981 5432
(Tomás Onaindia)
Lidia de Tavares descubrió el número de teléfono a los pocos días de la desaparición de su esposo. Estaba anotado en un tique de Metro que encontró en una de las chaquetas de Jaime Tavares.
Lidia pasó horas observando aquellos números que, ciertamente, no correspondían a la mano de Jaime. La tinta, de un rojo intenso —rojo pompeyano, según había leído en una revista— destacaba sobre el amarillo del boleto. Solo una mujer podía usar una tinta de semejante color. El trazo de los números era firme, amplio, incluso elegante como reconoció la propia Lidia; los círculos del ocho eran perfectamente simétricos mientras que el dos final estaba rematado por una especie de culebrilla.
Después de observar los números durante tanto tiempo, a Lidia le pareció que empezaban a moverse igual que la cola recién cortada de una lagartija. Aquellos números era todo lo que le quedaba de su esposo. No había pistas, ni siquiera unas iniciales. Solo los números.
Cuando por fin se decidió a llamar, nadie contestó. Y aunque insistía una y otra vez, probando siempre a distintas horas, no obtuvo ningún resultado. Solo que, a veces, el teléfono le daba ocupado. Entonces ella esperaba unos minutos y volvía a marcar. Pero incluso si la línea ya estaba libre, nadie contestaba.
Luego pensó en ir a la Compañía de Teléfonos; a lo mejor ellos, gracias a sus computadoras, podían informarle de la dirección correspondiente a aquel número. ¿Y si le preguntaban la razón de tanto interés? Confesar la verdad era demasiado humillante. Y Lidia sabía muy bien que cualquier pretexto que inventase no engañaría a nadie, sería aún peor que decir la verdad.
Algunas mañanas, mientras los niños estaban en el colegio, paseaba por la zona de la ciudad a la que correspondía el serial del número. Un día observó a una hermosa mujer y por un momento pensó que podía ser ella. La siguió unos metros hasta que se dio cuenta de lo absurdo de su suposición.
Volvió a casa a tiempo de preparar la merienda de los niños. Jaime, de 12 años, había entendido lo que ocurría sin necesidad de mayores detalles. Melissa, de 6, se conformó con la explicación de que su papá estaba de viaje. Tampoco parecía echarlo mucho de menos.
Fue el dueño de la compañía donde trabajaba Jaime Tavares quien se decidió a reportar la desaparición, más que nada porque así podría darle de baja y ahorrarse un sueldo.
Los policías hicieron algunas preguntas (indiscretas la mayoría), que Lidia evadió lo mejor que pudo. Uno de los policías, el más viejo, la visitó al cabo de unos días para explicarle que, en su opinión, aquel era un caso claro de desaparición voluntaria. Él había trabajado en muchos casos similares y, normalmente, nunca se volvía a saber del desaprensivo padre y esposo. Lo más curioso, según él, era que cuando por una de esas casualidades de la vida la familia o la policía daban con el desaparecido, descubrían que el hombre había reconstruido su vida a imagen y semejanza de aquella que abandonó tan violentamente. «No deje de llamarme si se le ofrece algo», terminó diciendo el policía. Lidia nunca lo llamó y, desde luego, nunca le mencionó a nadie lo del número de teléfono.
Finalmente, Lidia se encontró sola con sus dos hijos. Y un número de teléfono. Una de esas noches en que no podía dormir, se instaló en la mesa del comedor con uno de los dos tomos de la guía telefónica. Abrió el grueso volumen al azar y empezó a leer los números. Pero la guía no resultó ser como la Biblia, donde, según le habían enseñado, en cualquier página encontraría siempre consuelo. Lidia cerró el tomo, pero solo para abrirlo de nuevo, esta vez por la primera página.
Cuando los niños se levantaron para ir al colegio, descubrieron a su mamá repasando los números de teléfono uno por uno, columna por columna. Jaime se sentó a su lado, le preguntó el número que debía buscar y empezó con el segundo tomo. Melissa, por su parte, se fue a jugar.
Al principio fue pesado. Los dolores de cabeza y de espalda, además de un constante escozor en los ojos, les obligaban a tomarse algún periodo de descanso. Pero poco a poco se fueron acostumbrando y a menudo Lidia ni siquiera interrumpía su tarea para preparar el almuerzo, sino que enviaba a Melissa a comprar algo.
Después, a medida que madre e hijo descubrieron que un número de teléfono era algo más que una sucesión de dígitos, que era algo que se podía apreciar como un todo, empezaron a disfrutar realmente. Y cuando uno de los dos encontraba un número que le gustaba, se lo leía al otro y comentaban sus impresiones. A Lidia, por ejemplo, le emocionaban los números simétricos porque le recordaban la rima de las canciones. Jaime, en cambio, disfrutaba con los números absurdos, los que no parecían tener ninguna lógica interna.
De noche ya casi no veían la televisión. Uno de los dos leía en voz alta mientras el otro descansaba. Hasta Melissa se quedaba dormida oyendo el recitativo.
Luego empezaron a sentirse más cómodos con los números que con las palabras. Al principio el lenguaje era muy simple: el 33 significaba «sueño»; el 782, «ropa sucia»; el 51, «hora de comer». Más tarde el lenguaje se fue enriqueciendo hasta el punto que llegaron a prescindir de las palabras.
Una mañana, al levantarse, Lidia descubrió horrorizada que había olvidado el número que estaban buscando. Despertó a Jaime y le explicó lo que pasaba. Este le confesó que él también lo había olvidado, pero que no se atrevió a confesárselo. Sin mucho convencimiento buscaron en el desorden que era la casa el maldito tique de Metro, que no apareció por ninguna parte.
Prepararon un café y se sentaron frente a la mesa del comedor. Entonces Jaime empezó a leer una columna de números que a Lidia siempre le hacía reír.
Tomás Onaindia
Escritor madrileño, autor de las novelas LOS OJOS DEL MIEDO, NO DISPAREN CONTRA LA SIRENA y MATAR CANSA.