los estudiantes contestan y plantean por escrito y es bien sabido que escribir es más lento que hablar. También es raro que vas a buscar algo en reversa y resulta que subes por ese chat: dedo, dedo, dedo y de pronto alguien comenta en tiempo real, ahora, mientras dedeas y pum, se regresa todo hasta el comentario nuevo, perdiste toda la búsqueda y hay que volver a empezar: dedo y dedo y dedo. Y es práctico porque la conversación está ahí toda, siempre. Puedes retroceder y ver exactamente quién dijo qué en qué segundo (aunque mejor de madrugada para que no vayan a comentar y te devuelvan al hoy) y los audios están todos ahí en su orden original, por si eres tan freak como para transcribirlos para repasar. O escuchas las clases otra vez y el curso teórico es gratis ahora, claro que con spoilers porque ya sabes las tareas y tal. Y los libros que nos pasa de contrabando el profesor también están todos ahí, en el orden en que los mandó y uno ve qué comentario fue el que provocó que se hablara de ese libro y luego ahí está el libro y qué maravilla para quienes les gusta ese tipo de arqueología de la conversación. Están ahí todas las palabras congeladas. Meta-congeladas porque hay links a otros textos y a noticias y artículos y videos de YouTube y páginas web y ni hablemos de los stickers y su otro lenguaje y los emojis y todo esta cosa dos punto cero.
Entonces el curso venía bien. Literatura autobiográfica, lecturas “curadas” como se dice ahora y mucha práctica. Lo biográfico urbano y el duelo y la ciudad como fracaso y el recuerdo dentro del recuerdo y entonces llegó lo onírico a aguar la fiesta. Porque yo pensé que iba en góndola gracias a mi libreta de sueños. Decenas de años de sueños ya redactados con toda clase de disparates vívidos. Porque yo no sueño tanto, pero cuando sueño con argumentos raros, me despierto en la madrugada agitado pero ya acostumbrado a buscar rápido dónde escribir lo recién soñado sin siquiera prender la luz para no perder detalles y así he reunido sueños complicadísimos contados paso a paso con fecha y la hora en que me desperté. Me sentía con gran ventaja, pero la vida es así, triquiñuelosa y resulta que fue mi peor módulo. Un desastre para mi ego porque me sentía amarrado a lo que el sueño había sido, a lo ya contado, así que no veía yo por dónde jugar o aportar y entonces me parecía que no había literatura para nada.
Solo una transcripción revisada de sueños viejos que me parecían de pronto sonsos, demasiado retorcidos e incluso aburridores.
Vine a ver luz pasada la mitad de las seis semanas luego de trabajar un sueño de cocodrilos mezclándolo con la muerte de mi papá, que fue el año pasado. El sueño lo tuve mientras estaba en Valencia cuidando la gravedad de mi padre y sintiendo que íbamos inexorablemente hacia un final con crematorio. Y rápido. Entonces mezclé un poco las escaras que complicaron el cuadro de mi papá, cosas feas y solo creíbles como invento del mismísimo Mandinga por lo agresivas y malditas y sangrientas e incontrolables, con el sueño de cocodrilos en sí, donde trataba de que Vero, mi esposa, no terminara tragada por uno de esos bichos. Me parecía posible plasmar en la mente del lector la imagen de las escaras como mordiscos de reptil. Así quedó:
SUDOR Y COCODRILOS.
“Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños…” Julio Cortázar. La noche boca arriba.
Siempre olvido el calor que hace en Valencia. Apenas me devuelvo a Caracas, queda solo el recuerdo de la gran cantidad de viento que entra al apartamento de mis viejos (un piso 16). Queda el silbido del aire en los espacios entre ventanales y es más la imagen de la ventolera que se lleva las servilletas y cualquier papel y que te enfría la comida que recuerdos del calor. Luego estás aquí y subes a los cuartos de ventanas que no coinciden con la dirección del viento o simplemente se detiene la brisa en la noche y… agárrate. Las sábanas se pegan al cuerpo en esa especie de sopa recalentada que se va formando a tu alrededor, te asomas a la ventana y los árboles parecen fotos, ni una hoja fuera de foco, ni un soplido de brisa y en mi caso, si estoy acostado y me quito las sábanas hastiado, solo cambio un mal por otro. Es menos molesto el calor, pero entonces no te dejan dormir los mosquitos. Buena vaina.
Me cuesta dormir igual y no es solo el calor. Es el motor mental este, encendido todo el tiempo. “Se le quedó el relé pegado” diría un técnico si fuese un aire acondicionado. Todo esto de papi me tiene mal. Tenía que venir, no había opción, luego del desastre familiar que se formó en el WhatsApp. Primero el sobrino con su audio grabado de insensata indignación. Hablaba de que al abuelo se lo comía vivo una infección. Luego mi hermana, desde Tenerife, que qué está pasando, que qué horribles esas fotos.
Es un riachuelo. Poco ancho pero profundo. Tendrá un par de metros entre las orillas. Corre en la misma dirección que caminamos Vero, Santi y yo. Me alegra verlos contentos, que hay brisa fresca contra nuestras caras. Al fondo, frente a nosotros, veo el estanque donde desembocan estas aguas. No me había percatado de que el agua no corre serena. Pareciera hervir. Está muy revuelta desde aquí a nuestro lado. Me recuerda a las películas de pirañas, pero acabo de ver una cola sacudirse en el medio del oleaje. Ahora entiendo. El agua está infectada de cocodrilos.
Brinco en la cama enchumbada de sudor. Estoy agotado física y mentalmente, pero no hay forma de quedarse dormido así. Por eso entro y salgo del sueño con estas sacudidas tan bruscas. Estaba rememorando cuando nos avisaron que mi papá empeoraba. Hablaban en el WhatsApp de unas fotos horribles y no tenía yo idea de a qué se referían exactamente hasta que por otro chat empezaron a llegarme imágenes. Si no hubiese tenido ningún antecedente pensaría que eran de alguna de esas cuentas de Instagram que me gusta seguir y que hacen prostéticos, maquillajes y efectos prácticos para películas. Eran diferentes ángulos mal iluminados por el horrendo flash de los teléfonos celulares de formaciones de piel y carne viva. Algo entre una endoscopia y la foto de una caverna. Eran cuevas de carne, mordidas de película de zombie. No tenían referencia de tamaño porque eran primeros planos, por lo que uno las imaginaba inmensas. No sé quién en su sano juicio decidió que esas fotos podían ser enviadas por chats sin mayor explicación. Bueno, sí se quién podía decidir enviarlas: alguien con un inmenso sádico interior.
Vero está nerviosa. Ya casi llegamos a la confluencia del arroyo con el estanque o piscina y ella acelera el paso nerviosa diciendo que hay que alejarse de allí porque es peligroso. Se ve hermosa con sus sandalias y la falda amplia pero empieza a correr y pierde el control. El estanque está cundido de cocodrilos enormes y de pronto veo saltar dos cosas que caen directamente sobre Verónica. Me duele el pecho del susto y corro hacia ella pero esa parte de mí que lo observa todo desde fuera se da cuenta de que algo no cuadra. Las cosas que saltaron del estanque son, efectivamente, dos cocodrilos, pero no reales como los que ya vimos en la piscina, sino inflables, como los que usan los niños para flotar en el agua.
Vuelvo a saltar pero en el colchón extra donde me estoy quedando. Debiera anotar este sueño que viene en capítulos, como si yo fuera Netflix, pero estoy asqueado del sudor y el calor y como me duermo y me despierto tan abruptamente no caigo bien en cuenta de qué lado de la realidad estoy. Pero estoy aquí, en Valencia. Eso lo tengo claro. Luego de la comedia negra de enredos de las fotos y el WhatsApp saqué de emergencia un salvoconducto (no había otra manera de moverme por la autopista estando, como estamos, en cuarentena radical por la pandemia) y me vine en la camioneta de mi cuñada que es la más cercana que podía pedir y en condiciones de agarrar carretera. Llegué, hablé con allegados y doctores, vinieron a verle las lesiones a mi papá y acordamos que hay que hacerles curas profesionales un día sí y un día no. Tiene dos escaras abiertas feas. La peor a la altura del coxis. La dos en la cadera del lado izquierdo y en la cadera del lado derecho empieza a necrosarse el tejido, es decir, que ahí viene la tercera.
Aunque los cocodrilos que le caen encima a Verónica son inofensivos, la situación no lo es porque la arrastran en la confusión hacia la piscina y cae en el agua llena de cocodrilos reales, para mi absoluto terror. Además caen otros caminantes. Los cocodrilos están hiperquinéticos y hambrientos porque empiezan a morder a los caídos y el agua se tiñe de sangre inmediatamente. Santi grita asustado y yo quiero ir por Vero pero no quiero dejar solo a Santi y el desespero es mucho y va en aumento. Trato de identificar a Verónica entre el agua teñida de rojo, los cuerpos sanos y mordidos de los caídos y los propios cocodrilos hiperquinéticos. Al fin la veo. Ahora está en traje de baño, trata de escapar de los reptiles pero en lugar de nadar hacia la superficie, nada hacia abajo, lo que me parece una terrible idea.
Creo que prefiero quedarme despierto, aunque no me gusta la idea de dejar a Vero metida en esa piscina infecta. Aquí, tenemos un dilema con mi viejo que tampoco me deja dormir: debemos tratarlo con antibióticos pero no podemos hacerlo vía oral porque tiene sangre en las heces y eso significa una hemorragia en alguna parte del sistema digestivo. Pastillas fuertes pueden empeorarla y lo mataríamos. Pero ya han tratado de ponerle vía en estos días y no tiene las venas en condiciones, no lo logran. Se nos deshidrata, no tenemos dinero para una clínica y el hospital hierve con casos de COVID y si le da el virus con su cuadro es improbable que lo pueda superar. Es muy difícil decidir el camino correcto.
No puedo más y me lanzo al agua. He decidido que Santi en la orilla me necesita menos que Vero en el agua a merced de los animales asesinos. Hay heridos gritando. Apenas entro hay movimiento hacia una orilla y parece que salieron varios de los caídos. Vero podría estar ya a salvo pero no la veo. Ni en el agua ni afuera. Me sumerjo y trato de ver si la identifico. Un cocodrilo me roza con su cuerpo. Salgo a la superficie y viene hacia mí otro de los reptiles. A la ves me parece que veo a Vero afuera. Nado como demente hasta alcanzar la orilla y salir.
3:40 am. ¿Se me metió un zancudo en la oreja? Zumbó tan fuerte que podría jurarlo. Solo eso le falta a esta noche de mierda. Hoy en la tarde le hicieron la cura a las escaras y quedé fundido. El cirujano estuvo fácilmente 40 minutos raspando sin anestesia con una hojilla de bisturí las lesiones de papi, como si aquello fuera un solomo y le quitara los pellejos. Y no se le mueve un pelo a este carajo. Raspa, aquello sangra, se acumulan las gasas empapadas sobre el colchón de la cama, algunos vasos sanguíneos más grandes botan sangre escandalosamente y entonces el cirujano saca hilo, aguja y sin anestesia también, clava y anuda para cerrar el vasito. Esto hasta 6 veces en una sola escara. De pronto el viejo, que no dice ni “hay”, brinca. Pero hay que hacerlo y hay que hacerlo así. Se debe retirar todo tejido muerto si se quiere tener la esperanza de que esa zona regenere la piel. Un día sí y otro no roza lo criminal. Pero es lo que hay.
Logro salir del agua. Entre la gente que grita y corre veo a Vero que sí está afuera. Con tanto caos no sé si llegaron a morderla o no. Llego a su lado. La reviso toda tocándola desesperado y no, no tiene ni un rasguño. Me vuelve el alma al cuerpo. Pienso que ya sé con prueba real que si Vero está en peligro jamás la dejaría y me metería a él de cabeza para salvarla. Pero estoy en un sueño y el yo que todo lo observa sabe que no he probado nada.
Despierto otra vez. Me levanto. Voy hasta la sala donde duermen mis padres porque necesitaban el espacio por la cama clínica, etc. Veo a mi padre dormir nada plácidamente. Las vendas en las escaras, el calor. Aquí los cocodrilos están ganando.
Y en este punto empezó lo extraño porque se supone que la realidad es la realidad y lo inverosímil son los sueños, pero con los ojos cerrados o abiertos, todo se fue llenando de escamas y dientes y coletazos.
Tuve comentarios positivos e intensos como los de Yoyiana: “Me ha fascinado. Ese ir y venir por el sueño sostenido en el duro trance de tu padre. La atmósfera, el calor desesperante: la angustia y las sensaciones tan potentes por las que nos llevas”. Sentí que en la escalada de escribir había llegado a un pico importante. Faltaba cordillera y alturas mucho mayores, pero estaba vivo y había puesto mi bandera en una cima superior para mi promedio.
Un par de días después, Bea, otra de las compañeras del curso escribe en el chat sobre sus días de vacaciones y sube un video de un cocodrilo enorme flotando en el muelle tres del Carenero Yatch Club. El animal, imponente, flota de lado entre el muelle de madera y los yates. Es más gris que verde. Los cocodrilos empiezan a desbordarse del mundo de los sueños y caen chapoteando hacia la realidad. Ella bromea con esa posibilidad. Todos comentan divertidos. Yo siento algo de vacío en el estómago.
Tres días después aparecen en las redes fotos de otro cocodrilo, de unos dos metros y medio, amarrado con mecate amarillo por tres pescadores en costas venezolanas donde no suelen verse, otra vez. Higuerote, Carenero, Río Chico han reportado las mismas presencias. En la playa. Mar. Agua salada. Nunca había visto tanto cocodrilo que no fuera en escenas de pantanos de USA o en Animal Planet.
Hace tres días, en Cabimas, Estado Zulia. Veo en Twitter el caimán de metro y medio, caminado tranquílazo por una acera en plena ciudad. Lo siguen un par de lugareños con sus celulares, registrando la extraña escena. Pasan carros, gente. Una iguana que tomó esteroides paseando.
Digan lo que quieran, que la casualidad y bla bla. Que solo no estábamos atentos. Pero si eso fuera cierto no estaría yo finalmente aquí, paralizado de miedo porque vine a mi cuarto, abrí el closet para sacar una camisa y de una caja de zapatos ha salido este animal de dos metros y medio que me mira fijamente, ojos húmedos y brillantes, sopesando qué tan peligroso puedo ser para él o qué tanto puedo saciar su hambre. No estoy soñando. Este bicho no es transparente, ni flota ligeramente sobre el piso. La tapa de la caja de zapatos está todavía ahí, a su lado y está mojado todo el piso de granito. Hay hilos de baba colgando de su boca. Definitivamente está aquí. Él tampoco se mueve casi, aunque su cola, larguísima, sigue deslizándose de la caja de zapatos por efecto del peso hasta que ya. Casualidad mis cojones. ¡Una caja de zapatos! Tiene la enorme boca entreabierta. La lámpara de la mesita de noche le cabría cómoda sobre la lengua. Veo sus músculos tensos como los míos, a punto de hacer algo drástico. Si decido correr, me alcanza. Me van a llenar el cuerpo de escaras. Y volveremos a vernos, papá.