El río arrastra hacia el mar tantos secretos. Se lleva lejos lo que nadie quiere ver y lo que a veces arranca del borde de las ciudades. Sillas, latas, pañales, casas, mierda, cadáveres, maderos, zapatos. También se lleva lo que sale de los vientres, fetos de humanos interrumpidos. Caen en la poceta como bolsitas té de manzanilla y hacen plop. Dan vueltas en el remolino del váter y luego entran al río perdidos para siempre en el anonimato. La corriente, como no sabe lo que lleva, cree que son peces y también los arrastra consigo hasta que su fuerza los disuelve. Y es todo, un plop. Un plop como un disparo. Un plop como una libertad maldita. Arriba, en un baño, una mujer abrazada al retrete, tiembla. Llora. Maldice el amor, el método de ritmo, el semen. Ahí, arrodillada, también odia al hombre que ama. Odia la saliva del hombre, la sonrisa del hombre, el pene del hombre. Se levanta, va al espejo: su primer tribunal. No está sola. En el espejo está su madre, su padre, Dios, el hombre que ama y odia, el feto que seguramente pudo haber sido varón y pudo llamarse Ignacio. Vuelve a llorar, esta vez con furia, contra sí misma. Se arranca algunos jirones de pelo. Entiende que no podrá sola, que ya nada será igual, porque debajo de todo lo que haga en adelante estará un plop como un disparo. Sale del baño y entra a la recámara, hedionda a pólvora. Sentado en el colchón, un hombre cabizbajo la espera. Sobre su hombría se funda una nueva vergüenza. En la mesa de noche un vaso de malta con canela y el estuche de pildoritas de misoprostol. La mujer se sienta al lado del hombre, odiándolo, necesitándolo. Se miran, como pueden. Saben que el amor ha sido herido, que nada heroico queda en ellos. Él sabe además que ella lo odia y ella sabe que su vergüenza lo destruirá por dentro, por eso se abrazan. Cuando por fin las horas vencen el dolor, duermen abrazados, como dos criminales. Sueñan cosas atroces. La vida continúa, emplea las maneras de un luto subrepticio. Con el tiempo el odio cesa y un buen día se convierte en un profundo terror. La mujer teme al hombre, teme al semen, teme a su placer, teme al amor. Es perseguida por la idea de que nada de esto merece. Se separan. A veces buscará matarse, pero algo detrás de ella la protege. A veces también conocerá a otra mujer que ha perdido un hijo deseándolo, y la envidiará, y querrá morirse. Menstrúa con asco, niños cantan en la sangre, y se pregunta si un hijo podrá redimirla. Antes que nada, va al río, mira en el río la figura de una lápida. Enciende una vela, pide perdón, los árboles responden burbujeando sus hojas.
Años después nace su hijo, como un Cristo. La mujer estrena el amor y un insospechado heroísmo. El hijo se llama Cornelio. Cornelio cumple su primer año, cumple dos, cumple tres. Así crece. Cuando Cornelio apaga las velitas de su torta, siempre apaga una más. Sin saberlo, apaga su velita y la velita de su hermano fallido.
La mujer envejece; ha vivido, ha luchado, ha amado, ha sido feliz. Una noche suspira, es tiempo de irse. Lentamente camina hacia la habitación, enciende la lámpara. Una imagen la desvanece. Sentado en la cama está un ángel, tiene el rostro de su primer amor. Ella avanza, se acuesta a su lado, sonríe. Dice: «hijo». Con la cabeza en la almohada pregunta: ¿Me odias? El ángel responde «no». ¿Has estado cuidándome? El ángel tiende sobre ella una sábana, como siempre, como todas las noches. Y allí se queda, esperándola.