La espera
Tomás Onaindia
Se llamaba Gin, pero en el barrio todos le decían la Esfinge. Era una perra mestiza, lanosa, de color crema. A media mañana salía del edificio tras los pasos de su dueño con el andar cansino de quien sabe que le espera una larga jornada. Ya de madrugada, era Gin la que abría la marcha de vuelta a casa. Si el hombre se detenía, si tropezaba y caía de bruces, si vomitaba apoyado en una pared, la perra lo esperaba. Entre el paseo de la mañana y el de la madrugada, lo único que Gin hacía durante horas, en invierno como en verano, era permanecer sentada en una acera, inmóvil, mirando fijamente la puerta de un bar.