📐 Popeye, me casé con Brutus

Querido Popeye:

Brutus duerme boca abajo, con su pijama a rayas, como un judío preso en aquellos malditos campos Auschwitz. Le escribo desde el dormitorio que comparto con este hombre a poco menos de treinta años de matrimonio, a propósito de su última carta, la cual me vi tentada a quemar. Lo hice por no caer en la tentación de volver a leerla, como una vieja que revisa los álbumes de sus antiguos amores. ¿Para qué, si tampoco tengo una hija a quien contarle mi vida? Necesito aclarar que será la última noticia que reciba usted de mí. Mi esposo ha caído gravemente enfermo: padece de un maldito cáncer de hígado. Bueno, el doctor no hace más que mirarme como la futura viuda que soy. Lo llevo mal, aunque usted puede sacarme en cara que apenas me casé, quise estar de nuevo soltera. Pero Brutus me amansó; nadie me habría tenido tanta paciencia. Al final, solo quería separarme para fornicar un rato con otros hombres. Saciadas esas ganas, Brutus volvía a ser mi dueño.

Estos ocho meses que Brutus guarda cama contra su voluntad, no han hecho sino avivar la pasión que siempre me ha despertado todo aquello que se me niegue, y la muerte me va negando su cuerpo, en tanto que la vida me va desengañando. ¿Sabe? Siempre pensé que la robustez de Brutus era incorruptible, inmune a los dolores mundanos que nos aquejan a todos, a usted, por ejemplo, a quien llevó la ventaja de tener que demostrar constantemente la necesidad de poseerme, contra la suya, de salvarme. No puedo apartar los ojos de Brutus, duerme mientras algo interno lo consume. Lo veo llenarse de canas. La edad le ha disminuido hasta la estatura, aquella estatura colosal que tantos problemas le dio a usted en nuestra mocedad, ¿recuerda? Fíjese. El trauma de cualquier pareja longeva es presenciar, a la fuerza, la decadencia de los cuerpos que una vez fueron bellos y enérgicos. Hubo un tiempo en que juré que Brutus era una cosa inmortal, dudaba que un cuerpo como el suyo pudiera desvanecerse. No deja de decepcionarme su vejez, su progresiva torpeza, y sin embargo me sorprendo a mí misma amando su fachada de niño. El tiempo se encargó de ir disminuyendo también su lujuria. En su lugar, instaló un yacimiento de ternura en sus facciones. Si usted lo viera… Los toscos brazos que en una época me estrangulaban sin quererlo, ahora se mueven despacio y me recogen como si fuera yo una mujer de resina, y aquella barba negra fue poseyéndola un empeño domeñado y blanquecino. Antes, cuando solía dormirme en su pecho altivo, me costaba encontrar los latidos de su corazón. Entonces era un pecho amplio, poblado de vellosidades, que escondían un corazón membrudo al que yo no tuve acceso sino hasta veinte años después, cuando las carnes comenzaron a menguar. Ahora sus latidos no me dejan dormir, su corazón se encuentra demasiado expuesto. 

Tras leer esta carta, creerá usted que me moviliza, no el amor a Brutus, sino una perversa compasión. O la necesidad de absolverme de tantos daños que le he causado a mi esposo. Es cierto, Popeye; hice todo cuanto había que hacer para que alguien piense de este modo: las mujeres terminamos enamorándonos de los villanos. Son más atractivos, o despiertan en uno nuestra propia maldad, acalambrada por los buenos modales. Pese a que he sido malvada y libertina, no soportaría que usted creyera que siento piedad, culpa o conmiseración respecto a Brutus. Lo que siento por él se llama abnegación, que es la mayor expresión del amor. Cualquiera que me viera en la cabecera de la cama frotando sus manos con loción de rosas, pensaría que se trata de una postrera lealtad. Leal nunca le fui. Me falta carácter para estas cosas, querido Popeye.

Ahora comprendo que siempre amé a Brutus, que usted sólo fue el interruptor de esa pasión. Tómelo como la expresión pagana de mi propio fetichismo, recrudecido por el espectáculo de una guerra en la que nunca prometí dar nada a cambio, ni al ganador, ni al perdedor. Ya ve, la edad me ha vuelto más insolente. ¿Acaso nunca le dije que Brutus sabe que usted y yo hemos mantenido una inútil correspondencia? ¿He sido tan cauta para olvidar comentarle que suele preguntar por usted sin aturdirse? He aquí la máxima de su hombría: Brutus lo contiene a usted, pero usted, jamás habría podido contener a Brutus. No me malentienda, pero usted siempre fue lo que aparentó ser, un hombre bueno. Verá, ser bueno no basta, al menos no para mí. ¿Para qué iba a casarme yo con un altruista? No quieres a un hombre bueno porque sea bueno; lo bueno solo puede beneficiarte. En cambio, Brutus fue siempre tan contradictorio… De eso me enamoré enceguecidamente. Ahora lo sé: a la bondad hay que agregarle el ingenio, la tozudez, la malicia, el desparpajo, la valentía y la ternura. A Brutus le gustaba ponerse mis pantaletas en la cara, como todo hombre en el centro de su pequeño circo sexual. Así recibía nuestras visitas, salteaba espárragos, preparaba ensalada de yogurt a la suegra. Así pidió mi mano a mi padre. Usted jamás habría llegado a tanto, nunca se ha permitido hacer el ridículo. Brutus ha sido demasiado todo. Fuerte y alto, era muy torpe para salvarme de los perros que ven en mí un hueso ahumado. Y tiene tanta delicadeza para llorar… ¿Le dije que le tiene fobia a las arañas? ¿Le conté que baila flamenco y que le quedan feas las corbatas? Usted dirá: esta no es una carta para Popeye sino para Brutus. Puede ser, estoy aterrada. Me adoró tanto, toda la vida, que cuando se muera se va a llevar esa adoración, y yo no seré más que una simple mujer. 

¡Tendría que haber visto la dramática noche en que la borrasca se llevó nuestra primera casa! Nunca lo escuché quejarse por lo perdido. Con sus mismas manos levantó la segunda casa, no como Vulcano, ni como Hércules, sino con la alegría de un hombre que desea ver sobre la piedra lo que sueña. Fue la metáfora de la reconstrucción de esta Oliva que hoy le escribe. He descubierto que Brutus tiene la medida exacta de mi pasión y mi temor por la vida. No sé qué será de mí cuando él muera. 

En cambio, el amor suyo por mí no era sino una proyección de la justicia. ¿Cómo hubiera sido mi vida si me hubiera casado con usted? La respuesta es sencilla: la aventura habría acabado en el justo momento en que Oliva fuera suya. ¿No le parece que es un milagro que no haya terminado acostándome con ustedes dos en la misma cama? Entre ser salvada y perseguida me quedó, por un buen tiempo, cierto gusto por los tríos amorosos. Si lo mira objetivamente no le sorprendería que yo necesitara recibir el amor de direcciones opuestas; ustedes representaron la mejor escuela de la poligamia, y  francamente, durante mis primeros años de matrimonio, logré incorporar otros contendientes amatorios de los que Brutus se defendía con la misma ferocidad. Años después llegaría a una estruendosa conclusión: la pasión que nos atacaba tanto a usted como a mí, dependió mucho de la pasión de Brutus.  Algo así como sucede en Vicky Cristina Barcelona, con la diferencia de que a Segar jamás se le hubiera ocurrido darme un toque lésbico como lo hiciera Woody Allen con Penélope Cruz. Así que nuestra historia triangular me educó en la bigamia, la ninfomanía, afianzando mi carácter que difícilmente toleraba la soledad y las relaciones corrientes. 

Brutus fue el tipo de hombres a quien le avivan el amor sólo las mujeres inalcanzables, comprometidas e indiferentes. Usted fue el tipo de hombre que se enamora sólo de su heroicidad. 

Veo a Brutus dormir. Siempre termina con los pies fuera de la cama. Parece un Troll durmiendo en una caja de fósforos. En treinta años de matrimonio una de las cosas que se prueban son las formas y tamaños de la cama. A veces, solo con las rodillas complexas puede caber un hombre en un cuadrado. Esta kinsái, donde él duerme ahora mismo, la compramos en un mercado filipino donde celebramos los quince años de matrimonio. 

¿Le conté que Brutus era incapaz de enfadarse por la sombra de Popeye? Confiaba demasiado en su calidad de amante. Yo misma no soy capaz de refutárselo. Por eso y porque creyó que jamás me gustaron los hombres feos. Nada más lejos de la realidad. Toda mi vida he sentido debilidad por los hombres feos. Brutus sería la excepción de la regla. Su fealdad, querido Popeye, llegó a enloquecerme. Recuerdo que mamá se oponía a nuestro romance, decía que usted era doblemente feo y que fumaba marihuana. Nunca creyó que fueran espinacas; para ella, siempre fue usted un hombre feo, tuerto, noble, marihuanero y adicto a los esteroides. «¿Pop-eye, en serio? ¿Cómo te va a gusta un hombre cuyo nombre significa ojo saltón, ojo tuerto?». Pobre mamá. Nunca llegamos a comprendernos del todo. 

Mi boda con Brutus tampoco la satisfizo; dijo que era demasiado hombre para mí. «No te extrañe que un hombre tan guapo y tan fuerte sea actor porno», me advirtió. No sé si llegó a probar sus dotes de amante, porque parecía muy segura de lo que decía. Pero ella misma se aseguró de que no sucediera tal cosa. Los primeros años de matrimonio mamá se encargó de apoderarse de su sex-appeal. Le saboteó su irresistible atractivo y lo adecuó al aspecto de un hombre profundamente casado. Mamá vivió en nuestro departamento hasta que murió, en el año 1993. Se preguntará qué hice yo para oponerme a su asquerosa influencia. Nada, en realidad. Mi madre compensó la pérdida de mis hermanos con una fijación hacia Brutus, tanto que en poco tiempo me desplazó: llegué a pensar que mi madre era ese tipo de mujeres que proyectan en sus yernos una especie de marido. Bueno, Brutus tampoco opuso resistencia, y yo aproveché la incestuosa situación para buscar nuevos amantes. Mamá había abierto una nueva triangulación amorosa entre Brutus, ella y yo. Y mientras mi madre se encargaba de engordar a Brutus y esculpir en su abdomen marmóreo la barriga de mi padre fallecido, a mí se me disparaba la tendencia incontenible de la infidelidad. Brutus era de mi madre y yo de mí misma, así que en tres años tuve tiempo de vivir diez, malgastar la mitad de mi fortuna y procurarme una fama de ramera espeluznante. 

Fue después de que mi madre murió cuando Brutus y yo comenzamos a mirarnos como marido y mujer, como Adán y Eva. 

Antes, durante el paréntesis que abrió mamá entre nosotros, nos miramos como hermanos. Luego vino una mirada de profundo reconocimiento que nos acompaña hasta nuestros días. Lógicamente me quedó a mí el trabajo más difícil, recuperar su viejo cuerpo y quitarle la actitud de un padre solo e infeliz. Probé de todo. Comencé a buscarle mujeres a Brutus para restituir la fiereza de nuestro amor. Pero ya era demasiado tarde. Perdí, no sé qué día, ni a qué hora, el coraje para repartirnos. Desde entonces, es suficiente con los dos.

Como ha debido notar, querido Popeye, mi matrimonio no podría estar más consolidado. Vivimos de nuestras pensiones; la fama nos ha mantenido alejados de los colmillos de cualquier geriátrico. La vejez disciplinó la pasión a Brutus y a mí, mi propia morbosidad. De vez en cuando alguien nos reconoce en la calle y nos pide autógrafos, en su mayoría gente senil o algún chico coleccionista de cómics. 

Por todas estas razones, desista de la idea de que yo regrese a su cama o que venga usted a ver a mi esposo. Los tres ya no cabemos en ningún espacio, no pretenda hacer del pasado algo familiar. Sólo hágale llegar a Cocoliso mis congratulaciones y mis excusas por no poder asistir a su graduación.

Sin más,

Oliva H.

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