💋 Te mando un beso con Norbert

Fue así: Antes de despedirnos, deposité un beso en la boca de Norbert. Al principio su boca tardó en abrirse —como si me pidiera una contraseña—. Pero mi lengua la atravesó y removió sus sombras. De su boca salió un débil vapor, un espíritu. Y después pasó esto: encontré un chicle archivado pegado a un labio. Si te lo cuento, jamás lo creerías; nos besamos con esa cosa incómoda en el medio, disputándonos esa pasta que a un tiempo pasaba a mi boca y al otro terminaba en la boca de Norbert. Ninguno se atrevió a tragarse el chicle; no sé si uno puede besar y tragar al mismo tiempo. Él no estaba preparado para una visita como la mía, y pronto me hizo sentir que en su boca era domingo y que mi lengua llegaba en mal momento. Sin embargo, me empeciné. Tú sabes que besar a un amigo es como abrir una puerta y retroceder, morder una manzana verde, patinar en el césped o recibir una llamada equivocada desde Holanda. 

Cuando me separé de su rostro, le dije a Norbert:

—Hazle llegar este beso a Gay.

Él asintió, y eso me bastó para creerle. A mis manos se subió un gesto de flores y apreté su corbata a modo de gratitud. Sentí que te enviaba una postal en la boca de Norbert, una postal de mí misma, una acuarela apelmazada. Norbert puso su maleta de mano en la pretina rodante, atravesó el detector metálico y me dijo adiós. Lo perdí de vista cuando entró a la sala de espera. Se entretuvo limpiando los anteojos con la manga de la camisa; por un momento creí que se limpiaba mi beso, pero recordé que lo había dejado bien adentro, para que no se saliera. Norbert había estado arisco, no quiso confesarme que ya no te veía tanto. Te evitaba desde que te dio cáncer, y eso lo avergonzaba. 

Mientras el montacargas trasladaba las maletas a la barriga-avión, Norbert tuvo tiempo de comprar un libro sobre la Edad Media, café y otro tubo de chicles. Sentada en la barra del café-bar, se encontró a Leticia, de pie, enfriando un capuccino. Conversaron suavemente durante quince minutos; ambos tomarían el mismo vuelo hacia Puerto Largo. Leticia tenía planeado pasar una semana en Gibraltar, la ciudad donde tú vives. 

 —¿Todavía frecuentas a Gay? —preguntó Norbert.

—Siempre lo veo, en el rompeolas. Miriam lo lleva a tomar sol los fines de semana.

En algo más de veinte minutos abordaban el avión. Leticia y Norbert quedaron separados en la fila por cinco butacas. Hubo revuelo en el pasillo mientras los pasajeros guardaban las maletas en los compartimientos. Una voz femenina acompañó desde el altoparlante a una azafata que daba instrucciones sobre la forma de usar el cinturón de seguridad, el salvavidas y la ubicación de la compuerta de emergencia. El capitán anunció el vuelo y en pocos minutos el avión sobrevolaba el este de la ciudad. Leticia había quedado prendada de la voz del capitán. Madura, percutida y robotizada no era una voz sensual en sí misma, pero le excitaba escuchar la voz de un hombre que jamás conocería, pero de quien su vida comenzaba a depender. Sabes que a Leticia le excitan los capitanes de aviones y de barcos; te lo ha dicho: nunca falta un aviador en sus fantasías sexuales. 

Dispuesto en su asiento, Norbert ojeó el libro, pero tenía la cabeza puesta en otra idea. Indeciso de visitarte, halló la solución a cinco butacas. Leticia se hallaba todavía más cerca de ti, y la verdad es que era improbable trasladarse del Litoral a Puerto Largo sin que pasaran al menos tres semanas. Esto lo motivó a levantarse. Caminó por el pasillo y se detuvo frente a Leticia, que resolvía un sudoku sobre la mesita replegable del asiento contiguo. Norbert tanteó la sustancia de Leti. La chica lo interrogó con una mirada inconcreta. Norbert se agachó, acercó su rostro al de ella (notó que olía a peluche guardado). Ya, con su boca sobre la boca de Leticia, metió su lengua. Buscó la lengua de la chica. La encontró arrodillada debajo del paladar. Leti respondió de forma intermitente. Se besaron con los ojos abiertos, como si miraran debajo del agua.

—Dale este beso a Gay —pidió Norbert cuando se retiró—. Dile que se lo envía Helena. 

Leticia aceptó y saboreó el beso que no era suyo, un poco avinagrado. Lo guardó sin llegar a tragarlo. La boca de Norbert quedó vacía, despejada. Después de cuarenta minutos, el avión aterrizaba en el aeropuerto Central A. N. B. Se despidieron tras recuperar la maleta en la correa número 05. 

Por su lado, Leticia tomó un taxi. Tenía mensajes de voz en la contestadora cuando llegó a casa. Eran de su amiga Rudy, que le avisaba que iría a verla esa noche.

Cenaron en Vista Rey, en las mesas apiñadas en la calle bajo un farol de luz azulada. Una pizza y dos cervezas colmaron la mesa. Rudy actualizó los sucesos en el periódico; los directivos habían decidido reducir la cantidad del tiraje en vista del problema con el papel, y se quejó de que, aun sin papel ningún director discutiera reducir las páginas publicitarias. 

—Cuando hay que sacrificar información, siempre sacrifican el área de cultura —protestó Rudy. 

—Parece que así es —respondió Leticia—. Esta semana suprimieron las columnas de opinión. Llegará el momento en que estos periódicos solo sean folletines comerciales. 

Luego Leticia habló de cosas irrelevantes: estaba cansada. 

—Mañana iré a ver a Gay —informó Rudy.

—¿Mañana? ¿Estás segura?

Desde que estás enfermo, Rudy te visita casi a diario, te compra el periódico y te lleva bizcochos rellenos de fresa. 

—¿Y cómo está? 

—A veces bien, a veces con mucho dolor.

Leticia convino visitarte el fin de semana, aunque no se comprometió del todo. Aún debía redactar todas las notas. Vio en Rudy una buena oportunidad de zafarse. Al finalizar la velada, Leti atravesó la mitad de la mesa con el cuerpo. Hizo ángulo con los codos. Acercó su rostro al de Rudy sedosamente. De cerca tenía los ojos grises. Rudy sonrió esquiva; miró a ambos lados. Leti se quedó un segundo delante de ella, como frente a una puerta. Cerró los ojos y se desplazó hacia su boca ladeando la cabeza. Ahí apretó sus labios contra los de Rudy, espesos y lubricados como malvaviscos. Rudy la recibió con una lengua dócil y acanalada. Fue un beso largo, iluminado por un farol chino. Cuando se separaron, se produjo el ruido que hace un pulpo cuando se arranca de una vidriera. 

—Dale este beso a Gay —pidió Leticia—. Me lo dio Norbert. Dile que se lo manda Helena.

Al día siguiente, Rudy no pudo ir a verte. Debía cubrir una noticia para el diario. Pero, antes de salir, llegó Chuchú al departamento. Por alguna razón explicó que pasaría por tu casa a llevarte algunas películas de Malick. Rudy concluyó que no habría ocasión más propicia para hacerte llegar el beso. Además, lo más probable es que almorzara con Leonardo en la recepción, lo que implicaba besarlo con otro beso encima, lleno de pliegos y todo un lío con Leonardo y Norbert y Helena y Leti. 

Rudy se despejó la pollina del rostro, metiéndola en las orejas. Se allegó a la cara de Chuchú.

—¿Qué? —preguntó Chuchú vacilante.

Rudy lo besó. Metió el labio de arriba en el centro de la boca de Chuchú, que olía a gaveta. Las lenguas retrocedieron y avanzaron algo apesadumbradas. Chuchú sintió que recibía una carta.

—¿Y esto? —preguntó.

Rudy se hizo un moño. Se echó aire con las manos. 

—Me lo dio Leticia anoche, que se lo dio Norbert —sacudió la cabeza: todo un lío explicar un beso que se va dando—. La verdad es que se lo envía Helena a Gay. ¿Puedes dárselo? No creo que alcance a verlo hoy.

Chuchú mordió un bizcocho. El beso mezclado con el bizcocho le supo a pétalo y tierra. Parpadeó varias veces. Sí, sería como entregar una carta llena de saliva. No se negó, al menos no del todo. En el trayecto se le ocurriría una idea; al fin de cuentas, no entrañaba mayor cosa: Le daría el beso a Miriam (tu enfermera), y asunto resuelto. Dejó a Rudy en la entrada del diario y se desvió hacia la Avenida Bicentenaria. Compró rosas en un kiosco; también una caja de cigarrillos para ti, aunque él sabe, todos sabemos, que ya no puedes fumar. Esto es bello entre los hombres: consienten entre sí prohibiciones vitales. Al entrar a la urbanización, apagó la radio, sonaba una canción de Soda Estéreo. En el estacionamiento, apagó el jeep. Bajó el bolso y otras cosas. Tocó el timbre. Nadie abrió. Era raro que Miriam no abriera, siempre asomaba ásperamente su cabeza medio rectangular. No te enfades, Gay, pero nunca nos ha caído bien Miriam. Es demasiado enfermera para ser amable con tus amigos. Y yo sé que, apenas das la espalda, arroja los bizcochos a la basura y les arranca a los diarios las páginas de sucesos. Una vez le dije que ella debía encargarse del cáncer y nosotros de la vida, pero en ese momento preparaba una jeringa para ti y sabes lo intransigente que son las mujeres con una jeringa en la mano.

Lo cierto es que Chuchú introdujo la llave y giró el pomo de la puerta, atravesó la sala y continuó hasta tu habitación. Entreabrió las cortinas. Tú te erizaste; a las diez de la mañana todavía dormías. 

—No solo tienes cáncer, sino que también eres flojo —renegó Chuchú arrojando los discos de Malick sobre tus piernas. Cambió las flores marchitas por el ramo de rosas. Mordisqueó otro bizcocho antes de dártelos. 

—¿Y Miriam? —prosiguió.

—No está —dijiste amodorrado.

—¿Tardará en llegar?

—No viene sino hasta enero.

Dijiste esto y miraste las películas a través de tus pestañas negras.

—¿Crees que algún día se deje ver? —te referiste a Malick.

—No lo sé. No había conocido un cineasta tan esquivo.

Chuchú fue al baño, levantó la tapa de la poceta y orinó. En realidad, estaba pensando. Algunos hombres piensan mientras orinan. Bajó la bergamotilla. En el agua se fue el orín y una cobardía algo turbia. Sin Miriam en casa, el beso lo tendría que entregar él, naturalmente.

Entró resuelto a la habitación. Tú mirabas la sinopsis de El árbol de la vida

Fue cuando Chuchú se acercó a ti y apoyó ambos brazos entre tus costillas. Te miró. Tú te quedaste quieto, algo paralizado. Él acercó su rostro al tuyo, y fue como juntar dos sillas de ratán. Jugó un poco de esgrima con la nariz porque no sabía cómo encontrarte. Le tembló la boca. Tú cerraste los ojos, dulcemente aterrado: besar a un hombre estaba en tu lista de desafíos antes de morir. En eso Chuchú posó los labios mojados sobre los tuyos. Tú abriste la boca, ligeramente. Las lenguas tocaron las rejillas de los dientes y fueron a temblar juntas adentro, espantadas.

—Este beso te lo manda Helena —informó Chuchú ahorrándose los detalles. Fue corriendo a masticar bizcochos: tenía la boca atascada de pétalos.

Tragó y tragó bizcochos, y al poco tiempo la boca estuvo vacía, en un sentido estricto, de completa vacuidad. Tanto que la sintió grande.

—Tiene un sabor cansado —observaste.

Esa noche soñaste conmigo. Yo iba en un tren, y atravesaba muchos vagones para encontrarte.

Agregar un comentario

Síguenos en:


Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

Los artículos más visitados: