🦀 LUPANAR

No son todavía las once de la mañana y Berta se mueve con pesadez por el pasillo, rebotando con ambas manos de las paredes. Respira dificultosamente con la boca abierta, emitiendo un pitico sistemático, forte, fortísimo. Suda desde la frente hacia abajo, marcando su dilatada trayectoria con gruesos goterones salinos que rebotan en el piso con un plaff en cámara lenta. Busca a Robinson, abriendo de un manotón las puertas de las habitaciones, desplegadas a lado y lado de toda la estancia. Lo que más le incomoda es atravesar los patios internos, sin techo, y someterse a la inclemencia de ese sol picante que arrecia ante la falta absoluta de brisa.

Robinson ronca y se babea, desnudo, en el último cuarto a la derecha, sin enterarse del ruido infernal que produce el taller mecánico contiguo. Martillazos, sierras, chasquidos metálicos y el olor agreste a gasolina, gasoil, acetileno quemado. Después que se emborrachó anoche, sus amigotes le pintaron las uñas de color verde puta, los labios de fucsia barato y los pómulos de rojo encendido. Hasta las uñas de los pies le irrespetaron, afeitándole las piernas y buena parte del pecho. El bigote no se lo tocaron. Eso es sagrado y, entre hombres, hay una ética que debe mantenerse.

-Góoordo, Róoobinson, levántate para que muevas el camión, que estás trancando otra vez a Lucas.

La puerta del cuarto que se abre de un manotón. Robinson despertando sobresaltado y Berta, con sus cuatrocientas libras de carne de tercera, soltando una carcajada gravísima que inunda el espacio y le provoca un acceso de tos intermitente. Risa y tos. Risa y tos. Risa y tos, alternativamente.

-¿Qué coño pasa, puta del carajo, ya en esta vaina no se puede dormir tranquilo, acaso no es ésta una casa seria, con ambiente familiar, atendida por su propia dueña?- El gordo se rasca las bolas con una mano, mientras con la otra atrapa un bostezo. Tiene los ojos inyectados en sangre y, a pesar de la distancia que los separa, su mal aliento golpea la fina nariz de Berta. Porque una cosa es el olor del sudor, la sangre, el semen y otros fluidos corporales, solos o combinados, pero la halitosis, para Berta, resulta insoportable.

-Gordo, dame las llaves del camión para que lo mueva Ezequiel, que estás tapando otra vez el garaje de Lucas y se le hace tarde.

-No jodas, Berta, tú sabes que mi camión no lo maneja nadie, sino yo.  Dile que ya voy y mándame un cafecito bien negro.

-Tus compinches te volvieron a embromar, ¿cómo vas a salir así? ¡Por Dios, mírate en el espejo, Robinson, y enjuágate esa boca que apesta!

El gordo desnudo abandona la cama de un salto y se mira en el espejo. Pega un grito, suerte de mentada de madre colectiva para todos sus amigos y le lanza las llaves del camión a Berta.

-¿Dónde están esos coños que los voy a matar?

-Aquí el único que queda eres tú, gordo. Tú sabes que eres el último en irte y el primer chicharrón de la fiesta. Toma, ponte la sabana por encima, como los emperadores romanos, y vente a mi cuarto que yo te voy a quitar toda esa pintura que te adorna. Pero déjame admirarte así maquillado que hasta bonito te ves, mi gordo sexy-. Berta se aleja con paso de jicotea tintineando las llaves del camión entre sus dedos. -Cuando quieras cambiar de negocio me avisas, que aquí tienes garantizado tu puesto.

Punta Zambo emerge en uno de los extremos del territorio patrio, uno de esos rincones olvidados de cualquier dios o demonio, rico en mosquitos, salitre y sequía extrema seguida de lluvias a punto de inundación. La prostitución y el contrabando son las actividades típicas del pueblo, una especie de El Dorado concebido por algún autor de la literatura del absurdo, que atrae marejadas de trashumantes que vienen y van por mar, río o la carretera de tierra. Sin embargo, Punta Zambo (o “Puerto del Culo”, como se le conoce popularmente) mueve la economía y genera el sustento de unas trece mil personas en los siete caseríos vecinos, cifras certificadas por el último censo.

Robinson es uno de los caciques, el peso pesado del contrabando y Berta es la proveedora local de sexo y entretenimiento.

-¿A quién le cae mal un traguito? ¡A nadie! ¿A quién le disgusta mover el esqueleto a menos que esté muerto? ¡A nadie! ¿A quién no le gusta hacer el amor? ¡A nadie! ¿Entonces? ¡Esto es pura y sana, sana, sana, culito de rana. Pura y sana diversión! ¡El imperio de los sentidos! ¡La purificación de los pecados por la perdición de la carne!-  Ese es, con variantes, el discursito de bienvenida que la madama Berta da a su distinguida clientela, todas las noches del mundo, en su exclusivo “Mambo Zambo”.

Show-woman veterana, la presentación de sus chicas es otro espectáculo. Aprendido y eternizado en su Honduras natal. Enriquecido y versionado aquí con el tiempo.

-De las cortes europeas, metro y medio de pura belleza natural, exquisita y de primera, el Mambo Zambo tiene el gusto de presentarles a Dóoooooria. Del medio oriente, enigmática y cautivante, caliente como el desierto, aguantadora como los camellos, prometedora como un oásis, pónganse de pie para recibir a la favorita del sultán, Fáaaaarah Diva. Directo de la muralla china, el tesoro más preciado de ojos rasgados, la perdición de muchos hombres y de unas cuantas mujeres, reciban con un aplauso a Líiiiiiiiii-Chí. De la tierra de las jirafas y los leones, una salvaje del sexo, una hembra bestial, separada de su tribu caníbal por cazadores blancos, el Mambo Zambo tiene el privilegio de ofrecerles a Shíiiiiiiiba, la diosa de ébano. De aquí cerquita, temible como la naturaleza, un terremoto, un huracán, un volcán en erupción, un diluvio de placer, ella es Mireya.

Antes que madama, Berta fue puta y antes que puta, Berta fue poeta. O al menos así lo creía mientras estudiaba en el rancio colegio de monjas, destacando como la alumna obesa y fea, eso sí, pero inteligente y dedicada que leía a la perfección en latín y declamaba con inspiración a Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, Rubén Darío. De allí le viene la vena teatral que exhibe noche a noche, engalanada por sus collares de fantasía, aretes excesivos, maquillaje recargado y vaporosas batolas pakistaníes que armonizan sus movimientos. Porque de noche Berta es feliz y ligera cual pluma de avestruz a merced de los ventiladores que refrescan el Mambo.

-Las putas nacen.- dice Iguaraya, destilando en su garganta un shot de tequila reposado Don Julio, sin sal ni limón, que eso es para turistas gringos pendejos. El tequila se toma puro, sin mezclarlo con mierdas que te irriten el estómago ni las mucosas bucofaríngeas.

-¡Y qué paguen caro esos bestias si quieren gozar con nosotras!- complementa Berta terminando el té de su tercera taza.

La patrulla costera es la santa patrona del contrabando, incentivados por las grandes tajadas que se llevan en electrodomésticos de última generación, licores y cigarrillos, quesos y exquisiteces de procedencia variada. Nada de armas ni drogas, pues eso es delito federal y trae demasiadas complicaciones. Esa es la única advertencia que propios y extraños de Punta Zambo cumplen al pie de la letra. El tráfico ilegal de todo lo demás es un caudal de dinero fácil que pasa de mano en mano, rápidamente.

Robinson paga sus consumos del Mambo Zambo en especies. Y paga bien. Porque Doria -la adolescente con rostro angelical que interpretaba diciembre tras diciembre a la virgen en el nacimiento viviente de su pueblo- es una putita cara. Exageradamente cara. Inaccesible para los demás clientes. Y Robinson la tiene reservada casi en exclusiva. El gordo disfruta desde el momento en que Berta la presenta de primerita todas las noches y él puede percibir toda la lujuria que ella suscita, toda la envidia que esos infelices le tienen porque él y sólo él devora ese manjar negado al resto.

Doria sueña con ser actriz. Delirio que Robinson alienta prometiéndole contactos con un productor de televisión amigo suyo que pronto visitará Punta Zambo. En el interín, resguardada por la confortable intimidad de su “camerino”, Doria se disfraza y recita de memoria ante el espejo los parlamentos de las heroínas de sus telenovelas predilectas.

Mireya es, en el otro extremo, la meretriz más económica y pragmática del Mambo. Una hembra accesible a casi todos los clientes que maneja descuentos por volumen, cuando se trata de atender a tres o cuatro simultáneamente. Su proyecto de vida consiste en atesorar la mayor cantidad de dinero para volver a su pueblo y ostentar su riqueza. Comprarle una casita a su mamá, dejarla bien acomodada y desaparecer una vez más, debut y despedida, para siempre. La Mireyita no acepta intercambio de mercaderías por sus servicios. Ni vestidos. Ni perfumes. Nada de nada. Sólo dinero en efectivo que deposita al día siguiente en el banco.

Iguaraya está clara, al igual que Berta y Robinson, que estos negocios no se dejan. Que no es como mudarse de casa o cambiar de ropa. Que lo persiguen a uno toda la vida, por más que se ponga distancia de por medio. Cual maldición, destino, fantasma, karma, proclividad, ¿vocación?

-La gente cree estar de paso en Punta Zambo, pero Puerto del Culo nunca se aleja.

Patricia -la Farah Diva- adolorida y cansada de tratar de ocultar los moretones de las palizas que le daba su esposo, salió tempranito como todos los sábados al mercado y nunca volvió. Con el dinero de las compras se hizo de un pasaje en autobús al lugar más recóndito que pudiera pagar: Punta Zambo  Una vez allí, sin haber trabajado nunca fuera de casa, Patricia decidió que no sería tan malo cumplir con el deber conyugal del sexo, con diferentes hombres sí, pero sin golpes. Y además recibiendo casa, comida y dinero a cambio. Jamás se había sentido tan deseada ni querida. Tenía, más que una familia, un matrimonio perfecto.

Al preguntarle a Li-Chi, ¿Qué hace una chica como tú en un lugar como éste?, esta panameña hija de inmigrantes cantoneses dirá que se le hizo insostenible el yugo de vivir amordazada por estrictas tradiciones milenarias. Que ella es un espíritu libre. Que admira a Yoko Ono. Y uno querrá creerle. Pero la exquisita y esmirriada belleza oriental omitirá su irrefrenable compulsión por el sexo propio y ajeno. Su remilgo por ponerse precio y venderse, cada noche varias veces, a perfectos extraños que se satisfacen rellenando con múltiples apéndices sus orificios. Su obsesión por envilecer su cuerpo con el incesante recorrido de tantas y tantas manos diestras y siniestras.

Recién llegada al lupanar, su entusiasmo -equiparado a su inexperiencia- la llevó a desgarrarle la piel que circunda el glande de un cliente, durante una salvaje sesión de sexo oral que incluía dentelladas. Apartando la hemorragia y los alaridos del accidentado, el incidente se convirtió en otra anécdota. Li-Chí, con la voracidad y la sapiencia de su inquieta lengua danzarina, tampoco dirá que comparte lecho con Itamarú, la robusta carioca dueña de una lancha rápida con el record de los “deliveries” más osados del puerto.

La última crecida del río, en complicidad con la marea alta de fines de enero, arrasó con la famélica choza del loco Pastor, un esqueleto ambulante con algo de piel curtida cubriéndole los huesos, el único puntazambero que sobrevive comiendo -e intercambiando por cerveza- los cangrejos colorados que captura con las trampajaulas de bambú que coloca en la ribera. Una vez damnificado, Pastor comenzó a recorrer Punta Zambo, a la usanza de los profetas apocalípticos, proclamando a gritos los mensajes que la virgen, nuestra señora de los dolores, le susurra todas las noches junto a la fogata que enciende para cocinar, allí donde se alzaba su vivienda.

Y ante la ausencia de novedades que distraigan la rutina, el pueblo ha reaccionado con una curiosidad malsana que pugna entre el escepticismo divertido de casi todos y el éxtasis místico de unas pocas vecinas. A falta de iglesia, las apariciones religiosas son bien acogidas. Pastor cuenta desde entonces con una pálida legión de mujeres que, a cambio de escuchar de su boca los designios de “La Dolorosa”, lo alimentan y cuidan. Con la misma tela del toldo que levantaron junto a la fogata, las acólitas del iluminado confeccionaron las túnicas que él viste ahora, otorgándole un aire efectivamente mesiánico.

Afiebrada por los cuentos que ha escuchado desde su mudanza al puerto, Zoe -la esposa del nuevo dueño de la granja de avestruces- entreteje complejos planes de peregrinaciones que convertirían a Punta Zambo en el Lourdes del nuevo milenio. Habría que dedicarse a recolectar fondos para construir una capillita, justo donde Pastor conversa regularmente con la virgen. No se debe descartar la fundación de una sociedad de adoratrices de la dolorosa, con doña Zoe de regente, cuya encendida inspiración da para nuevos credos, evangelios y congregaciones, bendecidos o anatemizados por el vaticano, no importa, pero con ella al frente, albaceas de la vida y milagros del beato Pastor y depositaria de los secretos de nuestra señora.

Porque bien es sabido que el señor actúa de maneras extrañas y Zoe nació predestinada, según le ha escuchado pontificar repetidamente a su madre. Ahora entiende la inminencia de su viaje, el desarraigo con todo lo que dejo atrás en la ciudad para aterrizar en este descampado y encontrar, encontrarse de frente con su esencia, con su misión en la vida tan vacía que había llevado hasta el momento y trascender. Trascender las limitaciones físicas que la rodeaban y asumir su posición de facilitadora y portavoz autorizada de la señora del dolor -Pastor mediante- quien pronto tendría que comenzar a materializar curaciones y otros milagros.

Ajena a cualquier inquietud, Shiba se demora untando su cuerpo con aceite de almizcle y avellanas, tendida al sol salitroso del mediodía, sobre la azotea del Mambo. Sin proponérselo, ella encarna el enigma aún no develado de Punta Zambo. Día a día, alguien enriquece la mitología regional, inventándose una nueva fábula shibeana, cada vez más bizarra, inverosímil y rebuscada. Pero lo único que todos saben es que una noche Shiba se bajó del camión de Lucas, quien la había recogido novecientos kilómetros antes, vagando en una carretera desierta. Conmovida por el porte monumental de la negra, Berta le ofreció alojamiento y comida que Shiba retribuyó con creces, sin mediar palabras, cocinando y limpiando como una bestia. Cierta velada aceptó los requerimientos de un cliente, de ejércitos de clientes. Nadie ha escuchado su voz. Encandilada por la resolana, Shiba sonríe sabiéndose a salvo en uno de los confines de la tierra.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

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