En su juventud, en el período de entreguerras, había frecuentado
los mejores cafés de Berlín, París, Viena, Madrid y Lisboa. Con su
prodigiosa memoria podía describirlos uno por uno: las mesas de
mármol, las lámparas art decó, la decoración de cada espacio, la
mantelería o los cubiertos de plata. Recordaba los nombres de los
camareros, los olores y sabores, la mejor tarta, el mejor sándwich,
los mejores puros y bebidas de cada establecimiento. El
Romanisches, La Closerie des Lilas, el Sperl, el Barbieri, nombres
que despertaban las ensoñaciones de unos caraqueños que, a
mediados de los años sesenta, compartían mesa con el señor
Muchnik en el Gran Café. A veces le presionaban para que eligiese
su preferido entre todos, aunque ya sabían la respuesta: “Señores,
por qué insisten. Sin duda, el mejor café que he conocido es este
mismo, donde por fortuna estamos sentados ahora. Tal vez algún
día lo comprendan, pero no se los deseo”. Jamás volvió a su país,
fuese cual fuese, y murió en Caracas sin mostrarle nunca a nadie,
hombre o mujer, el número que llevaba tatuado en el antebrazo.