Cactus
(Vador Ybarra)
“El placer contra el destino aciago,
la moral sin culpa
y la inocencia sin dios alguno”
(Manuel Vicent)
Me atravesé en la trayectoria de una bala. Se alojó en mi muslo derecho. Produjo una hemorragia y poco más. Dolor ígneo y masa muscular lesionada. Desde entonces cojeo levemente. El bastón de roble se ha convertido en fetiche. Extremidad adosada a mi cuerpo solidario. Catador de alfombras. Detector de abismos. Sabueso cómplice de mis huellas. Baranda portátil. Pasamanos particular. Barrera férrea de madera noble. Pinocho que no miente y ni siquiera fantasea. Bonsái ambulante sobre el concreto. Garrocha anti/des/in/olímpica. Mástil ensimismado. Empuñadura ergonómica que calza a la perfección en la palma de mi mano con dotes quirománticas para prever y adelantarse a mis pasos. Arma oportuna y discreta. Sable mimetizado en su vaina. Asta sin bandera. Amuleto intransferible.
Decido probar la acupuntura. Volverme cactus a manos de un chino. Desnudo o casi sobre su tabla de incrustaciones. Insertándome agujas exentas de inyectadoras desechables. En principio eso es un alivio: la ausencia de inyecciones y catéteres que te invaden intravenosa o muscularmente. Intromisión medicamentosa que intenta hurgarte. Robarte tu intimidad desde adentro. Desnudándote hacia fuera. Inside out, dicen los anglos, con su lenguaje siempre tan gráfico, cortante y eficaz. El english spoken no se anda con sutilezas de léxico. Con precisión quirúrgica, prescinde de sinónimos sobrantes. Los escinde con el escalpelo del habla popular inhabituada al diccionario. Rojo es red y no colorado, carmesí, rubí ni vino tinto. Y las reiteraciones no importan. Aunque su ambigüedad pretende obviar que blue tiñe la melancolía de azul y, adicionándole una “s”, el blues suena a punteos de guitarra plañidera, hiriente, a la usanza de un John Mayal que hace de su Fender Stratocaster un gato virtuosísimo. Instrumento felino de cuerdas que desprecia el lugar común de cada una de sus vidas. Siete, nueve o las que sean. Ciertamente, ninguna amarra.
Se debería sancionar una ley de señalización genital que nos advierta el rango de las estrecheces pélvicas que nos aguardan. La acupuntura ha hipersensibilizado mi glande. Es la única desventaja. Por lo demás, bendición espinosa, hieratiza mi erección a voluntad. La contraposición de fuerzas ying y yang potencia el equilibrio del cuerpo. Ellas también se han favorecido con orgasmos persistentes que las sorprenden horas después, en el supermercado, o camino a alguna actividad que continúe ocupando su tiempo.
Ahora yo mismo, erecto, me clavo agujas en el bálano, perforando el frenillo anverso, morfológicamente semejante al que sujeta la lengua, donde también me inserto un piercing minúsculo de eficacia insospechada. Flácido, me atravieso el borde del prepucio con un imperdible de titanio, ciñéndolo estrechamente para que no asome el glande y se asfixie en sus emanaciones de baño turco, porca miseria, puerco y miserable. Añejándose en su propio zumo, tonel de piel, involvini de carne flagelada por su misma carne. Cuando lo libero, el glande aúlla su silencio de anacoreta sin garganta, reducido a su papel de cíclope ciego con su boca-ojo desdentada cuya misión es la micción o el escupitajo volcánico de semen, lava que alaba la incontinencia pueril y senil que acerca las edades, el derrame de crudo impoluto donde nada la vida, big bang ridículo a escala galáxica.
El escroto per se es insensible, pero nada supera la agonía de insertar agujas en los testículos. El derecho, directamente, colapsa el caudal de lágrimas hasta el límite de la deshidratación. El izquierdo, epilepsia escato(i)lógica, desata una tormenta de impulsos eléctricos que me recorre trazando ignotos puntos cardinales. Una pinza quirúrgica incrustada entre ambos potencia las percepciones en emanaciones alucinatorias que trascienden cualquier mitología lisérgica.
He encontrado compañera lúdica. Jugamos a infligirnos el máximo placer o dolor, tentáculos siameses de ventosas aleatorias. Indeseable, sobreviene a menudo el desmayo, suerte de anestesia activada como mecanismo de defensa ante sensaciones de escasa tolerancia. Por lo demás, operamos como torturadores virtuosos que no dejan huellas en sus impacientes ceremoniales. O cirujanos plásticos decentes que borran las cicatrices de sus desatinos, las esconden, maquillan, escamotean, camuflan. Terroristas cosméticos que convencen a los insensatos para que cambien, modifiquen, renueven su apariencia, desprendiéndose de costillas impares, recortando sus narices y quijadas, abrevando sus caderas, hiperbolizando sus senos y glúteos, seccionando extremidades, deforestando su cuero cabelludo, envenenando sus arrugas con toxinas paralizantes, suprimiendo sus glándulas sudoríparas, limándose los colmillos, abrasándose la piel con signos ajenos, tumoreándose el cuerpo con implantes de aleaciones novísimas y polímeros.
La simultaneidad es exquisita. Agujerearnos al mismo tiempo y sentir el éxtasis del otro. Anticiparnos a la sensación punzante, a la excitabilidad de la superficie arrasada. Penetrar, invadir, hurgar. Somos erizos hirsutos de espinas con doble extremo. Nos hincamos en la piel del masacrado sin desviar la vista de sus facciones alteradas. Fosas nasales adheridas a volúmenes de oxígeno. Pupilas que obturan desesperadas tamizando el flujo de luz. Esfínteres vítreos que se contraen y dilatan ante las arremetidas de apéndices, corporales o no, empeñados en prolongarse. Prólogos y epílogos de acero inoxidable. Membranas en pleno ejercicio de la fisiología bíblica, tríblica, cuatríblica, quintíblica, etcétera. Y siempre, humanos húmedos, la liquidez que se derrama en alarmantes gotas de sangre, indiscretos hematomas de bilis ámbar-negruzco, lacrimales traicioneros, fluidos viscosos que nos delatan.
Experimentamos la electroacupuntura. Nuestros sismos corporales sobrepasan las escalas. Los espasmos nos cruzan estrábicos. Pequeñas muertes y resurrecciones nos suceden. La conciencia se desploma, ingrávida, arrojándonos en geometrías, físicas, químicas, historias, geografías, lenguajes, saberes ignorados. Sables impensables que nos rebanan. Minúsculas bombas atómicas que nos desgranan. Vemos a nuestros ojos oteándonos por dentro. Son cuarenta dedos los transeúntes de nuestros orificios.
Agujas finísimas surcan las articulaciones. Comenzamos por las falanges. El miedo es una gripe contagiosa. La temeridad, una epidemia incontrolable. Nos detenemos en el codo izquierdo, cuando la punzada incesante nos noquea. Apagón fulminante que dura horas y un dolor reticente, autómata, que nos envuelve en sudor frío y accesos de pánico instalados en el pecho, la laringe, las entrañas.
Pedestre, la entrepierna nos rescata. El haber rozado los bordes dispara nuestra cautela, refugiándonos en la caverna primigenia del sexo despreocupado y sin artilugios.
La estandarización dura poco. Perforo clítoris, pezones, labios. Todos los anteriores. Insatisfechos, estrenamos instrumental quirúrgico, obscenamente filoso. Nos excitamos admirándonos desnudos reflejados en el acero impecable. Practicamos cortes en el aire. En piezas de carnicería, terneras, corderos. En animales muertos que recuperamos de las autopistas. En cadáveres que adquirimos explorando morgues periféricas.
Cirujanos sin título, nos obsequiamos limpios cortes superficiales. En los hombros, la espalda, los muslos. Y degustamos nuestras heridas con pasión iniciática. La saliva es un antiséptico natural, dadivoso y cicatrizante. En bestial caligrafía, estigmatizamos nuestros vientres con el monograma, las iniciales, el nombre completo del amante.
Muy a su manera, Eros sigue mandando. Tanatos se asoma impúdico y nos susurra las peculiaridades del placer que brinda la amputación selectiva de miembros prescindibles. Últimamente, alertado por la recién adquirida proclividad a verter y trasegar sangre, insiste en que seccionemos nuestras yugulares, naufragando en el archipiélago hematológico del otro, mientras nos amamos.
Vador Ybarra
(Fotógrafo español radicado en Haro, dedicado a su viñedo artesanal. Publica, con enorme irregularidad, textos de diverso calibre. Fetichista tipográfico, colecciona teclados. Resulta contundente –por decir algo–.su fotoserie denominada “Crucigramas”)
In love con este hermoso texto. Yo quiero. Me encanta.