El comisario Benavides le advirtió a Harold que de tanto andar entre poetas ya estaba hablando como uno. Lamentablemente, la advertencia llegaba tarde, porque para ese entonces, Harold no sólo hablaba como poeta sino que escribía en negro para El Tuerto Dávalos y también había tenido un affaire con una fotógrafa atormentada con tendencias suicidas cuya boca olía siempre a chiclets Adams de canela y a cigarros Belmont.
Un par de años antes el mismo Benavides fue quien lo reclutó para la secreta. En ese momento, a Harold lo tenían pagando castigo haciendo rondas por el Mercado del Cementerio en el centro de Caracas. Lo habían vuelto a pillar leyendo una novela de vaqueros y eso era algo que estaba muy mal visto en la Policía Metropolitana. A Harold siempre le gustaron los western de Marcial Lafuente Estefanía, y se aseguraba de llevar en el algún bolsillo del uniforme un ejemplar para leer en sus ratos muertos, a pesar de los castigos que pudiera sufrir. Estaba, desde ese entonces, condenado por la literatura.
En la «entrevista», el General que era jefe de operaciones encubiertas puso Harold a leer el poema Silva a la agricultura de la zona tórrida de Andrés Bello y el primer libro del Éxodo de la Biblia. Más o menos cuando Moises estaba por huir de Egipto, interrumpió la lectura y llamó a Benavides. —No convulsionó —le dijo encogiéndose de hombros y le ordenó que le asignaran al nuevo recluta alguna misión.
Harold hizo la maleta con dos mudas de ropa, su bate de béisbol y sus novelas del viejo oeste. Y luego de dieciséis horas de autobús, terminó en Mérida a las órdenes de Benavides. —Vas pa Humanidades —le dijo el comisario, y le entregó los papeles que lo acreditaban como estudiante de Letras, mención Hispanoamericana. En palabras del comisario, Harold no se veía tan escoñetao como para mandarlo a la Escuela de Economía ni tan niño bien como para la de Medicina o Derecho, además, el puesto en Humanidades seguía vacante.
A pesar de que ya había pasado un tiempo desde que Caldera había reabierto las universidades como parte del plan de pacificación, los milicos que estuvieron a cargo de la Operación Canguro le pusieron como condición infiltrar policías para vigilar de cerca a los profesores y estudiantes que se habían ido de guerrilleros a la montaña, unirse a los grupos de choque, calentar manifestaciones, etcétera.
El Tuerto Dávalos captó a Harold en una de sus clases del primer semestre y se lo llevó a trabajar como escribano a su taller. Al poco tiempo, Harold comenzó a venderle poemas escritos por él —una práctica común en la escuela— que luego firmaba como propios y mandaba para algún concurso. Así ganaron varios y quedaron con menciones honoríficas en otros: Harold escribía a mano y El Tuerto, con una Underwood roja igual a la de Kerouac, los pasaba en limpio sobre papel bond base veinte y metía el sobre por el buzón de correo. Los dos ganaban: uno mantenía su reputación de gran poeta, el otro escribía sin riesgos de ser descubierto, y juntos se repartían los cheques. Dinero lloviendo a cántaros.
Cada vez que ganaba un premio importante, a Dávalos le gustaba pavonearse en el cafetín de la Facultad de Humanidades delante de los otros profesores de la escuela; presumir que si esta ciudad era así o asado, que si tal poeta miembro del jurado se rascó como una cuba, que si las morenas de Barquisimeto eran las más divinas de todo el país, todo aquello mientras le brindaba café a los amigos —y enemigos— que pudiera toparse en el cafetín. Así llegó una mañana, después de haberse ido dos semanas a Margarita a recibir un premio, sólo que esta vez, El Tuerto andaba completamente trajeado con un Armani color lila y unas alpargatas de yute a lo Ricardo Tubbs repartiendo, como reina de carnaval, unos toblerones mini del tamaño de un borrador de goma, que sacaba de una bolsa dorada. El poeta acababa de embolsarse diez de los grandes —cien billetes con la cara de Benjamin Franklin— por sus versos de Cielo alado, que era a su vez una versión de Mar con alas que Harold escribió en la parte de atrás de una planilla de depósito mientras hacía una cola en el Banco Latino. Para guardar la discreción, le dio a Harold y a los dos amigos que estaban con él su cuota de chocolate suizo y le pidió que se diera una vuelta por el departamento para entregarle el encargo que le había hecho. Ahí mismo, Harold despachó a Teflón y al otro flaco y se fue al cubículo que El Tuerto compartía con una profesora italiana de Antropología.
—Olvide lo que dije de las morenas de Barquisimeto —recibió El tuerto a Harold mientras le pasaba un dije con un corazón en cuyo interior había una foto de una mujer que no llegaba a los veinticinco años— ¿Verdad que es idéntica a María Conchita Alonso? —preguntó. Harold se fijó en la foto de Eduvigis y confirmó el parecido.
—Una diosa, poeta. Es como María Conchita pero más culona. Ella me escogió este traje, ¿Qué le parece?
—Está bonito el color —respondió sin decir nada más— ¿Y bueno? —preguntó Harold ajustándose sus ray bans modelo aviador sobre el puente de la nariz— ¿Cuál se supone que fue el encargo que te hice?
—Coño, que le traje una vaina especial pero no se lo quería dar en el cafetín y que todo el mundo viera —respondió El Tuerto al tiempo que le entregaba una bolsa con una botella del Old Parr y una bola de queso gouda holandés con un gallo negro dibujado en la etiqueta. Mientras Harold detallaba la botella de Whisky, El tuerto no escatimaba en elogios al buen gusto de los «camaradas» que dirigían el CONAC para tirar la casa por la ventana a la hora de hacer un evento de poesía. —Nojoda poeta, comí caviar beluga todos los días, mousse de atún hasta que me supo feo y arepas de colores rellenas hasta con confit de pato. Pero bueno, lo que quería decirle es que tengo claro que estamos para cosas más grandes.
Harold supuso que Dávalos se refería a mandar textos a concursar en las grandes ligas, Barcelona, París, Nueva York, Estocolmo; quién podía saber qué estaba tramando El Tuerto, pero no, esa no era la oportunidad que estaba viendo. Aunque Harold no lo supo sino hasta ese momento, Dávalos era el albacea de toda la obra del Poeta Aveledo. Nunca estuvo claro cómo se hizo del manuscrito original y cada vez que en alguna entrevista le preguntaban, respondía que Aveledo, antes de irse como guerrillero a la montaña, le cambió el poemario por un par de botas, un sombrero y el saquito con las piezas del scrabble con el que El Tuerto y la antropóloga italiana con la que compartía el cubículo en la facultad jugaban cuando se aburrían. El caso era que con la publicación del poemario Mon Alpes, El Tuerto ganó mucho dinero y ahora quería repetir la misma jugada sacando una inédita segunda parte —y era a eso que se refería con estar para cosas grandes— cuyo manuscrito Harold tendría que falsificar.
Dávalos sacó un cenicero de AVENSA de su gaveta, encendió un cigarro y le comentó a Harold qué una editorial en Barcelona estaba dispuesta a pagar treinta mil de los verdes por un nuevo cahier —como le decían en el mundillo cultural— de Aveledo. «Lo que tengas, Cíclope, consígueme las facturas de Aveledo, lo que garabatea cuando habla por teléfono, sus apuntes del colegio, todo sirve: si juega al stop, sirve, si juega a la vieja o al ahorcado, también sirve. Lo que consigas lo podemos publicar en una colección sólo de poetas cinéticos. Hasta tenemos ya las portadas, el diseño de la colección, ¡todo! Va a estar muy guay la edición. Todos los poemarios responden a un color del arcoíris y para Aveledo, como el creador del género, por supuesto le reservamos el turquesa» le dijo Monserrat al Tuerto cuando venían de regreso de un paseo en jet ski por la Laguna de La Restinga.
—Mierda. Eso es qué jode real —respondió Harold. Supongo que la misma editora a la que le vendiste el primer manuscrito de Aveledo entonces… Todos ganan —ganamos, lo interrumpió El Tuerto—.
—Sí, sí, todos ganamos, pero pilla una vaina, Tuerto, una cosa es copiarte a ti, otra distinta… El autoplagio supone un problema ético tan difuso como si el suicida también es culpable de asesinato, pero escribir como Aveledo es demasiado hasta para mi…
—Espera un momento —lo interrumpió Dávalos, y se fue a buscar unos libros en la biblioteca. Al rato, el Tuerto regresó con dos ejemplares, y los abrió sobre el escritorio. Eran dos poemarios, uno de Tagore y otro de Neruda. En uno, estaba el Poema 30 y en el otro, el Poema 16. Dávalos le pidió a Harold que los leyera y le dijera cuál era mejor y cuál era el original, si acaso este concepto tan escueto podía abarcar a la creación artística. Al Tuerto le gustaba citar a Octavio Paz (Paz nunca dijo eso) argumentando que la poesía era una sola y era tan móvil como las arenas del Sahara; que poco importaba quien la firmara mientras siguiera flotando en el aire que respiramos o terminara escrita sobre la hoja de papel. Harold leyó ambos poemas y no pudo determinar cuál era mejor ni cuál era el original pero igual siguió renuente ante la insistencia del Tuerto.
—Yo no sé si pueda imitar el estilo de Aveledo como sí puedo hacerlo con el de otros poetas menores —escurrió Harold intencionalmente la puñalada—. Cuando escribo tus versos, lo hago desde la mimetización completa de lo que te he leído, de lo que te he visto escribir y de lo que veo que eres como persona. No te vayas a arrechar conmigo con lo que te voy a decir pero hasta cierro un ojo para que las palabras vayan cojeando como lo hacen en tus poemas y luego voy borrando para no perder de vista tu punto ciego. Te digo de una vez que va a estar rejodido que logre hacer lo mismo con Aveledo porque para comenzar, no lo he visto ni una sola vez en la vida, imagínate tratar de escribir como él teniendo sólo como punto de partida un libro impreso hace ¿cuánto? ¿siete años?.
—Conmigo no se haga el grafólogo, pájaro —respondió el Tuerto empezando a molestarse. Cuando quiera, vamos a la Caja Los Andes y le muestro el manuscrito original de Mon Alpes que tengo en mi caja fuerte. Al final, soy yo quien decide si un poema de Aveledo es original o no. Eso de la poesía cinética fue un invento mío para darle un género a «algo que no existió sino hasta que a mi me salió del forro, un nombre para medio justificar el exceso de hiperactividad de Aveledo al escribir, al zigzagueo de sus versos, al desorden de sus espacios en blanco. ¿Crees que te lo estaría pidiendo si no creyera que lo podemos hacer?
Harold tenía rato tentado a hacer una pregunta que podría revelarse demasiado policial pero se detuvo a tiempo para hacer una más obvia: —¿Y si sabes dónde está Aveledo, por qué no le pides a él que te dé unos poemas? Si quieres hasta te acompaño a buscarlo en las montañas de La Azulita.
El Tuerto se echó a reír y terminó de sacudir el resto de colilla que le quedaba a su cigarro. —Aveledo no está en la montaña, poeta. Si todo su peo es verlo para escribirse unos poemas con su estilo, eso lo podemos arreglar, pero primero me tiene que asegurar que estamos metidos juntos en este peo. Si quiere, nos vemos mañana temprano en el Café Ritz y de ahí nos vamos al banco a mostrarle el manuscrito —le ofreció el Tuerto a Harold antes de pedirle que lo dejara solo en el cubículo para atender a la bronceada alumna que acababa de llegar; una espectacular rubia de La Guaira que renunció al volleyball de playa y se puso a estudiar Letras luego de haber leído aquel kōan del árbol que cae en el bosque y nadie lo escucha.
Harold agarró la bolsa de la tienda Rattan y se fue hasta la piñatería que servía de tapadero del comando aunque primero pasó por la pensión donde vivía y dejó guardada la botella de Old Parr. En la delegación entró directo a la oficina de Benavides.
—Tengo una pista del Comandante Palabra. —le dijo sin perder tiempo en saludos mientras le dejaba la rueda de queso gouda sobre el escritorio del comisario.
—¿Y esta vaina? ¿Venimos llegando de Margarita?
—¿Es una pregunta retórica? Evidencia —respondió Harold todavía sorprendido ante la impensable posibilidad de dar con el paradero del Comandante Palabra.